AUSENCIAS > A UN AñO DE LA MUERTE DE ELVIO VITALI
Nació en Villa Dominico, militó en la JUP y más tarde en Montoneros, se exilió en México, a la vuelta fundó la galería Foro Gandhi, dirigió la Biblioteca Nacional, fue activista tanguero de tiempo completo y murió cuando era legislador porteño por el Frente para la Victoria. Ya hace un año que a Buenos Aires le falta Elvio Vitali, y aquí María Moreno reconstruye su compromiso político y su pasión por el disfrute a partir de entrevistas y charlas que tuvieron en público y en privado.
› Por María Moreno
El 16 de febrero de 2008, cuando murió el diputado Elvio Vitali, las crónicas compitieron en retórica deslumbrante y coincidieron en renunciar a la habitual restricción viril para abundar en el detalle sentimental. El tono, si bien no solía eludir los datos que hacían el retrato de una figura político-cultural compleja, solía inclinarse al de una sentida biografía popular y a menudo cedía a una lectura al pie de la letra del personaje que Elvio Vitali –militante de la Juventud Peronista, exiliado en México, impulsor de la candidatura de Néstor Kirchner, diputado nacional y otras identidades más entrañables como la de tanguero viejo– había proyectado estratégicamente para desplazarse entre luminarias de la cultura en un mismo movimiento de integración, parodia y desafío: el del muchacho de barrio más hábil en la agudeza que en la razón, más callejero que letrado, comprometido con la historia en los hechos y no en la teoría. A decir verdad, había leído más de lo que declaraba, en su afán un poco punk de proponerse como un librero que no lee y un agente cultural que habla como un tanguero de los años ‘40; su pose apuntaba a desenmascarar la parada del libro en el sobaco y devolverle a éste su condición material. No era por genio enigmático de buen salvaje ni por sociología de intuitivo que Elvio Vitali podía adivinar si la cliente que avanzaba entre los estantes de la librería Gandhi compraría un libro de Adorno o uno de Coelho. Si la palabra “oral” abunda en sus necrológicas, vale la pena aclarar que el estilo oral de Elvio Vitali provenía de un archivo inmenso de textos venideros, de borradores de polémicas, de síntesis sustentadas desde los libros hasta la charla. Podría decirse que Vitali había leído muchísimo con los oídos como puede decirse que los libros que marcan una época pueden dejar huellas notables sin que se los haya leído, pero sí transmitido a través del enorme bagaje de sus comentarios. El bar, esa escuela laica sin exámenes, que se sostiene en el turno de las argumentaciones cuando éstas logran abrirse paso aun bajo la forma de la chicana, el escarnio humorístico y la prepotencia del tono, fue el escenario de Vitali. El más propio de su juventud era ajeno, al menos quedaba en otro país, México, en la librería Gandhi del DF en donde recaló como empleado a principios de su exilio. Más tarde, Vitali sería la cara más visible de la Gandhi argentina, primero en la calle Montevideo, luego en dos locales de la avenida Corrientes. Martín Caparrós y Jorge Dorio eran casi pibes, Sergio Chejfec tenía la cabeza tan lisa como ahora, Guillermo Saavedra se parecía menos a John Turturro.
“Por las mesas de la Gandhi, en México, pasaban desde la alemana bonita que venía de un recorrido antropológico y estaba harta de ver indios y de agarrarse amebiasis y terminaba volviendo a Occidente con un capuchino y un café hasta los exiliados de la Guerra Civil Española que nunca deshacían la maleta porque, según ellos, se volvían al día siguiente, todos los personajes de los exilios latinoamericanos. Recuerdo haber hablado pavadas con Juan Rulfo, noches melancólicas en donde Zitarrosa cantaba mientras se bebía una botella de vino. Una charla allá por el año ‘80 entre Pancho Aricó y Fernando Claudín en la que discutían sobre el fin de Alemania del Este, la posibilidad de que Alemania Federal se quedara con parte del territorio luego del reconocimiento del fracaso del modelo de la Unión Soviética. Años después caía el Muro. Antes de México yo conocía a Pedro Infante y a María Félix, a Jorge Negrete y a Cantinflas. Si no hay bar, no hay vida”, contaba durante una entrevista en la que recordaba sus años de Distrito Federal.
En la Gandhi de Mauricio Achar, en el DF, Vitali no sólo insistió en ganarle al ajedrez: aprendió algo de su estilo terrorista con los pavoneos intelectuales. “Cuando García Márquez todavía vivía en México, y a pesar de que había prometido que hasta que no se muriese Pinochet no iba a volver a escribir, negoció esa promesa y publicó El coronel no tiene quien le escriba. Mauricio debe haber comprado 5 mil y puso en exhibición montañas de ejemplares como si fueran tomates en un supermercado y a un precio de oferta irresistible. Estábamos en la parte de arriba de la librería jugando al ajedrez cuando entró García Márquez, que al ver la pila se emocionó y, entusiasmado, agarró un libro preguntando: ‘¿Quién es el dueño?’. Le dijeron. García Márquez subió, encaró a Mauricio y le preguntó: ‘¿Usted es el dueño de la librería?’. ‘Sí, Gabo.’ Mauricio no dejó de mirar el tablero. ‘Permítame autografiarle un libro porque quiero felicitarlo por la manera en que usted vende.’ Mauricio siguió sin sacar los ojos del tablero. ‘No me lo autografíe, porque no lo voy a poder vender’.”
A fines de los ‘80, cuando primaba la lógica de víctimas-victimarios y la resolución jurídica, al regresar del exilio no era frecuente la crítica a lo actuado por la propia organización. Elvio Vitali sí lo hacía: “En la orga hubo dos corrientes, una militarista que ganó y otra politicista, que se perdió. La masacre hubiera sido mucho menor si se hubiera impuesto la otra. De todas maneras, la masacre dependió de la voluntad y del modelo del golpe de Estado, las Fuerzas Armadas y el conjunto del poder en la Argentina. Cuando, años más tarde de la masacre, Firmenich dice: ‘Perdimos el 70 por ciento de las fuerzas, estaba previsto’, es un hijo de puta. Miente. Fue una suerte de irresponsabilidad propia haber seguido ciertas políticas”. Lo que hoy está dicho entre compañeros, de muchas maneras, entonces era casi tabú.
La amistad entre Elvio Vitali y Nicolás Casullo no podría pensarse en términos de opuestos complementarios. Se conocieron en México, tenían una militancia común y un común amor por el fútbol. De los debates incansables, a veces matizados por los largos tiempos muertos del exilio en que los dos, tirados en una enorme cama, veían fútbol americano –el único que se bancaban mirar lejos de la Patria; en la práctica de potrero azteca, preferían, según Vitali, “delantera brasileña, mediocampo argentino y defensa uruguaya”–, a menudo salía una idea de propiedad indiscernible que quedaba en los libros de Casullo, afloraba en los discursos públicos de Vitali o se hacía litigio en el programa Las pelotas de la patria en donde, junto a Martín Caparrós, llegaban a escolásticas bizantinas. Se casaron respectivamente con dos hermanas, Nicolás Casullo con Ana Amado, Elvio Vitali con Elsa Amado. En algunos espacios, a veces se tenía la impresión de que no había uno sin el otro y, de hecho, no lo hubo por mucho tiempo. Nicolás Casullo murió el pasado octubre de 2008.
A Vitali le gustaban las cristalizaciones del habla popular como “no te vistas que no vas”, “no te pongás las medias que es foto carnet”, “gallina vieja da mejor caldo”. No era en continuidad con su barrio de origen, Villa Dominico: el populismo es una vuelta de tuerca en función de un proyecto. Y el suyo iba mucho más allá del populismo. Durante el gobierno de Menem, la Gandhi argentina juntó vanguardias estéticas y políticas, exilios efectivos y exilios interiores, cultura de la militancia y militancia de la contracultura. La “runfla”, palabra reestrenada por Horacio González, iba de Fernando Noy a Eduardo Grüner, pasando por Charly Feiling y Diego Capusotto. ¿Las chicas? Lidia Borda, Cristina Banegas, Carmen Baliero, Victoria Morán. (“Las mesas pasan, las chicas quedan”, era un dicho de Vitali.) A pesar de la parada, Vitali no era machista y en eso habrá influido el haber sido el preferido de Yorga Salomón, directora del colegio al que asistió en Dominico y popular concursante de Odol pregunta sobre el caudillo Pancho Ramírez, luego diputada nacional.
Vitali era un empujador de transferencias y formaciones mutuas, carecía del pijoterismo de rodearse sólo de camaradas de su mismo palo y generaba encuentros antípodas confiando en frutos venideros. Cuando editó la Gandhi argentina, seguramente tuvo que apropiarse de lo que había permitido y dar cuenta ante los conservadores de las izquierdas de la política queer, la pornografía popular y el debate sobre el aborto.
Sus obras: El Foro y librería Gandhi, la organización del Catálogo de la Biblioteca Nacional, el Proyecto de Pensión para el Escritor, el Campeonato Mundial de Tango. Papeles: como profesor de tango en una película de Rafael Filipelli dedicada a Buenos Aires, como la voz de Balvastro en El monitor argentino, el programa de Jorge Dorio y Martín Caparrós. Testimonios: en La voluntad de Martín Caparrós y Eduardo Anguita, en Cazadores de utopías de David Blaustein. El resto es dos por cuatro.
Malaprendió temprano, pero se graduó con honores en diez años de milongas porteñas. Al principio empezó tirándose al barroco para compensar la falta de soltura que los iniciados acompañan con el ahorro de figuras. Los años lo transformaron en un dandy que mereció la inspiración de Tomás Eloy Martínez en su novela El bailarín de tango.
“La mujer tiene que entregarse, pero tampoco flamear como una bandera”, había aprendido Elvio Vitali de Miguel Angel Soto. A él le gustaba cuando la señora Estrella lo tomaba de la nuca en Regine y fingía que era él quien la llevaba. Pero escuchar tango había empezado por ser también una manera de leer con los oídos. En las letras rescatadas por la Tana Rinaldi había comprendido cómo en los tangos de los ‘40 el carisma del cantor solía opacar la letra mientras que con ella volvía el valor literario de un Manzi o un Expósito; en las que le recomendaba a Lidia Borda, “leyó” en todo su esplendor las marcas del modernismo rubendariano. También tenía sus teorías sobre Tango Argentino. “Fue una locomotora que empujó Claudio Segovia y su mérito fue que convocó gente de todo el mundo poniendo delante a los mejores, hasta que unos años después puede pensarse como un Buena Vista Social Club, pero el espectáculo no tenía tanta originalidad, más allá de que pasaran por ahí figuras como Virulazo o Goyeneche. Entonces, ¿por qué pegó tanto? Una antropóloga que conocí bailando me dijo que ella entendía que Tango Argentino, que en ese momento se daba en Nueva York con la asistencia de toda la farándula hollywoodense, había comenzado con el auge del HIV. Ella –me lo decía bailando– lo vinculaba con el sexo seco, con el glamour y con el erotismo seguros, sin riesgos. Algo tiene que explicar, más allá de la excelencia, por qué este fenómeno se desarrolló tanto y aún continúa. No sé si esto es cierto, pero como decían los tanos: ‘Si non é vero, é bien trovato’.”
Osvaldo Natucci, una especie de Lacan del tango, dice que Vitali no hacía baile milonguero y que era bueno “encadenando” ritmos regulares con irregulares. “A Elvio le gustaba bailar en la música con un estilo lento y cadencioso. Hacía tango de salón, que es el que se baila en el barrio y en donde se usa más el espacio, ya que solía hacerse en las canchas de los clubes y en el que hay mayor prevención en la pisada y se saca energía desde el suelo para caminar en la vertical. En el tango milonguero, en cambio, se atiende más a la musicalidad en detrimento de la pisada.”
La bailarina y coreógrafa Silvana Grill, la última compañera de Elvio Vitali (“me enamoré de cómo bailaba y después me enamoré de ella”), que lo conoció en La Viruta, dice que solía arrastrarlo a Sunderland, en donde se bailaba el estilo Urquiza “que se baila de traje, y bailar de traje hace juego con el estilo”. Silvana Grill dice también que Vitali se adelantó en vincular cultura y turismo.
¿Cómo será la muerte natural para quien la fantaseó épica o la temió bajo la tortura brutal y el vasallaje último? ¿Cómo, cuando a cambio del precio barajado de la lucha, se siente sucumbir a la letanía biológica y a uno de sus prosaicos finales? “Pensé que me iba a morir violentamente y no de una enfermedad, sobre todo cuando la enfermedad no se presentó con una escenografía propia sino con un nombre y calladamente. Yo siempre fui un omnipotente, iba al médico sólo cuando sangraba, para que me cosiera. Afortunadamente creo en la ciencia. Debe ser lo único de marxista que tengo”, decía Elvio Vitali cuando el espíritu pragmático le dictaba atender al día a día de la cura y no a filosofar sobre el futuro. Como todo hombre político, hacía de su cuerpo una metáfora de la patria: “Cuando roza la muerte, uno toma conciencia de su propia pequeñez. Aunque se tenga buenas expectativas, igual ya fuiste tocado en el ala. Esto pasa también con el exilio. Cuando te fuiste a vivir afuera, ya no volvés a ser el mismo ciudadano en tu propio país”.
También fue el lenguaje de la política el instrumento familiar para el hospital de los últimos días. Erguido en el lecho, con pose de conspirador meloneaba a un enfermero hablando de “negociación” y de “transversalidad” para reclamar un remedio fuera de receta.
No negaba el calculable final, hacía planes a corto plazo y, optimismo de la voluntad, un poco más, como encargar dos corderos patagónicos para festejar la salida del hospital, aunque palpitara la última. Para proteger a los amigos del horror ante su cuerpo enflaquecido los desviaba a una sonrisa con el humor negro: “Alquilé un departamento en Auschwitz”. O se deleitaba en pequeñas despedidas, como hacer una lista de las cosas que le gustaban y que Silvana Grill callaba pudorosamente. Una lista quizás a tono con la frase de Daniel Santoro, ese pintor que usaba la librería Gandhi de taller de dibujo en la época en que diseñaba una biografía erótica de Rimbaud: “Al revés del socialismo y del capitalismo, el peronismo no es una promesa en el futuro sino una pérdida en el pasado de la felicidad”. Lista quizá más personal –aunque tal vez no– que la que había hecho alguna vez de los acontecimientos más significativos de su vida: “La primera Copa de Libertadores de América que ganó Independiente, cuando aparecí en una foto de La Razón, festejando; la primera vez que entré a la cancha y eso que era un partido horrible con Chacarita; el primer beso de una mujer cuando te das cuenta de que sabe más que vos y te explica cómo es; el secuestro de Aramburu; la alarma en el colegio que yo no entendía del todo; la vuelta de Perón en el ‘72, la caminata bajo la lluvia y los aplausos viniendo desde las casas, esa epopeya a través de los campos”.
Elvio Vitali tuvo tres hijos: Franco, Julia y Elvio. Franco es militante kirchnerista y descuella con su humor en un blog titulado, para fastidio de gorilas, Un día peronista. Julia es locutora, pero apunta a una escena más amplia (en los dos flota el legado del histrionismo paterno). Elvio es demasiado joven aún para un parecido legible.
Desde el lecho, sin despedirse formalmente, Elvio Vitali siguió transmitiendo su legado ante jóvenes militantes que se turnaban para hacer de campana en la puerta mientras él se fumaba un cigarrillo (la transmisión en la Argentina, cuando no se dilapida en cadenas de legitimidad y sucesión de nombres propios, se corta y entonces, con individuos como Néstor Perlongher, como Elvio Vitali, desaparece toda una bisagra cultural). Todavía insistía en empujar transferencias que adelantaban (“¿Qué tal una charla sobre género y minorías en el local?”). Era la continuación de la Legislatura con temas inéditos, o mejor la del Foro Gandhi compartido por Los Melli y Néstor Kirchner, Cristina Banegas como Perón en Caracas y Lohana Berkins de Alitt (Asociación de Lucha por la Identidad Travesti y Transexual).
En la Biblioteca Nacional, en donde lo velaron, rodeado por fanales que protegen las primeras ediciones de Paul Groussac y José Ingenieros, las coronas hacían su biografía: “Milonga Niño Bien”, “Milonga Grisel”, “Sus amigos de los jueves”, “Néstor y Cristina”. En los rincones, viudas sólo para sí mismas y en secreto, no pocas platónicas o de último momento, se ensimismaban en una oración privada.
Al día siguiente, en la milonga El Beso, hubo un ritual estremecedor: ni bien sonaron los primeros acordes del tango “El andariego” –uno de los preferidos del ausente–, las parejas abandonaron la pista y la dejaron vacía e iluminada hasta el final.
Hacía poco, Elvio Vitali había bautizado un local partidario devenido tanguería con un nombre que jugaba al mismo tiempo con la identificación para una síntesis autobiográfica en cachada y la blasfemia en tono mayor: “Gardel en Medellín”.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux