Dom 01.12.2002
radar

PLáSTICA

Sucesos argentinos

Al calor de los acontecimientos del último diciembre, Fermín Eguía puso en funcionamiento el peculiar poder de observación al que nos tiene acostumbrados. Esta vez, para encontrar en las imágenes de aquellas jornadas registradas in situ por diferentes reporteros gráficos (Gonzalo Martínez, Alfredo Srur, Pablo Piovano, Gustavo Mujica, Bernardino Avila) ecos más que sugestivos de la historia nacional plasmada por diferentes pintores (Sívori, Schiaffino, Busaniche). El resultado es Episodios nacionales, una serie de dípticos que ponen a dialogar elocuentemente el pasado y el presente argentinos.

› Por Juan Forn

Cuando uno le hace una pregunta a Fermín Eguía, parece que él se fuera siempre por la tangente. O, mejor dicho, por las tangentes. Porque lo que en realidad hace Eguía es definir dos coordenadas y dejar la respuesta en medio, silenciosa, sin enunciar, pero bien delimitada, incluso asediada por lo que ha dicho (de ahí el plural de tangentes). No es casualidad que Eguía hable así, porque en más de un sentido ésa es su manera de trabajar. Con lo que él mismo llama “espíritu jocoserio”: esa terra infirma entre lo jocoso y lo serio, entre la metafísica y el disparate, entre el murmullo de lo ominoso y la estridencia de lo esperpéntico. Esa suerte de rodaja mixta (de sentido y contrasentido) que logran apresar las paradojas. Porque si Marechal supo enseñarnos que de todo laberinto se sale por arriba, la pintura de Eguía parece decirnos que la mejor manera de entender una paradoja es contemplar no sólo sus elementos antagónicos sino especialmente el movimiento pendular de ida y vuelta entre uno y otro de sus extremos.
La paradoja en cuestión en la nueva muestra de Eguía es algo que todos los argentinos tenemos frente a nuestras narices desde que se precipitaron los acontecimientos hace casi un año, y el país que no mirábamos pasó a ocupar drásticamente todo nuestro campo visual. La serie se llama Episodios nacionales, se expone hasta fin de año en la galería de Sara García Uriburu (Uruguay 1223), y se hamaca con milimétrico desparpajo en unas cuantas de esas dualidades a las que Eguía sabe sacarles el jugo como pocos. Para empezar, puso a dialogar pasado y presente de nuestro país, entendiendo por presente los sucesos de diciembre del 2001, y encontrando en ciertas imágenes de aquellas jornadas registradas in situ por reporteros gráficos de éste y otros diarios (Gonzalo Martínez, Alfredo Srur, Pablo Piovano, Gustavo Mujica, Bernardino Avila) ecos más que sugestivos de la historia argentina (esa “historia de nunca acabar”, según las palabras de Eguía). La paradoja es que esas imágenes de la Historia son, en realidad, cuadros. Cuadros clásicos de la pintura argentina (Sívori, Schiaffino, Busaniche, etc.), orgullo de museos nacionales y provinciales, incorporados a los manuales escolares para ilustrar hechos históricos, a falta de fotos de época, y por esa razón convertidos en sinónimo de esos hechos históricos para las generaciones educadas o maleducadas con esos manuales de historia.
Ése es el segundo diálogo paradojal que proponen los Episodios nacionales de Eguía, por debajo del contrapunto entre presente y pasado histórico: el que se establece entre el naturalismo pictórico del siglo XIX y esa suerte de naturalismo urgente de la actualidad que es el fotoperiodismo. Ahora bien, tal como en las sesiones de espiritismo hace falta un “intérprete” que medie entre los muertos y los vivos, el propio Eguía se convierte en médium para hacer posible este diálogo entre fotoperiodismo y naturalismo pictórico: recreando él mismo, con su pincel y su paleta, esas fotos de diciembre pasado y esos cuadros del siglo pasado. Porque Eguía no es un artista conceptual. Es decir, no se limita a ofrecernos una “instalación” juntando una foto de un diario con una lámina que reproduce un cuadro de museo sino que procede a pintar él ambas imágenes, estableciendo así el tercer diálogo que exhibe la muestra: entre él y cada uno de los autores de las imágenes que eligió poner a dialogar.
El conjuro y la eficacia de Episodios nacionales operan en esos tres niveles, que vendrían a ser el ojo, la memoria y la mano de Eguía (esa forma de “ver” la realidad, de establecer el paralelismo y de proceder a recrearlo). A los que habría que sumar un cuarto nivel: su implacable humor, a veces invisiblemente sutil, a veces corrosivo hasta la denuncia. Ejemplo: en uno de los dípticos, Eguía no sólo recrea a su manera el magistral cuadro “Sin pan y sin trabajo” de Sívori sino que lo contrapone a una recreación de una foto de la Corte Suprema sesionando en su tribunal: si la composición de ambas estampas es sugestivamente similar(un plano frontal de personas sentadas de cara al espectador), las abismales diferencias de actitud entre los hambreados y los hambreantes es de una elocuencia mortífera (pero, para aplacar cualquier tufo a moralina, Eguía convierte a los juristas y a algunos de los desocupados en sus ya proverbiales “nariguiles”). Casi en las antípodas está otro de los dípticos, el de las “Fantasías de un Ocioso”: en este caso, Eguía no parte de un cuadro y una foto sino de dos clásicos, “El despertar de la criada” (otro Sívori) y “Después del baño” (de Schiaffino), y procede a “actualizarlos” incorporando a sus recreaciones un mismo “nariguil” junto a cada una de las figuras femeninas desnudas (produciendo la sensación de que el descarado narigón se ha curtido en la misma jornada a la patrona y a la sirvienta en sus respectivas habitaciones).
En “Saqueo a Supercaro”, un excluido se aleja de la vidriera rota de un supermercado aferrando un maniquí en corpiño y bombacha: el modo en que aferra el talle del maniquí es corporalmente calcado del modo en que un indio aferra el talle de una cautiva que acaba de alzarse a caballo, en la imagen que acompaña a “Supercaro”. Esos ecos entre los primeros y los últimos excluidos de nuestra historia vuelven a aparecer en el tándem que relaciona una carga de la Montada a manifestantes de Plaza de Mayo y un pelotón de las huestes de Roca contemplando el desierto “liberado” después de amasijar a la indiada. Otro de los dípticos podría titularse “Arribos y Partidas”: Eguía opone en él su versión del “Desembarco en Buenos Aires en 1870” de Busaniche (aquella estampa clásica del modo en que las carretas se internaban en el río para cargar a los viajeros que llegaban en los barcos) a una recreación de la foto del helicóptero que se llevó a De la Rúa de la Casa Rosada (en donde el helicóptero se parece sospechosamente a ese insecto llamado alguacil, y el único testigo de la escena es la estatua de Garay en Plaza de Mayo, lo que da el título de la obra: “Juan de Garay presencia el raje”).
Puestos a establecer genealogías más bien delirantes, podría pensarse a Eguía como el hijo descarriado de Molina Campos y Aída Carballo criado por Bobby Aizemberg. Con el acento en la palabra descarriado: es decir, imaginando además su temprana rebelión contra el hiperprofesionalismo de Molina Campos (por considerarlo mecánico), contra la prolijidad de Carballo (por el temor a caer en lo pueril) y contra la metafísica de Aizemberg (por el pavor a la solemnidad). La filiación no es del todo caprichosa: podría decirse que Eguía se crió adentro de uno de los almanaques de Alpargatas que hacía Molina Campos (viene de un campo cercano a Comodoro Rivadavia), fue presentado en sociedad por Carballo cuando acababa de recibirse en Bellas Artes y por esa época le partió literalmente la cabeza el laburo del grupo Fases (donde brillaba Aizemberg). Pero, como ya se dijo, hay que poner el acento en la palabra descarriado: después de un temprano encarcelamiento en Devoto en tiempos de Onganía, dejó la militancia en el MLN y aterrizó como peludo de regalo en una dependencia cartográfica estatal, donde se pasó nueve años dibujando y sombreando mapas. Con un premio De Ridder pudo comprarse una casa sin luz y sin agua, pero con amarradero propio en una isla del Tigre.
Separado, sin trabajo y con todo el tiempo del mundo a su disposición, Eguía se instaló allá a continuar con su saga paralela (por un lado, los utensilios domésticos con patas que representaban la vida propia de los objetos; y por el otro, las batallas de amor que despojaban de vida propia a sus hombres y mujeres). Pero en aquellas largas jornadas en el Tigre descubrió otro formidable escenario de paradojas silenciosas: puertas afuera, en el agua y la niebla y los pajonales del Delta. Vale la pena oír a Eguía hablar del Tigre: “Era muy agreste la cosa, puro matorral al bajar de la casa. Y a partir de cierta hora todo se ponía del mismo color: si dejabas una herramienta afuera, la perdías. Una mañana de mucha niebla, salí temprano al embarcadero y vi, entre la bruma, un cogote como de unmetro de diámetro que aparecía y volvía a sumergirse en el agua, río arriba. Había mucha corriente, y el monstruo se fue acercando al embarcadero desde donde yo miraba paralizado. Hasta que, al pasarme enfrente, vi que era un árbol. Al rolar, las ramas producían ese efecto Loch Ness”. Dice Eguía que había animales distintos según las horas. “Tenías los del atardecer, que son los más plañideros; tenías la hora del murciélago, cuando salen a cazar y parecen pañuelos volando; tenías las culebritas que salen a buscar crías de anguila y las arrastran a la orilla porque en el agua no pueden deglutir; tenías las luciérnagas, que eran una cosa preciosa, con ese trazo de luz que van dejando en el aire como cuando ponés un palo al fuego y después lo movés. Me podía pasar horas mirando cómo se iba abriendo la crisálida de un alguacil hasta que aparecía el alguacil. ¿Sabías que se abre por la espalda, como el cierre de un vestido de mujer?”.
Esta clase de observaciones explica mejor que cualquier sesuda disquisición teórica el signo de los paisajes fluviales de Eguía, que se convirtieron en otra de sus marcas de fábrica precisamente por la vuelta de tuerca que supo darles: cargando de ironía o de ominosidad una escena idílicamente contemplativa. Mecanismo similar al que suscita la aparición de sus “nariguiles”, otra de sus marcas estilísticas (o, como él prefiere decir, su manera de “fabricar situaciones plásticas”) que también tiene su historia. “Es la manera en que los chicos ven a los mayores desde abajo: una nariz casi puro orificio, rodeada a lo sumo de orejas. La cosa se remonta a cuando era chico y mi hermana me leía cuentos, porque decían que yo era demasiado perezoso para leer solo. Yo me recostaba a su lado para escuchar, pero en vez de mirar al techo y prestar atención, terminaba mirándole la cara desde ahí y jugando con la idea de que el mentón era como una nariz al revés y que la cara era básicamente ese doble accidente.”
En algún momento de los últimos años, Eguía dejó de ser un secreto entre iniciados, un pintor para pintores. En algún momento, también, vendió aquella casa del Tigre y volvió a la ciudad. Lo que más extraña, dice, son los bichos. “En Buenos Aires se acabaron las luciérnagas. Por suerte, cuando sopla viento norte siguen apareciendo bichos raros, si estás en un plaza y mirás atentamente.” Lo que nos lleva a los sucesos de diciembre del 2001: Eguía tenía decidido encarar “un conjunto de láminas a la acuarela, inspiradas en acontecimientos históricos elegidos a mi criterio, a la manera de los viejos noticiosos del cine; por eso el título, que pudo ser Sucesos argentinos, así como terminó siendo Episodios nacionales”. Cuando se precipitaron los acontecimientos, dice que se apuró sin tener cabal idea de adónde iba (“las ideas me despiertan poco entusiasmo cuando las concibo terminadas; las prefiero vagas, me resulta más estimulante dejar que las obsesiones me circulen por la azotea”). Fijó fecha con la galería y, a diferencia de otras muestras, no fue acelerando el trabajo a medida que se acercaba el día de la entrega sino al revés: se apuró de entrada (“quería fijar en caliente esos acontecimientos que estábamos viviendo”) y se tomó con soda los covers de cuadros clásicos (“porque ésos estaban ahí; me podían esperar”). Una vez promediado el trabajo, invitó a los fotógrafos a mostrarles lo que había pintado. Lo inquietaba un poco saber si esos tándems que había armado estaban muy distanciados entre sí: ¿había demasiada diferencia o pertenecían a lo mismo? Pertenecían, coincidieron en determinar pintor y fotógrafos. La muestra se colgó y los visitantes y la crítica también coincidieron. A tal punto que Eguía viene escuchando en los últimos días una pregunta repetida: ¿habrá más Episodios nacionales en el futuro, seguirá trabajando en esa dirección? Él cree que sí, pero contesta a su manera: yéndose por esas tangentes que tanto le gustan y dejando que la respuesta flote en el medio. Será cuestión de esperar que siga soplando viento norte en Buenos Aires y Eguía siga viendolas paradojas que suscitan esos bichos raros de nuestra historia que saben asomar de tanto en tanto en las plazas.

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