Dom 08.12.2002
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PERSONAJES

El vengador del pueblo

Después de alborotar el avispero con La Bonaerense, que develaba el lado oscuro de la policía de la provincia, el periodista Ricardo “Patán” Ragendorfer vuelve a la carga con La secta del gatillo, una crónica en clave de thriller, llena de acción, ajustes de cuentas, mejicaneadas, secuestros, que pone al desnudo la gran empresa delictiva en la que se ha convertido la fuerza de la ley. Un buen pretexto para que Ragendorfer repasara ante Guillermo Saccomanno los jugosos pormenores de una vida –la suya– dedicada a la sangre y la pólvora.

por Guillermo Saccomanno
“El miedo”, se preguntará en un rato Ragendorfer, como habiéndolo olvidado. “Querés que te cuente”, amenaza. “Estábamos hasta las manos con Carlos escribiendo sobre la ‘maldita policía’ cuando lo hicieron boleta a José Luis. Se había corrido la bola de que José Luis trabajaba con nosotros en la investigación.” Cabe aclararlo: Carlos es Carlos Dutil, con quien Ragendorfer escribiría La Bonaerense, una crónica que describe los negocios mugrientos de la Policía Bonaerense. Un maldito policía es el film de Abel Ferrara cuyo título habrían de adaptar y apropiarse los periodistas para bautizar a la fuerza. Y José Luis es José Luis Cabezas, el fotógrafo asesinado en Pinamar mientras registraba a ricos y famosos del menemato. La investigación conectaba a la Bonaerense directamente con el caso AMIA, el atentado terrorista más siniestro del que tiene memoria este país. “Nos volvimos adictos al vértigo”, me decía Carlos. Y es que no podíamos parar. Porque si parábamos nos íbamos a encontrar con lo que más temíamos: el miedo.”
“Una madrugada me encontraba solo en mi departamento, escribiendo, cuando creí oír unos sonidos extraños. Me atacó un escalofrío. Me parecía haber oído el ascensor. Y era el ascensor nomás. El ascensor subiendo. No me acuerdo tanto de lo que sentí como de lo que me acordé. Y me acordé del túnel de los huesos.”
Unos años atrás, Ragendorfer había entrevistado a unos chorros que se fugaron, a través de un túnel, de la cárcel de Devoto. Mientras cavaban el túnel, los presos encontraron huesos en la tierra. Los huesos correspondían a presos amotinados durante la dictadura militar y delataban cómo había sido sofocado el motín. Los fugitivos se juramentaron para dar esa información cuando estuvieran libres. La noche de la fuga, al pasar entre los huesos, el pánico los detiene. Uno de los fugitivos queda trabado en el túnel. Se arrastra, forcejea, pero no logra zafar. Detrás se arrastra otro. El que viene atrás le tira de los pantalones, le arranca también los calzoncillos. Al fin el preso consigue desplazarse. Cuando alcanzan por fin la vereda, el preso ve las estrellas. “Yo la hice”, le contó aquel preso. “Yo la hice. Rompí las baldosas y vi las estrellas.”
Dominado por el miedo, ahora, en esta madrugada, Ragendorfer oyó el movimiento del ascensor subiendo en el silencio. Finalmente se detuvo. “Se detuvo en mi piso”, cuenta. “Vienen”, pensé.
Los pasos, del otro lado, se acercan. Y por debajo de la puerta pasa el diario de la mañana.
“Respiré aliviado”, admite. “Pero tardé en reponerme del susto.”
“Yo la hice”, me repetía.
“Creo que ahí, esa madrugada, con ese cagazo, tomé conciencia de en qué estábamos metidos cuando con Carlos escribíamos La Bonaerense”, confiesa Ragendorfer ahora.
“Pero después, cuando salió el libro, el comisario Naldi nos mandó decir: ‘Este libro tiene vuelto’”.

El vengador del pueblo
Diciembre. Sábado. Anochecer. 36 Billares. Espero a Ricardo Ragendorfer, el periodista de policiales. Ragendorfer entra al bar. A los cuarenta y cinco años, y a pesar de lo que ha visto y vivido, el Patán Ragendorfer, como se lo conoce en el ambiente, tiene la sonrisa ancha. Más bien retacón, rubio, con entradas pronunciadas y el pelo rubio cortado casi al ras, una chomba oscura, jeans, fumando un cigarrillo tras otro, Ragendorfer camina con una electricidad contenida. Sus gestos, a veces, parecen impulsados por un voltaje súbito. Su aspecto puede ser el de un duro que viene de una noche larga. Antes de sentarse a una mesa, campanea rápido alrededor. Pero basta que sonría, los ojos enrojecidos y soñolientos –el Patán siempre te da la sensación de venir de una siesta—, para que la dureza se disuelva. El primero en saludarlo a Ragendorfer es el lustrabotas: “Qué tal, campeón”, lo palmea.
“Patán es un apodo que me viene del secundario, inspirado en el perro célebre de los dibujos animados”, dice Ragendorfer. “Desde entonces nunca pude librarme del apodo.”
Pedimos cerveza. Durante un rato conversamos acerca de los apellidos y sus efectos en las elecciones de sus portadores. Hablando de policías, Ragendorfer recuerda unos cuantos: “El comisario Buchoni”, dice. “Otro”, dice, “el comisario Gallina”. Uno más querés: “Carnero”. Ragendorfer sigue: “Te digo otro: Delicia”. Y se acuerda de cuando, durante el golpe de Lino Oviedo, estaba en Paraguay: “Yo andaba investigando el tráfico de chicos. Y en Asunción fui a ver al embajador de Estados Unidos. El tipo se apellidaba Service. Tal cual”. En esa época, se acuerda Ragendorfer, cruzó la frontera con Brasil y siguiendo el caso trató con un comisario que se llamaba Wilson Perpetuo.
“Tu apellido”, le digo: “Ragen que viene la cana”. La asociación lo divierte. “Según Fogwill”, cuenta, “el apellido austríaco se traduce así: Ragen quiere decir aldeano. Y dorfer, que se eleva. Entonces yo vendría a ser eso, un aldeano que se eleva. Pero también, siempre según Fogwill, puede traducirse como ‘vengador del pueblo’”.

El amigo de los chorros
Pero Ragendorfer no se toma en serio. Hace unas semanas termina de publicarse La secta del gatillo, una crónica tan despiadada como vertiginosa de la historia sucia de la Policía Bonaerense. Que el libro se esté agotando en algunas librerías parece avergonzarlo. Y sonríe con humildad. Daría la impresión de que Ragendorfer nunca pierde el humor. Hasta el miedo se toma con humor. “Escribo sobre la bonaerense porque vivo en la Capital”, dice. “Pero si viviera en la provincia”, dice, “escribiría sobre la Federal”. Intenta una explicación acerca del comportamiento de las dos policías. “La Federal es más hitleriana”, explica. “La Bonaerense, en cambio, es fascista”. No es casual, conjetura, que sea la policía creada por el peronismo. “Los bonaerenses, en este sentido, son peronistas. Me acuerdo de una película de la Wertmüller, Amor y anarquía. Ahí hay una salida dominical al campo de un jerarca fascista. Al final del día el jerarca dice: ‘Hoy comí, hoy cogí, hoy me tiré pedos. Ha sido un domingo perfecto’”. Y así pueden definirse los comisarios que Ragendorfer registra en su libro.
Como el Gordo Naldi. A Naldi se lo cruzó varias veces en algunas entrevistas de televisión. “Dicen que yo la hice afanando porque ando bien vestido”, le dijo una vez el comisario. Ragendorfer lo observó: el comisario vestía un saco sport fucsia, una corbata chirriante, pantalones amarillos y zapatos blancos. Otra vez, en otro programa, con motivo del operativo Café Blanco, en el que la bonaerense secuestró dos toneladas de cocaína, Ragendorfer sostuvo que las toneladas, según los colombianos, eran tres. Una tonelada se había perdido en el camino. Naldi, fuera de sí, lo increpó: “Lo que pasa es que a vos te paga el narcotráfico”. Ragendorfer lo corrigió: “Te juro que es al revés, gordo”. Y Ragendorfer, al contarlo, guiña un ojo cómplice. Otra anécdota con Naldi, también en televisión. El comisario y el periodista, detrás de las cámaras. Naldi le comenta que La bonaerense ( el libro anterior de Ragendorfer, en colaboración con Carlos Dutil ) lo perjudicó. “Ustedes me hicieron mucho daño con ese libro, querido”, le dijo Naldi. “Me separé y todo”, le confiesa. “Pero me volví a casar y ahora tengo una beba”. Ragendorfer le cuenta: “También yo tengo una beba”. El comisario y el periodista cambian información sobre las respectivas edades de sus bebas y los pañales que usan. “Pero no, querido”, lo alerta Naldi. “Cómo vas a comprar Pampers. Tenés que comprar Ugies, que traen más, son más absorbentes, más rendidores y también más baratos”. “Sos amigo de los canas”, le pregunto. “Con algunos llegué a tener una relación que trasciende lo profesional. Por ejemplo, con un comisario que está al comienzo de este libro. La vez pasada compró un teletubbie enorme para mi piba. Como no había nadie en casa, estuvo yirando por ahí, haciendo citas y esas cosas, con el teletubbie. Te lo podés imaginar al policía yirando con el teletubbie”.
Ragendorfer dice que suele ser más amigo de los chorros. “Los chorros siempre baten la justa”, dice. “La verdad de lo ocurrido siempre está de su lado”, afirma. Y me promete: “Te cuento una que te va a gustar”. Prende otro cigarrillo, se echa hacia atrás y tomando envión arranca: “Hace como diez años, un policía baleó a su mujer, también policía, en la costanera. Y después se pegó un tiro. Cuando llegué al lugar me llamó la atención el rostro de la mujer, con un dejo de sorpresa. Y el del marido, con una expresión de rencor. Como si entre ellos siguieran manteniendo la discusión. Diez años más tarde, un chorro que integraba la superbanda, la que se llamaba también La Banda de los Tatos por su capo, el Tato Ruiz, me contó cómo cerraba el caso. El chorro ése se recibió de boga en la cárcel y ahora es un señor que se gana la vida honradamente, defendiendo a sus ex colegas. Él me contó el motivo de ese crimen pasional. Cuando él cayó en cana fue por una mina que se había infiltrado en la banda. La mina era yuta. Esa mina, con la que el chorro llegó a encamarse, años más tarde le contó al marido del romance. El tipo no se la bancó y la mató. Fin”.
Ragendorfer pide otra cerveza. Y aclara: “Pero siempre trato de que quede en claro que ellos son ellos y yo soy yo”, dice. “Por ejemplo, una vez que estábamos con Carlos en Mar del Plata, en la tele, discutiendo con un comisario, hubo una amenaza de bomba. Cuando salimos del canal había patrulleros, un helicóptero. La cana se ofrecía a llevarnos. Y de golpe desde un auto una mina me llama. Ricardo, grita. Era Pepita la Pistolera. Nos fuimos con ella.” Ragendorfer dice que Pepita la tiene clara: “La delincuencia se berretizó”, opina. “Ésta ya no es época de grandes chorros como el Nene Villarino o el Pichón Laginestra. Como sostiene Pepita: ‘Ya no hay chorros sino gente que trabaja de preso’.”

La formación intelectual
“Nací en Bolivia”, cuenta Ragendorfer. “Pero tengo pasaporte austríaco.” La cédula que le extendió la Policía Federal, con un furcio burocrático, fija su lugar de origen en La Paz, Austria. El malentendido policial, como una de las tantas torpezas de la institución, tiene una lógica. “Bolivia era uno de los pocos países que otorgaba visa a los judíos fugitivos del nazismo. Mis viejos, cada uno por su lado, venían escapando. Y se conocieron ahí.” El padre montó un aserradero en la selva. El administrador era un alemán puntilloso con su trabajo. Ragendorfer se acuerda de sus tres años, llevado en brazos o tomado de la mano del administrador. Poco después sus padres se vinieron a Buenos Aires. Recién en 1974 sabría quién era el administrador. “Un día mi vieja abre La Nación y se sorprende. Le dice a mi viejo: ‘Mirá, el administrador del aserradero’”. Ragendorfer prende otro cigarrillo: “El tipo era Klaus Barbie, ‘el Carnicero de Lyon’, jefe de la Gestapo. Y recién lo capturaban. Barbie murió en la cárcel de Lyon, la misma en que había matado a Jean Moulin, el héroe de la resistencia”.
Cuando se lo escucha a Ragendorfer uno tiene la impresión de que una máquina de narrar se ha echado a andar. No son sólo sus anécdotas personales las que le conceden este don. Es también, básicamente, la forma en que cuenta. En algún momento dirá que le sorprendía de Bioy Casares que “parecía redactar todo lo que salía de su boca”. Algo de esto hay en el modo de contar de Ragendorfer: es como si Arlt le hubiera cargado las tintas con una poética que entrevera el folletín y crónica roja. Intento aclarar: Ragendorfer parece redactar cuando habla, pero la edición se la hace Arlt. “Los primeros libros que leí”, procura recordar. “Uno que me acuerdo era Tarzán y el Zoo, pero no escrito por Rice Burroughs sino por alguno de los seguidores del personaje. Después, otro, fue una novela sobre el secuestro de Eichman. Cuando era pibe me había hecho amigo del diarero. Por entonces había un folletín titulado Crónicas del hampa porteña, que firmaba Gustavo Germán Gonzalez, una estrella del periodismo policial de la época de Crítica que luego trabajó en Crónica. El cronista firmaba sus notas GGG, como una risa. Me acuerdo que una tarde, cuando yo tenía once años, me llevaron al pediatra, Florencio Escardó hijo. Me vio leyendo ese folletín y, emocionado, me dijo: ‘Pero esto es muy bueno’. Desde entonces soy muy lector.”
Si se le pregunta a Ragendorfer cuál fue el primer hecho sangriento que presenció, le cuesta determinarlo. Su memoria es una película que se proyecta al revés, que retrocede desde el accidente del avión de Lapa, él sorteando cadáveres y restos humanos, a la masacre de Ramallo, donde permaneció atrincherado tras la noticia, y siempre hacia atrás, enumerando, se detiene en Eddy Pope, el basquetbolista que arrojó a su mujer por un balcón de la Avenida de Mayo para seguirla después. No son pocos los muertos ni la sangre que recuerda. Ragendorfer tarda en detener el proyector lanzado hacia el pasado: “De pibe yo iba al Club Argentino de Ajedrez. Había un conserje, un ajedrecista veterano que se había enamorado de una ajedrecista feísima. En medio de una partida se levantó para ir al baño. Como tardaba en volver fuimos algunos a buscarlo. Costaba empujar la puerta. El tipo estaba caído del otro lado: se había cortado las venas a raíz de una desavenencia amorosa y yacía en un charco de sangre. Vi cómo lo tapaban con diarios y alguien llamaba a la policía. Después, como si no hubiera ocurrido nada, todos volvieron a sus partidas. Ése fue el primer hecho sangriento que presencié”.
En los años 70, como no podía ser de otro modo, el joven Ragendorfer militaba en la UES. Y en el 76 tuvo que exiliarse en México. “Vivía en DF, con una directora creativa de Walter Thompson. Como no sabía hacer nada, leía todo el tiempo. Por entonces descubrí a Capote y poco después a Walsh: Operación Masacre y La carta abierta de un escritor a la Junta Militar, que me marcaron. La publicitaria se cansó de mantenerme y me apretó: ‘Buscate un laburo’, me dijo. Supe que Carlos Ulanovsky estaba en Interviú y lo fui a ver. Ula me encargó una nota sobre cómo jode el ruido en la ciudad. En el Instituto Alemán de la Sordera conseguí un enorme decibelímetro y me mandé. Ésa fue mi primera nota, titulada: ‘Le medimos el ruido a la ciudad y quedamos tarados una semana’”.
“En la revista había un periodista mayor, Pedro Alvarez del Villar. El tipo me había adoptado. Gracias a su afición a la vida nocturna conocí todos los cabarets del DF. Después de la redacción tenía que acompañarlo por los cabarets y cuando volcaba de brandy, tumbado, yo agarraba un limón y lo exprimía en sus orejas para despabilarlo y remolcarlo.” Ragendorfer se calla: “Cuando estuve hace poco en el DF me enteré de que había fallecido”. Hay que escucharlo a Ragendorfer pronunciar “había fallecido” y agregar después, como si redactara el obituario: “Lamentablemente”.
De vuelta en Buenos Aires, en el 82, Ragendorfer empezó un pasaje interminable por distintas publicaciones. “Había una revista semiporno, Piel suave, en la que además de notas y cuentos eróticos se llegó a publicar un reportaje a Ezra Pound en el loquero. En la revista colaboraba Juan Jacobo Bajarlía. Y yo era crítico de cine.” Ragendorfer alquilaba un bulín en la Recoleta. Una tarde, en un almacén, advirtió que al lado lo tenía a Bioy Casares. Y el escritor se emocionó al ver que el joven Ragendorfer tenía en un bolsillo La invención de Morel. A partir de esta coincidencia, el escritor y el periodista se pusieron a conversar. Ragendorfer lo acompañó a Bioy unas cuadras. Y cuando llegaron a la puerta de su edificio, Bioy le dijo: “Con Silvina vamos a ver por televisión ‘ElShow de Benny Hill’. Lo invito a que nos acompañe”. Desde ese momento y por un tiempo largo, Ragendorfer iba todos los jueves a lo de Bioy a ver a Benny Hill.
Después, la serie de revistas en las que escribió construyen una lista interminable en la que se destacan Pistas, El Porteño, Cerdos & Peces. Fue ahí donde Ragendorfer empezó a cubrir policiales. “Me di cuenta de que mucha de la información que se puede obtener la encontrás yendo a la leonera, pero siempre está filtrada por la reja. Es distinto cuando te encontrás con los chorros en libertad, cuando están laburando. Y como yo ahora vivía en San Telmo y tenía algunas amistades del palo en el barrio y sus alrededores, la Boca, Barracas, me puse a investigar.” Los chorros, recalca, le han proporcionado a menudo ese dato necesario para completar un caso. De este modo, en El Porteño se propuso una serie de historias de vida, “De profesión delincuente”, en la que retrataba chorros, dealers, mecheras, carteristas.
“Pero donde me armé como periodista de policiales fue en el diario Sur. Y el que me marcó fue un notable periodista de policiales que me doblaba en edad, Juan Carlos ‘Cacho’ Novoa. Me acuerdo que en una crónica, literalmente, escribí con pompa: ‘Vació los inquilinos de su cargador’. Cacho me llamó aparte y me la corrigió. Tuvimos una discusión. Con el ímpetu de la edad, lo desafié: ‘Te espero en la esquina’. Cacho aceptó. Bajamos juntos en el ascensor. Y mientras caminábamos Cacho me preguntó: ‘Antes de la esquina, pibe, ¿no te tomarías una copita?’ De este modo nació una gran amistad. ‘Mirá, pibe, lo que te estoy tratando de inculcar, Capote, Walsh, es lo que quiere el viejo boludo’, me dijo. ‘Además, los diarios se hacen en los bares’. Le pregunté quién era el viejo boludo. ‘Yo’, me contestó Cacho”.

El largo adiós
La secta del gatillo, la crónica que acaba de publicar Ragendorfer, está dedicada a la memoria de su antiguo compañero de investigación, Carlos Dutil. “Cuando escribíamos La Bonaerense, ni Carlos ni yo teníamos el mínimo valor”, se acuerda Ragendorfer. “Tampoco nos proponíamos hacer gran literatura.” Y ahora se pierde en una digresión: “Con Bush o con Duhalde no se puede hacer tanta literatura como, por ejemplo, con el Pichón Laginestra”. Le comento que su nuevo libro está acribillado con un humor macabro. Un ejemplo. A un comisario le pregunta: “¿Es verdad que al asesino lo tienen cercado?” Y el comisario contesta: “En realidad no sabemos dónde está, pero le aseguro que el prófugo tiene las horas contadas”. Ragendorfer festeja la cita: “Carlos me decía siempre: ‘Si los canas se van a cabrear es por cómo les tomamos el pelo, acordate’. Y aunque parezca mentira, nosotros no inventamos nada”.
Ragendorfer chasquea los labios cuando se acuerda de Carlos. “Murió hace cinco años”, dice. “Jugando al fútbol en El Petén, la selva ecuatoriana, mientras hacía una nota sobre Médicos sin Fronteras.”
El gran homenajeado en La secta del gatillo es Walsh. El título proviene de una de sus investigaciones pioneras: “La secta del gatillo es la secta de la mano en la lata”. Ragendorfer se extiende: “No hay sino crimen organizado. Los pibes chorros, que le pueden dejar a la cana cinco pesos, no responden al crimen organizado. Son el crimen desorganizado. Y por eso los limpian. En cambio, con los pesados, como los chorros de bancos, los piratas del asfalto, los narcos y los capitalistas de juego, la cana negocia. Y de ahí sale la guita para financiar la política. Esto es clarito”. Si el libro de Ragendorfer impresiona es por su ritmo vertiginoso y por su dinámica cinematográfica, que dejaría atónitos al finado Sam Peckimpah y al efectista John Woo. Y comparte con Walsh ese rasgo que Viñas supo señalar en el autor de Operación Masacre: una especie de rebelión contra el libro institucional, consagrado por la crítica. Es la asunción del libro sabedor de su temporalidad efímera, pero seguro desu potencia política. La acción trepidante, ajustes de cuentas, mejicaneadas, secuestros, y la cantidad increíble de plomo y sangre que hay en sus páginas son, además de un auténtico thriller, un documento aterrador que revela el complejo entramado de arreglos, pactos y extorsiones cotidianas como rutina de una gran empresa delictiva en la que el poder se hereda y perpetúa a través de un código rayano en la heráldica.
La historia que contó Walsh se prolonga en la de Ragendorfer. Ya fue contada, es cierto. Pero hacía, hace falta que se la cuente de nuevo. Fíjense en esta anécdota: el comisario Klodzcyk, (a) el Polaco, gerente de la Bonaerense, organizador de la cosecha policial, muere diciéndole a uno de los suyos: “Viste, al final no me pusieron en cana”.
Hace diez años, cuando recién lo conocía a Ragendorfer, después de una noche de verano con charla y alcohol, aproveché el encuentro para construir con sus rasgos un personaje literario. En aquel cuento, el protagonista decía: “Puede que me hagan boleta esta misma noche. Y si me hacen boleta, no son los rochos, hermanito. Es la yuta”. Si me importaba encontrarlo ahora, conversar con él a propósito de su libro, entre otros motivos, se debía al interés de tensar las relaciones siempre conflictivas entre la realidad y la ficción. Para escribir aquel cuento, además de exagerar algunos detalles, inventé otros. Ahora, esta noche, en el 36 Billares, me daba cuenta una vez más de que la imaginación había sido un tour de force que el personaje real superaba.
Como en el final de una novela negra, había empezado a llover. El asfalto mojado de la Avenida de Mayo reflejaba las luces. Salimos del bar. Y como en aquel cuento, después de la despedida, volví a mi departamento para escribir. Pero lo que ustedes terminan ahora de leer y yo de escribir, no es ningún cuento.

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