Dom 08.12.2002
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MúSICA

¿Quién es ese chico?

Producido por Ryan Adams para saldar una deuda de alcohol, el debut solista de Jesse Malin lleva en el orillo la marca de su origen. The Fine Art of Self Destruction tiene ganas, guitarras, corazones destrozados, trasnoches y una de esas voces que no se van hasta que amanece. Rodrigo Fresán cuenta cómo un disco concebido à la Ed Wood llegó a ser elegido “Album del Mes” por la influyente revista “Uncut”.

POR RODRIGO FRESÁN
Hay una sutil pero definitiva diferencia entre el cliché y el lugar común. El primero es un eco automático: un guiño fácil, demasiado parecido al que produce una –otra– basurita en el ojo. El segundo está más cercano a la pausada consagración de un buen vino en las bodegas: se llega a ser un lugar común recién después de años de viajar por los mejores y más exigentes paladares. El cliché tiene ese no-sé-qué incómodo que nos produce aquello que nos obliga a recordar de inmediato el modelo original. El lugar común, en cambio, está más cerca de la epifanía proustiana y del torrente del eterno pasado mezclándose con nuestro efímero presente. Lo que nos lleva al actual panorama pop-rock. Tiempos difíciles. Todo se parece a todo por instantánea prepotencia de marketing y no por millaje acumulado. Más cerca de la industria automotriz que de la vida artística: el nuevo nombre no es otra cosa que el modelo viejo con más lucecitas en el panel de controles y, si hay suerte, cuatro puertas en lugar de dos. Lo que nos lleva, también, a un artista como Jesse Malin y a un disco como The Fine Art of Self Destruction.

VOLVER
En la portada del cuadernillo del compact titulado The Fine Art of Self Destruction aparece un tipo joven, despeinado, con camperita y ojeras que miran al fotógrafo desde las tripas de la estación de metro neoyorquino de Delancey Street. Uno piensa, enseguida: cliché. Uno pone a girar el cd y corrige: lugar común. Sí, Jesse Malin y The Fine Art of Self Destruction tiene todo eso que tenían y tienen desaparecidos como Willie Nile, expulsados del paraíso como Steve Forbert, sobrevivientes gracias a su condición cult como Paul Westerberg o amos del universo como Bruce Springsteen: ganas, guitarras, corazones destrozados, trasnoches, el déjà-vu panorámico de un Times Square anterior al arribo del alcalde San Rudy, y una de esas voces que se te meten adentro y no se van hasta que amanece o decidís, de una buena vez por todas, echarla a patadas de tu casa. Todo eso en once canciones más una versión alternativa con títulos como “Queen of the Underworld”, “Brooklyn”, “Riding on the Subway”, “High Lonesome”, “Solitaire” y “Xmas”. Y, de acuerdo, uno ya estuvo tantas veces allí y allá. Pero no molesta volver a este sonido urbano y atemporal –este n.y.rock– donde se oyen cosas y versos como “El fantasma de las Navidades Pasadas / Dejó a Walt Whitman en el tacho de la basura”: o “A ella le gustaban Tom Waits y ponerse la gorra de poeta / Los Kinks de los sesenta y Jack Kerouac”... Uno prefiere volver a todo esto antes que conocer todo aquello. Los lugares comunes abrigan, mientras que los clichés están llenos de agujeros. Y hace tanto frío.

IR
El problema es que, de golpe, Jesse Malin y The Fine Art of Self Destruction se han convertido en favoritos de los críticos que mejor critican y que –quien esté libre de pecado que arroje la primera piedra– buscan encontrar antes que nadie al sabor de moda. A Jesse Malin lo encontraron –como alguna vez encontraron a Elliott Smith– con diez años de camino, habiendo pasado por algo con el manicomial nombre de Bellvue y recién salido de un banda protopunk llamada D Generation, que rendía culto a Iggy, Johnny Thunders, The New York Dolls y The Ramones. Malin grabó tres discos con D Generation, pero empezó a preocuparse cuando se puso a escuchar a Neil Young, Steve Earle y Lou Reed. Le gustaba más el susurro que el grito, dejó su banda, invirtió sus ahorros en un bar en los bajos de Manhattan –“el sueño de tener tu propio lugar donde emborracharte”– al que bautizó Niagara y al que un buen día entró otro joven prometedor: Ryan Adams. Malin había conocido a Adams en North Carolina; Adams, que también había arrancado punkie para después mutar a country y, por fin, convertirse en una suerte de cantautor Zelig a la hora de revisitar (y en ocasiones mejorar) a todos sus héroes. Malin y Adams se hicieron amigos. Muy. Adams no tenía dinero, acababa de dejar Whiskeytown, su banda, y Malin le consiguió trabajos como DJ. Adams acumuló una insalubre deuda de botellas vacías en el Niagara y –después de escuchar unas grabaciones caseras de Malin que lo impresionaron más de lo que jamás hubiera supuesto– ofreció pagar la deuda produciendo el debut solista de Malin. Salió barato para ser el primer disco de un productor y de un flamante songwriter. Seis días de estudio –en realidad cinco: el viernes, Adams faltó– y, siempre, la primera toma era la que valía. Así, The Fine Art of Seld Destruction fue creado à la Ed Wood y, claro, Malin desconfió bastante de los procedimientos, pero reconoce que “dos días después de terminarlo llegó Ryan al bar, eran las cinco de la mañana, y pidió que lo pusiera a todo volumen. ‘Esta es la prueba definitiva’, me advirtió. Y sonaba bien. Había algo ahí, sin dudas”. Y los críticos salivaron. Y dijeron que era el mejor álbum en su especie desde, cómo se llamaba, sí, desde el Heartbreaker de Ryan Adams a fines del 2000 y cómo pasa el tiempo, ¿no? Y ahora Jesse Malin cuenta en una entrevista que tuvo un papelito en la película Bringing Out the Dead de Martin Scorsese: “Esa en la que Nicolas Cage era chofer de ambulancia. Yo hacía de portero de un club. Me pagaron 1300 dólares por dos noches de trabajo. Fue genial, aunque sólo tenía una línea: Walk this way”.
De eso se trata. De caminar justo por ahí, así, eso.

QUEDARSE
Ahora, finales del 2002, Ryan Adams aprovecha cualquier excusa para hablar de su protegé: “Jesse es un genio. Me asusta lo bueno que es el tipo. Me gusta tenerlo cerca porque me obliga a ser mejor que él, a superarme, a no quedarme fuera de foco. Acabo de terminar de grabar mi nuevo disco. Se llama Love is Hell y es un álbum completamente obsesionado con la idea de Nueva York. Y de Jesse Malin. Lo grabé con la misma banda que usamos para The Fine Art of Self Destruction y, así, ahora yo estoy tan influido por él. Producir a Jesse me cambió la vida. Yo le robo versos y él me roba versos y ya no sabemos dónde empieza uno y termina el otro”. Y salen juntos de gira. Hace unos días se dieron una vuelta por España. Y no se sabía quién era telonero de quién, claro.
Y ahora, claro, el asunto es quedarse, permanecer, ser un nuevo eslabón en la invulnerable cadena de lugares comunes, a ver si sale bien. Por lo pronto, en la estremecedora “Solitaire”, grita con toda las fuerzas de sus pulmones: “No necesito a nadie”. El tiempo dirá. Aquí y ahora, The Fine Art of Self Destruction es “Album del Mes” en la prestigiosa e influyente revista inglesa Uncut (que se atribuye el descubrimiento de Whiskeytown y Ryan Adams allá lejos y hace tanto) y ahí está, otra vez, Jesse Malin en las páginas de Mojo y de Q: el mismo tipo y fotos diferentes en igual estación de metro con ganas de gozar de la inmortalidad de la que hoy goza ese paso de peatones frente a los estudios Abbey Road.
Mientras tanto –y quién sabe si hasta entonces–, Jesse Malin invita una vuelta para todos.
Salud.

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