NOTA DE TAPA
Hace 23 años, sorprendió al por entonces árido panorama del cine argentino con La película del rey, la historia de una filmación en la Patagonia, con Julio Chávez y Ulises Dumont. Poco después, hizo su segundo largo con Daniel Day-Lewis como protagonista, Eterna sonrisa de New Jersey, pero éste nunca se estrenó comercialmente en el país. Y entonces Carlos Sorín desapareció durante más de una década, que dedicó a su productora de cine publicitario. Fue precisamente un recordado spot –el de Telefónica, “¿A que no sabés de dónde te estoy llamando?”– lo que lo devolvió al cine, pero con una aproximación diferente que usa actores no profesionales como protagonistas de pequeñas historias ambientadas en el interior del país. A Historias mínimas le siguieron El perro y El camino de San Diego. Ahora, a pocas semanas del estreno de su nueva película, La ventana, habla de cómo escribe sus guiones, el casting de los personajes y lo que él llama la “batalla perdida” contra la realidad que libra su cine, mientras espera que se concrete su próximo proyecto: una biografía de Ringo Bonavena con Rodrigo de la Serna en el papel del mítico boxeador.
› Por Angela Pradelli
A punto de estrenar su nueva película conversamos con Carlos Sorín en Capilla del Señor, a 70 km de Buenos Aires, donde vive desde hace diez años. Afuera es una mañana muy calurosa y la sequía de este verano hace que los pasos crujan cuando caminamos atravesando los casi cien metros del terreno que hay entre la casa y el estudio en el que Sorín trabaja. Pero ahora se está bien acá adentro y en el entusiasmo de la conversación distendida el director muestra lo que conserva inalterable: su pasión por filmar. En sus películas Sorín prescinde de las estridencias en todo sentido. Prefiere indagar en la soledad de las mujeres y los hombres, explorar en rutas vacías y transitar lugares alejados. De allí se vuelve con las perlas que él sabe engarzar en cada uno de sus relatos. Hace tiempo que sus películas llegaron también a las escuelas. Algunos profesores de la secundaria las incluyen en los programas de estudio y las ven en el aula con sus alumnos. Porque, entre otras muchas cosas, cada película suya es, además de un manual de semiótica completo, una clase magistral de cómo construir un relato. Un aula con alumnos puede llegar a ser la sala más exigente. Pero los estudiantes de entre 13 y 18 años –y puedo dar fe– se conmueven frente a un cine que en la mayoría de los casos nunca vieron pero que, aunque no es el que consumen, sin embargo los estremece.
Lo que sigue son las reflexiones de este director sobre cine y oficio y pueden ser también una auténtica clase sobre narrativa.
Desde que empecé a dirigir, dejé de ser espectador. Eso es un problema porque ahora siempre estoy viendo la película en función de mi oficio. Para mí el cine fue el lugar de la fantasía. A los ocho años recibí de regalo un proyector que era a manija y tenía una película que era una tira de papel de seda, dibujada. En ese momento no había televisión, entonces apagaba las luces, cortaba una sábana y proyectaba. Por esa época también me escapaba del colegio para ir al cine. Entraba a la una de la tarde y veía películas en continuado hasta las siete. Siempre me enamoraba de las actrices. Después, de joven, mi experiencia como espectador coincidió con un momento milagroso del cine que fue la década del ’60 y la del ’70. Había cuarenta, cincuenta maestros en su mejor momento. Estaba todo el cine italiano, la nouvelle vague, el american cinema, el cinema inglés.
Pero mi entrada al mundo del cine es por la técnica. Al año siguiente de aquel primer proyector a manija me regalaron otro pero con película de 16 mm. El tercer proyector ya fue eléctrico y con motor. Después vinieron la primera cámara y la segunda cámara y toda mi vida está marcada por las cámaras. O sea, mi introducción fue por la técnica, la máquina, el engranaje. Tengo pasión por la tecnología.
En el ’95 yo había hecho un comercial para Telefónica en el que se contaba la historia de la llegada del teléfono a Clemente Onelli. Habíamos hecho la elección de actores en Buenos Aires y cuando llegamos todos al pueblo me encontré con una cosa muy excitante en la gente. Estaban todos muy ansiosos por la llegada del teléfono. Eso era la celebración del acontecimiento. ¿Por qué no aprovechamos esto?, me dije. ¿Por qué reproducirlo con actores cuando esto está pasando realmente? Mandamos a los actores de vuelta a casa y empezamos a trabajar con gente del lugar que hablaba por primera vez por teléfono. La película tuvo mucho éxito porque era material de otra naturaleza, que rompía con el universo artificial de una tanda publicitaria. Fue entonces que me surgió la idea de hacer una ficción trabajando con no actores. En mis películas los no actores nunca conocen el libro antes de la filmación porque los que no tienen experiencia delante de la cámara o en un escenario, cuando les das el guión, se concentran en recordar los diálogos. Ponen tanta energía y tanta concentración en eso que se produce el efecto contrario y se olvidan la letra en el momento en que largás la cámara. En mis películas la letra es totalmente accesoria, es cambiable. No hace a la esencia. Ninguno de mis personajes tiene cosas muy importantes para decir. Puede que le pasen cosas importantes pero no las dicen. Cuando yo estoy trabajando con un no actor trato de que le salgan sus propias palabras y que a mí me sirvan. En algunos casos le doy alguna referencia de lo que está pasando, pero lo que hago es tratar de estimularlo delante de la cámara para que salga lo que yo necesito en la escena. Entonces puede que aparezca el accidente. Puede que lo que le salga al no actor sea algo distinto a lo que yo necesito quizás, o lo que yo creo que necesito. Lo que sí es cierto es que en algunas situaciones los actores naturales se manejan con una eficacia, una fuerza y una verdad que a un actor le costaría mucho lograr. Por ejemplo, en El camino de San Diego hay un personaje que es cura. Qué mejor que uno verdadero para hacer el personaje si hace cuarenta años que viene ensayando, ¿para qué más? Algunos actores naturales han trabajado en más de una de mis películas. Primero porque los repito en función de un personaje muy equivalente. Y segundo porque me da no sé qué. Me acuerdo de que cuando terminamos de filmar Historias mínimas una de las no actrices, que se volvía a Santiago del Estero, me saludó y me dijo: “Bueno, hasta el próximo sueño”. Hay otro no actor que era maître en la Recoleta. No bien lo vi, le propuse trabajar. El agarró viaje enseguida. Tuvo un papel en el documental La Era del Ñandú, y volví a llamarlo cuando filmé La película del rey; después trabajó en Eterna sonrisa de New Jersey con Daniel Day-Lewis. Y lo llamé también para Historias mínimas. Paralelamente sus trabajos gastronómicos fueron cambiando. De Recoleta pasó a El Palacio de la Papa Frita y terminó en una especie de venta de panchos en la estación Liniers. Fue curioso, a medida que él iba creciendo artísticamente, sus trabajos gastronómicos empeoraban.
Cuando vos ponés una cámara y filmás ya estás manipulando la realidad. Eso que se ve en la pantalla no es la realidad, es una reflexión, es otra cosa. Creo que hasta en los documentales hay cierto grado de ficción o al menos de manipulación. Aun cuando se incluyan elementos verdaderos y actúen personas que no son actores, no deja de ser un simulacro. Puede haber más o menos realismo, pero siempre es falso. La mayoría de las personas que trabajan en mis películas no son actores, pero todos saben que hay una cámara adelante y que van a actuar. Siempre es ficción. Por otra parte, la edición, el encuadre, el relato, la voz en off, el sonido, todo es manipulación. El cine no podría hacerse de otra forma, siempre hay que actuar. Es un tema de códigos, de convenciones.
En casi todas mis películas hay una cierta desprolijidad, pero esa desprolijidad está trabajada. En un documental, cuando pasa algo, la cámara sigue lo que pasa. En la ficción, en general, es al revés, hay una sincronización entre la cámara y lo que está pasando. Yo rompí eso. El actor se mueve primero y la cámara gira un poco después y no llega a tiempo. Eso está trabajado. Es una especie de pátina del documental pero no deja de ser también un simulacro. Yo siempre trato de que gane la realidad pero sé que es una batalla perdida. Para mí la realidad es lo que da la licitud. Yo voy, busco un lugar y le digo al director de arte que no toque nada. Voy a un almacén de Misiones, por ejemplo, y aunque no sea lo que me imaginé, filmo ahí sin tocar nada porque eso para mí le da legalidad al relato. Aunque yo sé que la realidad es otra cosa. La realidad es inalcanzable.
Me interesa mucho el accidente en el proceso creativo y también como metodología de trabajo. Pero en el cine, en la estructura industrial, el accidente no está bien visto porque el cine es caro, porque hay una organización y porque no se puede no saber a dónde vas. Yo trato de que en mis películas los accidentes no sean un problema, sino una forma de trabajo. El accidente es para mí una forma permanente y continua de filmar. Largo la cámara y trato de provocar al otro, verbal o gestualmente, para que salga algo, una mirada, una palabra. Yo no sé lo que va a salir pero siempre me adapto a lo que va saliendo. Hago diez tomas y todas son distintas. Acumulo mucho material. El proceso de reflexión es la edición, ahí se revela realmente la construcción del lenguaje. Entonces la mirada pasa a ser algo insospechado. Yo desde el guión no lo puedo prever. La verdad es que en un momento, durante las primeras semanas de la película, yo siento que todo se me va de las manos. Claro que no todo lo que surge accidentalmente sirve. Ahí se da entonces el verdadero proceso creativo, que es la edición.
Entre una película y otra hay un período terrible. Me vienen muchas ideas pero los entusiasmos son muy cortos. Después de una semana, tres o cuatro días a veces, la idea se cae. Y busco y sigo buscando hasta que alguna de las ideas toma más consistencia. Pero es un proceso bastante doloroso. Porque me entusiasmo, me pongo a escribir y se cae y estoy continuamente volviendo atrás y buscando. Ahora he aprendido y últimamente no me entusiasmo demasiado.
Cuando empiezo a trabajar con una película, la única condición que pongo es que el tema me interese, que me conmueva por algún motivo. Pero, de ahí hasta la escritura del guión, hay un largo proceso. Puede ser que pierda muchas cosas y vea que es imposible trasladar ese tema a una ficción. En general me parece que las cosas que más me llegan son las que tienen que ver con la condición humana: la felicidad, la muerte, la culpa, esperanzas, frustraciones.
Para mí la historia es algo que, antes de escribirla, puedo contarle a otro en poco tiempo, en la menor cantidad de palabras. Eso me parece que es un grado de comprobación de eficacia. Cuanto más comprimido sea ese relato que cuento oralmente, mejor. La reacción de la gente a la que uno le cuenta es una especie de aproximación a lo que va a pasar con la película. Uno ve lo que le pasa al otro, no por lo que te dice sino por la respuesta gestual. Pero en ese momento tampoco escribo nada. Una vez que tengo esa historia, empieza el casting, que no hago yo. En realidad no veo a la gente. Tengo un equipo que sale por los lugares donde va a pasar la historia, con ideas generales de los personajes. Entonces después de un mes o dos meses de trabajo, yo recibo el material y veo a los seleccionados en el monitor de la televisión. Son alrededor de mil quinientas personas. Las veo muchas veces hasta decidir si, respecto al esquema de personaje que tenía, esta persona puede entrar. Por lo que dice, por lo que me parece. Es totalmente intuitivo, no hay currículum que valga. Ninguno es actor. Cuando me parece que sí, que es el personaje, recién en ese momento empiezo a construir los diálogos, aunque son totalmente provisorios, y los escribo sólo en función de lo que yo veo que él puede decir. Siempre es un tema de feeling. Recién en ese momento empiezo el libro, después del casting. Porque no puedo imaginarme un personaje en abstracto. Si no tengo una cara, una forma de hablar, no puedo escribir nada. Yo me quedo con la cara de la gente y después de tres años la recuerdo y allá voy. Pero sin cara, no hay personaje posible. No puedo escribir sin ver que ésa es la persona que está hablando. Es una incapacidad mía. Una inhabilitación. O un atributo.
Una vez que termino de escribir el libro, recién ahí conozco personalmente a los que van a trabajar en la película. Obviamente nadie ensaya. Nunca hay ensayos. Y cuando empiezo veo si funciona bien el personaje que yo tenía más o menos armado en el guión. Si hay una especie de cortocircuito con el real, voy cambiando el del guión. Si fuese un actor lo amoldaría, pero este proceso es exactamente al revés. Un actor, en su carácter de personaje, se adapta. Pero acá es al revés. Vos elegiste a este actor, hiciste un personaje, pero después, cuando lo ponés en práctica, hay que adaptar el personaje al actor.
Este es un trabajo de composición que padezco porque es terrible. Es muy doloroso, porque no tengo seguridades. Todo es al tanteo. Adaptar un libro sería más fácil porque el trabajo ya estaría hecho por otro. Cuando uno está trabajando de esta manera está con las antenas paradas permanentemente, de repente ves otra forma de encarar la situación y uno se manda por ahí. En casi todas mis películas hay situaciones que no estaban previstas en el guión. Otra cosa es que yo voy haciendo una preedición a medida que filmo. Voy viendo cómo se está construyendo la película, voy haciendo una especie de borrador. Cuando termino el rodaje yo tengo una película armada, que me da una idea general de cómo anduvo todo. Pero eso sí, cuando empiezo la edición borro todo y empiezo a trabajar de cero. Aunque como ya tengo un conocimiento del material, la dinámica de la edición es muy particular.
Siempre hay un viaje, o porque está en la trama misma de la película o porque tengo que viajar hacia el lugar de rodaje. Siempre me apasionó el viaje como experiencia. Por tierra, y a veces sin destino muy definido. Es más, cuando escribo una película de viaje, la escribo viajando. Llevo la laptop, voy viajando en la ruta vacía, con el ronroneo del motor diésel. Es algo así como un estado de sopor. Eso va produciendo una especie de letargo en el que las ideas van viniendo y yo las grabo. A la noche paro en algún lugar y escribo todo. Ahí ya tengo una impronta de la realidad, de los lugares, de las cosas concretas. Pueden ser lugares que ya conozco, pero de cualquier manera uno los está viendo con una mirada nueva en función del relato. Hago todo el recorrido de la película mientras escribo el guión o cierta instancia del guión y después vuelvo a Buenos Aires. De cualquier manera siempre los guiones son también hojas de ruta.
La película es del director. A mí me cuesta entender a un director que no escriba el guión y que no edite. No me entra en la cabeza. En el cine una vez que uno arranca no hay marcha atrás. Un escritor puede escribir una novela y después tirarla. Pero cuando arrancás con la preproducción de una película, ya todo te lleva. O sea que la elección es definitiva.
Yo tengo muy poca capacidad de abstracción y generalización respecto del cine de otros directores argentinos. No puedo ver más allá de mis películas. Y a veces ni siquiera puedo ver las mías. Me siento mucho más cerca de un director coreano que de uno argentino. Por ejemplo, creo que estoy mucho más cerca de Kiarostami que de cualquiera de mis compatriotas. No sé si estoy capacitado para dirigir actores porque no tengo una formación en dirección. A los actores los dirijo como a los no actores. Es todo absolutamente intuitivo. Es lo que va pasando ahí, no puedo elaborar mucho más que eso. Pero apuesto siempre a lo gestual y no a lo textual. Trato de que el texto sea mínimo e insignificante. Que sea más importante lo que no se dice que las palabras. Lo esencial en el cine es el gesto, la mirada. Por eso en general mis guiones tienen muchísimo más texto que en las películas, porque cuando empiezo a filmar voy sacando letra. Lo gestual le da al espectador la posibilidad, la libertad de varias interpretaciones. Apuesto a un cine que necesita un espectador activo. Que vaya construyendo su película. Con zonas nebulosas, con baches, con cosas para completar. Prefiero un cine así, me interesa mucho más que el cine elaborado que produce efectos.
En un artista plástico, la relación del artista con su obra es inmediata, es casi táctil. Hay quien pinta con la mano. La relación es directa, íntima. Lo mismo en un novelista, en un poeta, y en un músico. Pero en el cine el autor está muy distante. Toda la parafernalia del cine, la logística, lo único que hace es alejarlo de la película. Y si uno se deja llevar, pierde la autoría. Yo creo que todo lo que hago, el modo en que filmo, es para recuperar la autoría en la obra.
Fui director de fotografía muchísimo tiempo y me cuesta ver una cosa sin poner yo mismo la luz. Tengo una relación muy fluida con el director de fotografía. Cuido mucho la luz porque es un elemento esencial, revaloriza los personajes, la escenografía, todo el ambiente.
Acepté dirigir Ringo, la película sobre Bonavena, con Rodrigo de la Serna como protagonista, por un viejo amor que tengo, que es el boxeo. Es un amor anterior al cine incluso. Hasta llegué a entrenarme en el Luna Park. Además, como en mi infancia mis ídolos eran los boxeadores yo escuchaba por la radio los relatos del Madison. Después empecé a ir al Luna Park pero como espectador. Y siempre pensé que iba a hacer una película de boxeo. Por ahora, Ringo está demorada; con la crisis financiera hay que negociar más y esperar.
La música es un elemento extraño al cine. No me refiero a la música que surge de la situación, por ejemplo, si hay una feria y hay música por los parlantes, esa música pertenece a la situación. Pero la música que pone el director es una cosa facilista, porque siempre una música adecuada levanta la película. Yo creo que el cine tiene que funcionar por la imagen, por la visión y por los sonidos. La música puede ser un elemento, ayuda, pero en general facilita en el mal sentido. Me gustaría ser cada vez más hermético a la música. Siento que cuando hay música en una escena se pierde mucho de la realidad sonora. Creo que la música no tiene que estar dentro de la acción. Ni siquiera para apoyar una emoción, porque la emoción tiene que surgir del relato mismo, de los gestos de los personajes.
En el proceso de realización, especialmente en la edición, intento algunos recursos para tratar de obtener una visión primigenia de la película. Es decir, a mí me gustaría ver la película, una vez terminada, como si fuera la primera vez que la veo. Pero nunca lo logro, no puedo, es un imposible para mí. Es cierto que en este tipo de cine, durante la filmación, no se sabe demasiado qué es lo que va pasando con la película. Y cuando se termina, uno no sabe realmente lo que hizo. Pero aun así, mi drama como director es ése: yo quisiera ver mi propia película como si viera un estreno.
La ventana es una película bella. Su potencia está en la trama y en los silencios con los que los personajes expresan la conciencia de la fragilidad. En la casa de campo donde vive, Antonio, un escritor de ochenta y cinco años, convaleciente por problemas cardíacos, espera a su hijo, con quien se reencontrará después de muchos años de distancia y separación. Pero la película está lejos de ser la descripción de una agonía y es más bien una delicada construcción en la que se narra la hondura de aquellos momentos en los que lo cotidiano se une a lo trascendente en una fusión verdadera y chejoviana.
Podría decirse también que es ésta una película rigurosa. Su rigor consiste en recuperar, hasta oírlos como música, los sonidos que se juegan en cada escena: el soplido del viento, la máquina del reloj pendular. Severa en su compleja simplicidad, la narración es rigurosa también en el modo de rescatar los espacios y los objetos en lo que éstos tienen de ineludible. Es difícil imaginar esta película sin la actuación destacadísima de Antonio Larreta en el personaje del padre y escritor. La ventana es una película intensa, sí, pero su intensidad no se agota en la obra misma, sino que se expande al fulgor de la vastedad del ojo que la mira y se emociona.
La ventana se estrenó mundialmente en el Festival de Toronto en septiembre del año pasado, donde tuvo una recepción estupenda. Abrirá el Festival Pantalla Pinamar antes de estrenarse oficialmente en cines el 12 de marzo. Poco después, hará lo propio en España, el 6 de mayo en Estados Unidos, y el 3 de julio en Francia.
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