DIVAS > LA HERMOSA MADUREZ DE JULIETTE BINOCHE
› Por Mariano Kairuz
Apareció entre nosotros hace casi dos décadas y fue como una ráfaga: en pocos años se estrenaron en Argentina La insoportable levedad del ser, Los amantes de Pont-Neuf, Bleu (de la trilogía de los colores de Kieslowski), una versión de Cumbres borrascosas que coprotagonizó con Ralph Fiennes, y algo después –su Oscar a mejor actriz secundaria– El paciente inglés. Tenía veintipocos años; esa juventud brillaba en su cara y sus personajes estaban destinados a aventuras pasionales y escenas de sexo de esas que en aquellos años todavía impresionaban: pasó, casi sin solución de continuidad, de la candidez a la liberación en la primavera de Praga de la adaptación de la novela de Kundera; y nadie que la haya visto en la película de Louis Malle Damage (que acá se estrenó como Una vez en la vida) habrá olvidado cómo fue que lo volvió loco a Jeremy Irons y juntos desataron una tragedia. No fue necesariamente un icono sexual, pero era linda, de una elegancia natural, como suelen serlo las actrices francesas, en especial en películas en las que actúan con intérpretes norteamericanos o de otros países en general, y además obtuvo prestigio y reconocimiento rápidamente. A pesar de haber sido entrenada por su madre, una profesora de teatro, se lo había labrado sola: de Godard –que la dirigió en uno de sus primeros papeles, en Dios te salve María– dice haber aprendido a tiempo que el actor no debe esperar nada del director, que debe “salvarse” por su cuenta. De Kieslowski, cómo lograr poner en escena “la intimidad”. Diez, quince años después de aquellos films, es probablemente la mayor estrella francesa fuera de su país.
Pero a las estrellas de cine, aunque se empeñen en evitarlo, el tiempo las acosa tan inexorablemente como al resto de los mortales, y Juliette Binoche no tardó en revelarse como ese tipo de mujeres a las que –por más que el cine siga prefiriéndolas jóvenes– los años les sientan de maravilla. Hay que verla en Caché (Escondido), de Michael Haneke, llevando adelante a esa esposa, madre y ama de casa burguesa, con todo el cuerpo. Ahí está ella, las facciones más maduras aunque siempre nítidas, y sus caderas y sus hombros que repentina y sorpresivamente aparecían ensanchados –más un vestuario que parecía darle la bienvenida a esa transformación corporal–, expresando con precisión el estilo de vida y los miedos de toda una parte de Europa; el de una clase media acomodada que “de pronto” siente su confort amenazado por el fantasma –bien corpóreo– de la inmigración. Y hay que volver a verla en Violación de domicilio (Breaking and Entering, de Anthony Minghella), donde era ella –que dice tener una mezcla de raíces polacas, brasileñas y marroquíes– la inmigrante, una refugiada bosnia; con su nueva, contundente, hermosa figura, desnudada para una escena de sexo, poniéndole vida e intensidad a la Londres costosa, fría y algo zombie en que transcurre la historia y sacudiendo un poco al inerte matrimonio de Jude Law y Robin Wright Penn.
Sus últimas dos películas estrenadas en Argentina desaprovecharon a esta nueva Juliette, y es una pena. En la norteamericana Danny, un tipo de suerte, es apenas una caricatura destinada a acompañar a Steve Carell. En Las horas del verano, de Olivier Assayas –y todavía en cartel–, interpreta a una exitosa diseñadora instalada en Nueva York que regresa a París fugazmente para resolver con sus hermanos la venta de la casa repleta de obras de arte que les ha heredado su madre. Por alguna razón aparece rubia, rejuvenecida, algo ausente. Es lo que le exigen el guión y su personaje, pero no puede dejar de extrañarse a esa mujer más avasallante, más verdadera en la que venía convirtiéndose. A la actriz que ganó en convicción lo que los años le dotaron con gracia en densidad física; a la más viva de todas en un cine aletargado.
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