CINE
A partir del 5 de diciembre, bajo el título Vodka, frío y rock’n roll, un jugoso paquete de películas inclasificables –road movies sin brújula, comedias negras, thrillers insensatos, melodramas sin palabras– demostrará cómo un par de pícaros finlandeses, los hermanos Kaurismäki, vienen cambiándole la cara al cine desde hace veinte años.
› Por Horacio Bernades
LA URTICARIA DE LOS FUNCIONARIOS
“Me he vuelto alérgico a algo que se hacía en Finlandia en
los años ‘70: toda película finlandesa tenía que mostrar
lo bonita que era la naturaleza del país”, dijo alguna vez Aki,
que de inmediato se puso manos a la obra para corregir ese defecto. A partir
de la irrupción de los Kaurismäki, Finlandia nunca volvería
a verse bonita en el cine. Hasta el punto de que durante mucho tiempo la sola
mención del apellido Kaurismäki provocó urticarias entre
los funcionarios finlandeses, enardecidos por lo que consideraban el cine más
espantaturistas del mundo.
Hasta comienzos de los ‘80, el cine finlandés parecía hijo
de Sissi y demás cintas alpinas en Afgacolor de los años ‘50:
no había película en la que no brillara el sol sobre los verdes
prados, y en la que parejas de enamorados no corretearan al borde de lagos más
azules que el cielo. Pero en 1981, un joven de 26 años llamado Mika Kaurismäki
termina sus estudios en la Escuela de Cine de Munich y ese mismo año
ya está filmando, junto a su hermano Aki, un documental sobre rock finlandés.
“Aquí el cine carece de una tradición a la cual remitirse,
por lo que los cineastas nos sentíamos más cerca del mundo del
rock, que al menos tiene la ventaja de exhibir cierta vitalidad”, aseguraba
Mika por entonces. Saimaa-ilmiö resultaría la primera y única
película codirigida por los hermanos. Aunque no su último trabajo
en colaboración: Aki cubrió el papel protagónico en la
primera película de ficción filmada por Mika (El mentiroso, 1981)
y aportó al guión de las dos siguientes, Los indignos (1982) y
El clan (1984).
De allí en más, cada uno por su lado. La hermandad ya no funcionaría
en términos creativos, aunque sí de producción. Muy tempranamente
los K. fundaron su propia compañía, Villealfa, bautizada en homenaje
a Alphaville de Godard, y bajo su ala produjeron a casi todos los más
promisorioscineastas jóvenes de su país. Casi al mismo tiempo
establecían en la helada Laponia su propio festival de cine, llamado
The Midnight Sun Festival, que sobrevive hasta hoy y que recibió la visita
de varios de sus mejores amigos, de Sam Fuller a Jim Jarmusch. Mientras tanto,
los rubios K. se dedicaban a gestar algunas de las películas más
inconfundibles que haya dado el cine contemporáneo en las dos últimas
décadas.
EL HOMBRE QUE FUE ROAD MOVIE
“Aki tiene un estilo; yo todavía lo estoy buscando”, afirmó
Mika hace unos años. No lo decía un realizador primerizo sino
alguien que contaba con casi veinte años de carrera y una docena de películas.
Lo llamativo es que, si hay una falta de estilo en el cine del mayor de los
hermanos, esa falta parecería responder a una búsqueda deliberada,
casi a un credo artístico.
Antes que ninguna otra cosa, Mika es un peregrino, alguien que no puede vivir
si no es trasladándose. Lo que debe entenderse tanto en sentido literal
como figurado. El mayor de los K. se formó en Alemania, viendo toneladas
de cine norteamericano, francés e italiano; más tarde, sus películas
lo llevaron a Sicilia, Estambul, Berlín, París, Los Angeles y
el Amazonas. Desde hace años vive medio año en Helsinki y el otro
medio en Río de Janeiro. Además de filmar documentales en los
países que visita, todas las geografías cinematográficas
trajinadas durante su formación se dan cita en sus películas.
Predomina el film noir, pero la brújula Mika apunta también decididamente
hacia el cine de aventuras, la comedia romántica, la nouvelle vague.
Del neorrealismo italiano aprendió a darles peso propio al ambiente y
el contexto, que suelen ser determinantes para las conductas de sus personajes.
Road movies casi siempre, la fuga hacia adelante y el viaje en círculos
suelen ser los motivos preponderantes de sus películas. Véanse
por ejemplo las que se van a proyectar en la Recoleta, y que están entre
lo mejor de una filmografía que, a veces, en esa misma fuga se extravía,
en esos círculos se marea. En Rosso (1985), un asesino a sueldo de la
mafia italiana se traslada de Sicilia a Finlandia, donde debe cumplir la peor
de las misiones: liquidar a la mujer que ama. Mientras pospone el encuentro
con la fatalidad da vueltas por toda Finlandia, en compañía de
su cuñado. En Zombie y el Tren Fantasma (1991), un tipo –cuya pálida
impasibilidad hace honor al seudónimo– sale de gira acompañando
a una banda finlandesa de country & western (¡!), pero su incurable
alcoholismo termina llevándolo hasta Estambul, donde se pierde persiguiendo
a una mujer imaginaria. La mujer-fantasma: he aquí otro tema recurrente
en Mika, que aflora en plenitud en Los Angeles sin un mapa (1997, nunca vista
en Argentina), la película que podría agregarse al ciclo del Village
si la copia llega a tiempo.
En Tigrero, un film que nunca se hizo (1994), el propio Mika viaja al Amazonas
en compañía de dos amigos dilectos: Sam Fuller y Jim Jarmusch.
El objetivo: trazar las huellas de una película de aventuras que Fuller
estuvo a punto de rodar a mediados de los años ‘50, en tierras de
los indios carajá, y que debió tener como protagonistas a John
Wayne, Ava Gardner y Tyrone Power. Típico híbrido mikiano, el
resultado está a medio camino entre el documental antropológico,
el homenaje filial y el extravío en tierra extraña. En la única
película de Mika estrenada en Argentina, Helsinki-Nápoles, todo
en una noche, el propio Fuller, Wim Wenders y el godardiano Eddie Constantine
(protagonista de Alphaville) dan vueltas y se tirotean en medio de la noche
berlinesa, mientras Nino Manfredi hace de abuelito de commedia all’italiana.
Como un primo escandinavo de Wenders & Jarmusch, Mika logra testimoniar
en los mejores momentos de sus películas el vacío, el sinsentido
y la falta de rumbo. Y en los peores, corre el mismo riesgo que sus primos alemán
y norteamericano: quedar atrapado por esos mismos demonios.
EL ESQUIZOFRÉNICO
Más allá de compartir actores y ciertos temas y motivos, el cine
de Aki no podría ser más opuesto al de Mika. Si en éste
todo es traslado y transición, en las películas de su hermano
menor la fatalidad fija a los personajes a un destino que parece inmodificable.
Ese sino encuentra su materialización en el modo en que Aki clava la
cámara frente a ellos, como si quisiera construirles una cárcel
alrededor. Pero ojo: Aki es bressoniano, y en el cine de Bresson los condenados
a muerte al final se escapan.
La filmografía de Aki se divide drásticamente entre dramas depresivos
y comedias disparatadas, varias de éstas protagonizadas por el increíble
grupo de rock lapón y cafón The Leningrad Cowboys. “Soy esquizofrénico”,
aclara. “Voy de una película seria a una loca, y de regreso a una
seria. Me gustan los dos tipos de cine, pero con las películas locas
puedo pasar más tiempo en el bar, y quizá sea por eso que no hago
más películas serias”. Aki eligió iniciar su carrera
con una adaptación de Crimen y castigo (1983), que si bien vuelve concreto
y material todo lo que en Dostoievski tiende a la metafísica (aquí
Raskolnikov no es un místico, sino un simple trabajador de frigorífico
con ambiciones de venganza), conserva la idea básica de que toda elección
impone su propia fatalidad. En tren de grandes traslaciones literarias, Aki
no podía dejar de filmar su propia adaptación contemporánea
de Hamlet, llamada Hamlet en el mundo de los negocios (1987).
Pero donde el arte de Aki se expresa en plenitud es en sus propias historias,
que además de escribir de propia mano suele también montar y producir,
rodéandose de un equipo de fieles encabezada por el director de fotografía
Timo Salminen. Su troupe incluye la tríada gloriosa de Kati Outinen (protagonista
femenina de casi todas sus películas, y sobre todo de la extraordinaria
La chica de la fábrica de fósforos), Kari Väänänen
y el fallecido Matti Pellonpää que, con su mechón y sus bigotes
caídos, se convierte en uno de los grandes iconos cinematográficos
de la fatalidad.
CINE-FILIAS
La propia relación que Aki mantiene con el cine del pasado difiere radicalmente
de la de su hermano. Si bien comparten el culto del film noir (y sobre todo
del cine clase B de Sam Fuller), de allí en más difieren. En Aki
no hay rastros de road-movies, ni de Wenders, ni del gusto por la aventura,
y si hay un parentesco con el cine de Jarmusch pasa más por el laconismo
y la comicidad con cara de piedra que por otra cosa.
La cinefilia de Aki es menos visible que la de Mika, y está menos ligada
a la cita que a la asimilación. Hay una enorme influencia del cine mudo,
que Aki expresa en una lapidaria parquedad: no es cuestión sólo
de falta de palabras (aunque no debe haber películas contemporáneas
en las que se hable menos que en las suyas) ni de ese hieratismo actoral de
neto cuño keatoniano, sino también de la violenta erradicación
de toda clase de subrayados, énfasis y explicitaciones. No llama la atención
que Aki haya filmado una película muda, en blanco y negro, con música
e intertítulos, que es la que cerrará el ciclo del Village. Se
trata de Juha (1999), la única de su autor estrenada en Argentina, donde
deja sentada su fe en el melodrama y el poder triunfal de la inocencia.
CINE MUDO
plano de cada película de Aki Kaurismäki tiene un peso propio, dado
por la absoluta primacía de lo visual y auditivo y por un poder de síntesis
que lo lleva a una extrema condensación de sentido a partir de elementos
mínimos. En las películas de Aki, figuras como la elipsis, la
metonimia y el fuera de campo reinan soberanas, revelando por qué Robert
Bresson, Jean-Pierre Melville y Yasujiro Ozu militan –junto a los melodramas
de Douglas Sirk, las comedias fatalistas de Frank Capra y el cine mudo en su
conjunto– entre sus máximos héroes cinematográficos.
Para buscar ejemplos en algunas de las películas que se verán
en el ciclo: en Ariel (1988), el definitivo cierre de una mina es comunicado
por la imagen del capataz a punto de activar una bomba. Corte al grupo de mineros;
se oye el sonido de la bomba estallando y, en el plano siguiente, ya están
todos abandonando las instalaciones, mientras el vigilante de la entrada cierra
por última vez las puertas de acceso. En La chica de la fábrica
de fósforos (1989; sin duda una de sus obras consumadas), la mecanización
y deshumanización que gobiernan la vida cotidiana de la protagonista
se transmiten mediante una secuencia entera –que parece arrancada de uno
de esos documentales industriales que el Estado alemán solía producir
con ahínco durante los años ‘60 y ‘70– en la que
se ve el implacable funcionamiento de las máquinas de la fábrica,
entre sonidos mecánicos tan lapidarios como los de puertas que se cierran
para siempre.
En Nubes pasajeras (1996; otra cumbre), la protagonista, que trabaja como maître
en un restaurante de lujo, es llamada a la cocina, donde el cocinero, preso
de un ataque de furia, amenaza a todo el mundo con un cuchillo. Iris se acerca,
lo corre fuera de cuadro y sale detrás de él. Se escucha un ruido
ahogado, enseguida aparece el cocinero y después ella con el cuchillo,
todo sin que medie una sola palabra. (En La chica de la fábrica de fósforos
pasan 15 minutos antes de que alguien diga algo.) Al comienzo de Juha, el plano
detalle de una moto, unos zapatones, unas chinelas y un repollo sirve para definir
a los personajes, su relación, su modo de vida y actividad, con una elocuencia
visual que parecía haberse ido junto con el cine mudo.
LA FE DEL PESIMISTA
El extremo pesimismo de Aki (“He perdido toda esperanza en el mundo: todo
acabará en el 2021”) lo lleva a acercarse irremediablemente a los
explotados. Al punto de que su cine –que no tiene la menor pretensión
de cambiar nada– resulta uno de los más políticos de la contemporaneidad.
Los protagonistas de sus películas son mineros desocupados, trabajadoras
de línea de producción, basureros, agentes de tránsito,
choferes de ómnibus y camareras. O empleados públicos, como el
que el mítico Jean-Pierre Léaud encarna en Contraté a un
asesino (1990), donde después de ser despedido contrata los servicios
de una agencia de asesinatos para que pongan fin a su desgracia.
A todos les llega, tarde o temprano, su expulsión del paraíso
fabril, estatal o comercial, y todos deben vérselas con la sordidez y
el gélido ambiente de la Finlandia según Aki. Que, llamativamente,
no difiere demasiado de Londres (en Contraté a un asesino, homenaje a
las comedias inglesas de humor negro) o París (en La vida bohemia, 1992,
comedia ligeramente chapliniana, basada en una novela decimonónica de
Henri Murger). Sus héroes y heroínas suelen combatir tanto hielo
y sordidez con las mismas armas que el realizador esgrime en la vida real: litros
de vodka o cerveza, una dignidad que no es de este siglo, el refugio de la imaginación,
el alivio del humor por el absurdo y un indeclinable empecinamiento por seguir
siendo lo que son.
El arquetipo definitivo del héroe akiano es la chica de la fábrica
de fósforos. A pesar de que parece resignada a un destino peor que el
de Cenicienta, Iris terminará cobrándoles puntualmente a quienes
la humillaron todas y cada una de sus deudas, con la ayudita de un veneno para
ratas. Para dejar a salvo su dignidad cuenta con una colaboración inestimable:
la del propio Aki, extraño dios que parece haber perdido toda la fe y
sin embargo jamás abandona a sus criaturas, proporcionándoles
-casi en tiempo de descuento– el milagro impensado de un tóxico
oportuno, un amor salvador, un barco providencial que los lleve bien lejos.
O un cambio de vientos que los saque de la mala y les permita recuperar la fe
que él ya no tiene.
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