› Por MarIa Moreno
Iba a decir que Milk mostraba un despertar político meteórico como la salida de Athenea del interior de la cabeza de Zeus y no de un contexto ya sedimentado por las luchas feministas y gays iniciadas en los ’50 y ’60 –Gus Van Sant muestra mediante un efecto óptico de acelere cómo la pareja Milk/Smith aprieta frente a su local luego de la pelea con el licorero straight de enfrente y de pronto empieza a llegar todo el mundo–. Que en San Francisco, por tiempos del consejero Milk, ya había un amplio movimiento de gente que entiende, en bares para mostrar señales de código con el pañuelo de bolsillo, saunas en donde no importaba que se hubiera cortado el agua, baños de casas particulares en los que se tenía que adaptar las coreografías eróticas a la presencia de la bañadera o esquinas conocidas en donde fingirse Querelle de Brest con el pie apoyado en la pared, pose ideal para marcar los cuádriceps. Que la única lesbiana en cuestión hace prensa para Milk como en cualquier organización conservadora. Que por aquellos años no sólo existía la revista The Advocate y sus empresarios de aire libre con piscina aunque grandes difundidores de la causa, sino también Guy Sunshine en donde Gore Vidal se quejaba de que los varones jóvenes hubieran dejado el patio trasero en donde jugaba béisbol para sentarse horas ante la tele, lo que los había hecho “muy blandos, caídos de hombros, músculos flácidos, caderas anchas, voces agudas”. Y que antes que The Advocate estuvo The Ladder, editada por las lesbianas de Daughters of Bilitis y que empezó a salir en la década del ’50. Iba a preguntar: “¿Por qué en Milk el único a quien nadie quiere, es bastante hinchapelotas y se suicida, es latino? Pero luego pensé que escribir todo eso era pecar de “incertidumbre radical”, esa suerte de trotskismo parapolítico en nombre del cual se pone en cuestión un objeto valioso pero, como todos, determinado por sus condiciones, aún las que ha logrado burlar, mentando un hubiera que, como decía el viejo Sartre, es un verbo que no existe políticamente hablando.
Porque Milk es una gran película en situación (otra vez el viejo Sartre, pero ¿por qué no? ya que Los caminos de la libertad es una novela que termina, aunque pocos existencialistas lo recuerden, con que un gay adopta a un bebé). En este caso en situación significa conseguir el Oscar sin cambiar de piel y sin querer convertir a los ya convertidos –como suele suceder en los diálogos entre bellas conciencias–, sino alcanzando o intentando alcanzar sino el voto o la cabeza, al menos por ahora, el corazón de los adversarios. Si recién pedía un contexto, tendré que recordar que en Hollywood un héroe no tiene contexto: tiene enemigos. Y que no es verosímil: es valiente. Si en Los últimos días y Paranoid Park Van Sant había erotizado el cuerpo masculino con un estilo platónico que mostraba bellezas sublimes en semidesnudos edénicos en donde la carne parecía inconsciente de sí misma, en Milk aprovecha la legitimidad documental del unisex para tapar con ropa culos y otros bultos: era preciso pelearle a Hollywood la larga tradición hetero del beso y el mejilla a mejilla. Entonces insiste en el plano corto. Si la ausencia en escena del histórico chongo o su sorprendente angelización a través del personaje de Clive Jones puede ser cuestionada como un error histórico, Van Sant puede justificarla no sólo por un ellos eran así como lo hace, hacia al final de la película, con la aparición de los protagonistas verdaderos sino, a la manera de nuestro Néstor Perlongher, privilegiando en todas sus variantes a la loca por haber sido durante tantos años la figura preferida por la represión debido a su portación de visibilidad y estigmatizada aun dentro del mismo movimiento de liberación gay. Sin embargo, Gus Van Sant logra poner en juego matices suficientes como para que, en el grupo militante en torno a Harvey Milk, se perfilen ya las diversas formas de pensar y vivir lo gay, con acentos diferentes en lo jurídico, práctica erótica y forma de vida diferente, Apolo o Dionisios, traje con corbata o peluca. Milk repolitiza el outing quitándole el sentido actual de confesión pública espectacular para devolverle su función de acto individual decidido por estrategias colectivas de acuerdo a un proyecto político: en Milk darse a conocer se realiza tanto para exigir el reconocimiento de las diferencias como para mostrar que ya se está en todas partes en dirección a un poder que implica derechos para todos.
Si Milk parecía referirse a luchas del pasado liquidadas por un presente de difícil pero segura integración, la actual amenaza de anulación del matrimonio gay le da una indeseada vigencia. El Oscar a Sean Penn como mejor actor elige también al personaje, un líder político por sobre otro, el luchador individual, interpretado por Mickey Rourke y pegado a su propia vida: la rehabilitación (cambiar) es uno de los caminos para retornar a Dios y a la sociedad más caros al puritanismo. Y Anita Bryant le habría regalado una de sus naranjas fundamentalistas de líder amparada por una empresa juguera a Mickey Rourke o a su personaje, y llorado ante la biografía popular de uno y de otro, pero nunca a Sean Penn que, encima, es de izquierda, como no lo hizo a Harvey Milk.
Es cierto que muchos gays han declarado de mil maneras su amor a la tradición del melodrama y que el reconocimiento de las diferencias se reclama poniendo en escena casos irrefutables de inequidad pero que tanto en Milk como en Secreto en la montaña, pasando por Filadelfia, por lo menos un gay termine muerto, hace desear un cambio de ficción. Tal vez algún Oscar futuro sea para una película en donde el gay protagonista venza y viva sin pasarse a la comedia.
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