CASOS > JUAN BAIGORRI VELAR, EL ARGENTINO QUE INVENTó LA MáQUINA DE HACER LLOVER
Los servicios meteorológicos son tristemente célebres por no acertar buena parte de sus pronósticos. Sin embargo, hace 70 años, en pleno auge del electromagnetismo, un ingeniero entrerriano osó ir mucho más allá de las predicciones. Y no conforme con anunciar lluvias, se propuso provocarlas. Su nombre era Juan Baigorri Velar y aseguraba haber inventado una máquina que hacía llover. Entre sus discutidos logros se cuenta haber detenido una sequía de tres años en Santiago del Estero, otra de ocho en San Juan y, por gusto, regalarle una tormenta a Buenos Aires en enero de 1939.
› Por Sergio Nuñez y Ariel Idez
Corrían los últimos días de diciembre de 1938 cuando Juan Baigorri Velar, un entrerriano de Concepción del Uruguay criado en Buenos Aires, se presentó ante la opinión pública con su original invento. Para ese entonces, el hombre ya contaba con 47 años, el título de ingeniero en Geofísica de la Universidad de Milán y cuatro continentes recorridos al servicio de diversas compañías de combustible para las que realizaba estudios sobre composición de suelos y exploración petrolífera. A fin de ayudarse en su trabajo, Baigorri había desarrollado y construido en Italia sus propios instrumentos de precisión que le permitían detectar la presencia de minerales y las condiciones electromagnéticas de los suelos. La eficacia de estos dispositivos quedó demostrada en una breve visita al país durante la cual lideró la misión científica que descubrió el Mesón de hierro, un aerolito caído 200 años antes en el impenetrable monte chaqueño. El prestigio del ingeniero también motivó el llamado de Enrique Mosconi para repatriarlo definitivamente e invitarlo a formar parte de la naciente YPF en enero de 1929. Sin embargo, nada de esto hacía presagiar el fortuito descubrimiento que cambiaría su vida: un artefacto para hacer llover a voluntad.
“En 1926, mientras trabajaba en Bolivia en la búsqueda de minerales utilizando un aparato de mi invención, noté algo curioso. Cuando conectaba el mecanismo y éste se ponía en funcionamiento, se producían lluvias ligeras que me impedían trabajar. Me llamó la atención el fenómeno y consideré que esas pequeñas lluvias podrían ser originadas por la congestión electromagnética que la irradiación de mi máquina producía en la atmósfera”, explicó Baigorri a los periodistas de Crítica cuando le preguntaron sobre la génesis de su creación.
Por aquellos años, el “telégrafo sin hilos” de Guillermo Marconi ya se había popularizado y en el electromagnetismo parecían estar cifradas las mayores esperanzas de la humanidad. Y también las más grandes amenazas si se tiene en cuenta el “Rayo de la Muerte” que el heterodoxo científico Nikola Tesla había presentado en 1924 como el arma más mortífera jamás inventada por el hombre. Según este serbio radicado en Estados Unidos, el rayo despedía ondas electromagnéticas invisibles capaces de derribar un aeroplano a 400 kilómetros de distancia. Y también decía poder utilizar los campos magnéticos para producir y distribuir sin cables ilimitadas cantidades de electricidad. Aunque sus extravagancias y algunos accidentes le valieron el descrédito de sus contemporáneos, hoy se admite que el control remoto, el radar y el horno a microondas, entre otros elementos de la vida moderna, se han desarrollado en base a sus investigaciones.
Contemporáneo de Tesla e ilusionado por su hallazgo casual, Baigorri se entregó a numerosos estudios con el objetivo de perfeccionar el dispositivo que a su entender provocaba las precipitaciones. “Modifiqué la constitución y potencia del mecanismo, combiné metales radioactivos y reforcé el poder de las sustancias químicas”, comentó el inventor que durante 12 años recorrió de incógnito la frontera uruguayo-brasileña y buena parte de Argentina, allí donde los lugareños atribuían a la naturaleza las lluvias que él adjudicaba a su artefacto. Su obsesión fue tal que lo llevó a mudarse para evitar que la humedad de su casa de Caballito dañara sus instrumentos. Para eso, un día recorrió de punta a punta en tranvía la Avenida Rivadavia, munido de un altímetro que le permitió detectar el punto más elevado de la ciudad, a la altura de la calle Araujo, en el barrio de Villa Luro. Al poco tiempo, se instaló con su esposa e hijo adolescente en una casona de la esquina de Araujo y Ramón L. Falcón, en cuyo altillo montó un laboratorio donde continuó sus investigaciones. Y según su propio testimonio, desde allí también aguó varios fines de semana de 1938: “Las lluvias de julio fueron mías”, le aseguró a Crítica.
El resultado de sus estudios fue una caja del tamaño de un televisor de 14 pulgadas que contenía “una batería eléctrica, una combinación de metales radioactivos fortificados por el aditamento de sustancias químicas y dos antenas de polo negativo y positivo”. Esas antenas enviaban al cielo las emisiones electromagnéticas que generaban los metales de la caja con el propósito de provocar la congestión atmosférica y desencadenar la precipitación pluvial.
Convencido de la eficacia de su invento, el ingeniero decidió darlo a conocer. Así fue como se presentó en las oficinas del Ferrocarril Central Argentino y se entrevistó con su gerente, mister Mac Rae, para que le brindara apoyo logístico y diera fe de la efectividad de su aparato. “Así que usted puede hacer llover. Entonces, haga llover en Santiago del Estero”, cuentan que le dijo el directivo mientras esbozaba una sonrisa y se apoltronaba en el sillón de su oficina. La provincia sufría una de las peores sequías de su historia y llevaba tres años sin precipitaciones significativas pero, lejos de amilanarse, Baigorri aceptó el convite y hacia allí partió, acompañado por Hugo Miatello, jefe de Fomento Rural del ferrocarril, quien viajó como representante de la empresa y testigo de la experiencia.
Ambos arribaron en noviembre a la localidad de Pinto, azotada por el caluroso viento norte y un sol que caía a plomo sobre la tierra reseca. Según Miatello, minutos después de que Baigorri accionara su máquina, el viento cambió de dirección y comenzó a soplar del este, mientras el cielo se cubría paulatinamente de nubes. Doce horas más tarde, cayó un ligero chaparrón y apenas se apagó el artefacto, retornó el viento norte. No conforme con esto, el inventor se dispuso a construir un dispositivo de mayor potencia y, junto a Miatello, regresó a Santiago el 22 de diciembre. El gobernador Pío Montenegro les facilitó la escuela granja de la provincia y tras 55 horas de funcionamiento, el aparato borró tres años de sequía con una tormenta que se prolongó por once horas y descargó 60 milímetros de agua sobre la capital santiagueña.
De vuelta en Buenos Aires, Baigorri fue recibido como un héroe y varios diarios se hicieron eco del acontecimiento. Al punto de que The Times, de Londres, lo entrevistó telefónicamente y un ingeniero norteamericano le hizo una oferta para adquirir la patente, lo que Baigorri rechazó con encendido patriotismo: “Soy argentino y quiero que mi invento beneficie a mi país”, le contestó.
Aunque el “Júpiter moderno”, como lo apodó la prensa, también debió hacer frente al escepticismo de la comunidad científica y a las críticas de su principal detractor: el titular de la Dirección de Meteorología, Alfredo Galmarini, quien calificó al experimento de “parodia” y sostuvo que las lluvias de Santiago habían sido anunciadas. A lo que Baigorri respondió mostrando un recorte del pronóstico publicado por el diario El Liberal, donde se leía: “Santiago del Estero, Chaco y Formosa: bueno y caluroso, con poco cambio de la temperatura”. Galmarini no se dio por aludido y burlonamente afirmó: “Aumentando la potencia del aparato y multiplicando en gran cantidad su número podríamos llegar sin mayor esfuerzo mental al diluvio universal”, para concluir, categórico: “No sólo no creo en la seriedad del inventor, sino que también considero que se trata de un canard como no habíamos visto otro en el terreno de la meteorología”. La réplica no se hizo esperar. “Como respuesta a las censuras a mi procedimiento, regalo una lluvia a Buenos Aires para el 3 de enero de 1939”, vaticinó el “revolucionario del cielo”. La nota, firmada de su puño y letra, fue publicada por Crítica el 27 de diciembre. El desafío estaba planteado.
Durante esos días, poco importó el mensaje de fin de año del cuestionado presidente Roberto Ortiz y tanto la amenaza que Adolf Hitler proyectaba sobre Europa como las bombas que los nacionalistas lanzaban sobre Barcelona para quebrar el frente catalán republicano, en plena Guerra Civil Española, pasaron a un segundo plano. El asunto era si Baigorri lograría o no hacer llover.
El 30 de diciembre, el ingeniero activó su máquina y encendió las expectativas. Ese mismo día, fue recibido por el ministro de Agricultura, José Padilla, y a la salida de la reunión, pese a su carácter reservado, se permitió una humorada: compró un paraguas y lo hizo enviar a la oficina del director de Meteorología. Mientras tanto, tres millones de personas miraban al cielo y cruzaban apuestas. Baigorri decía que hacer llover en Buenos Aires era cosa fácil por la cercanía del río. El problema era de otra índole. “Tengo que dosificar constantemente la energía del aparato para que la lluvia no se adelante y evitar que Buenos Aires se transforme en el epicentro de un ciclón tormentoso”, declaró. El 31, en efecto, el clima se hallaba enrarecido. Las crónicas de la época cuentan que el viento cambiaba a cada instante de dirección, la atmósfera se había tornado irrespirable y sobre el altillo de Villa Luro se divisaba un nubarrón que se extendía sobre la ciudad como una mancha de aceite. La sugestión llegó a tal punto que una multitud se congregó frente a Araujo 105 para pedirle al “llovedor” que interrumpiera la experiencia y no aguara las fiestas de fin de año. Por su parte, Meteorología “abrió el paraguas”, pronosticando para la fecha anunciada “nubosidad variable con probabilidad de chaparrones y tormentas eléctricas aisladas”.
El 1º transcurrió en una tensa espera. El inventor repetía que entre el 2 y el 3 haría llover, pero el cielo se había despejado y muchos ya presagiaban un fracaso. No obstante, esa misma noche resurgieron las nubes y a la madrugada empezó a caer una tenue llovizna que a las cinco se convirtió en un chaparrón sostenido con vientos huracanados y características de temporal. La quinta edición de Crítica tituló en tapa: “Como lo pronosticó Baigorri, hoy llovió”. Noticias Gráficas también puso el hecho en primera plana y, para el día siguiente, se permitió publicar los dos pronósticos: el del “mago de Villa Luro” y el oficial. Incluso La Nación, que no mencionó ni una palabra de lo sucedido, en la sección del clima comentó que había llovido de madrugada, “después de varios días en que el tiempo asumió características por demás irregulares”. El derrotado Galmarini no quiso hacer declaraciones, mientras una muchedumbre acudía a la esquina de Araujo y Falcón, donde nació un nuevo cantito popular: “Que llueva, que llueva/ Baigorri está en la cueva/ enchufa el aparato/ y llueve a cada rato”.
Tras su éxito en Buenos Aires, el ingeniero viajó a Carhué, invitado por las autoridades de esa localidad bonaerense, para poner término a la sequía que había vaciado el Lago Epecuén. Baigorri puso manos a la obra y del 7 al 8 de febrero desató dos tormentas eléctricas que desbordaron el lago y fundieron el flamante reloj de la plaza.
Después de esta sobreexposición, el “Júpiter moderno” regresó al perfil bajo y a su antiguo oficio, haciendo relevamientos petrolíferos para particulares. Hasta que a fines de 1951 volvió al ruedo con el peronismo. Convocado por el ministro de Asuntos Técnicos, Raúl Mendé, su primera misión fue en enero del ‘52, en Caucete, San Juan, donde remedió ocho años de sequía con tres lluvias y detuvo al mismísimo viento Zonda. Ese mismo año viajó a Córdoba y el 21 de noviembre hizo caer 81 milímetros, aunque esta vez se le fue la mano: la tormenta trajo consigo un tornado devastador. Luego de ajustar el mecanismo, consiguió dos precipitaciones más que dejaron al Dique San Roque con un nivel superior a los 35 metros. En 1953, el inventor desembarcó en La Pampa y sus ondas electromagnéticas provocaron lluvias que sumaron 2160 milímetros en toda la provincia. Tiempo más tarde, sin embargo, Mendé suspendió el apoyo del gobierno. ¿La razón? La obstinada negativa de Baigorri a revelar las bases científico-técnicas de su invento.
Paradójicamente, el celo con el que el “llovedor” guardó su secreto lo condenó al ostracismo. Y cuando alguien volvió a preguntarle acerca del tema, contestó que había destruido los planos y que no patentaría el artefacto porque para eso era menester describir su funcionamiento. También afirmó que sólo él podía manipular el “pluviógeno”, como lo bautizara Crítica en 1939, e incluso advirtió que, como Pandora, si se abría la caja, ella podría desencadenar tempestades por la mezcla de las sustancias radioactivas.
Al final, decepcionado por lo que él sintió como una incomprensión oficial, Juan Baigorri Velar archivó definitivamente su máquina y no volvió a hacer demostraciones públicas.
Olvidado, falleció en 1972, y quiso el destino que su entierro se llevara a cabo bajo un copioso aguacero. Hoy ni siquiera se conserva la casa de Araujo 105, de cuya azotea emergiera la antena que parecía dominar el cielo porteño a voluntad: en su lugar construyeron un coqueto edificio. Se ignora, asimismo, el paradero del misterioso aparato. Una versión indica que habría terminado arrumbado en los fondos de un taller mecánico de Villa Luro. Tal vez de allí lo recogieron para venderlo como chatarra y en ese acto se haya perdido para siempre la imposible reliquia de una Argentina potencia que nunca fue.
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