EGBERTO GISMONTI TOCA EN BUENOS AIRES
Con más de cuarenta años de carrera y sesenta discos editados, el brasileño Egberto Gismonti –hijo de un libanés y una italiana, origen que quizás explique un poco lo inclasificable de su trabajo– vuelve a Buenos Aires, esta vez acompañado por su hijo Alexandre, otro músico completísimo. Y antes de tocar, habla de sus influencias, sus maestros, la vastedad del Brasil y sus músicas, y lo que le enseñó el cacique Sapain, del pueblo Xingú, en el Amazonas.
› Por Diego Fischerman
Egberto Gismonti habla por teléfono con Radar. Y empieza con un humor de perros que se le va pasando de a poco. Mañana tocará en Buenos Aires, en el Teatro Gran Rex, con su hijo Alexandre, tal como lo viene haciendo en los últimos años. Y se ve que está harto de que le pregunten acerca de si eso significa una especie de retiro anticipado, porque habla sobre ello con audible enojo y sin que nadie se lo haya insinuado. “Con cuarenta años de carrera y más de sesenta discos grabados, no estoy obligado a comenzar ninguna nueva etapa. Tengo una trayectoria que me permite seguir tratando de hacer cada vez mejor lo que yo hago. Y además mi hijo no toca conmigo porque es mi hijo sino porque es un músico consumado.” Después, más tranquilo, hablará de por qué no le gustan sus primeros discos, donde incluía algo que, en un momento dado, desapareció de su universo: canciones. “No es un problema con el género sino conmigo. Sé que hay otros que cantan mejor que yo y sé que hay compositores de canciones profesionales, que también lo hacen mejor. Puedo llegar a usar canciones en alguna música de película, cuando es parte de la escena, pero usualmente recurro para eso a alguien que haga canciones.”
Hijo de padre libanés y madre italiana, y crecido en un pequeño pueblo del estado de Río llamado Carmo –nombre al que homenajeó con el de uno de sus discos y con el de su propio sello, que distribuye ECM–, funda su historia en esas herencias. “En Líbano se hablaba francés y se aspiraba la cultura francesa de Italia. El instrumento musical por antonomasia era el piano. Y mi padre quería que tocara piano. De Italia llegaban las serenatas y éstas, ya se sabe, se acompañan con guitarras, por lo que mi madre quería que tocara ese instrumento. Y lo que llegaba de la calle era el frevo y el choro. Creo que terminé juntando todo eso.” Gismonti, en todo caso, no sólo juntó el piano y la guitarra sino tradiciones musicales populares y académicas. Pero ese anhelo tan caro al siglo XX –un arte popular con el nivel de complejidad de las “formas altas”– en el caso de Gismonti se corporizó de una manera inusualmente feliz. Porque el brasileño permite un libre tránsito entre materiales y procedimientos de distintas fuentes, pero parte de una regla de hierro que la mayoría ignora. Cuando desarrolla un material, se ciñe a lo que ese material tiene y propone. No hace injertos, ni coloca solos de jazz en un choro. Si su tema es una melodía de dos notas recopilada en el pueblo Xingú del Amazonas, los solos partirán de esa pequeña escala y no de otra. “Nada de eso es consciente, por supuesto”, dice Gismonti. “Un tema siempre dicta cómo deberá seguir.”
El músico se enorgullece, por otra parte, de haber manejado su carrera sin aceptar ninguna clase de imposición de los grandes sellos discográficos. De hecho, hace dos décadas compró los derechos de sus primeros discos, registrados en Brasil (a partir de la década de 1980 grabó sólo en estudios europeos y, en particular, en el Rainbow y en el Talent de Oslo) reeditándolos luego en Carmo. “Fue algo totalmente consciente y buscado. Un artista debe poder decidir acerca de su obra. Y la obra, en nuestro caso, son, además de lo que hacemos en concierto, nuestros discos.” El reconoce, por otra parte, que su opinión de los discos tempranos es relativa. “No volvería a hacerlos de la misma manera, eso es obvio. Pero son parte de mi música. Yo no creo hacer muchas músicas a lo largo del tiempo sino una sola, que va tomando distintas formas y continúa, como si fuera un río partiendo de la montaña y recorriendo las llanuras. Cambia de forma, se ensancha o angosta, se hace más rápido o más lento, pero es siempre el mismo río.” Y las fuentes de esas aguas reconocen tres nombres fundamentales: “Antonio Carlos Jobim, que además fue quien me convenció de grabar mi primer disco cuando escuchó mi canción ‘O Sonho’ interpretada por el grupo Os Três Moraes. Y antes que él Heitor Villa-Lobos, que tenía un gran amor por Brasil y una gran ambición por hacer una música que fuera inconfundiblemente brasileña. El conocía el folklore de todo el Brasil. Porque se habla de música brasileña, pero es un territorio inmenso y culturalmente riquísimo. No todo es samba. El Nordeste tiene su propia música, el Sur también. Y está la música de los pueblos que viven en el Amazonas, que generalmente se niega, como si no perteneciera a nuestro país. Pero sobre todo Villa-Lobos prestó mucha atención al primero de nuestros padres, a Mario de Andrade, que fue el gran divisor de aguas en el pensamiento brasileño. Musicólogo, pensador, escritor, influyó a toda su época. El fue el que llevó a que comenzara a pensarse en Brasil como referencia existencial. Es interesante leer sus cartas, que afortunadamente están publicadas, a personas como Carlos Drummond de Andrade, Cândido Portinari o el propio Villa-Lobos. Allí puede encontrarse la matriz de toda una manera de pensar a Brasil, que aún está vigente. Jobim hereda a Villa-Lobos, que hereda, a su vez, a Mario de Andrade. Y nosotros somos herederos de Jobim”.
Sobre la vastedad de Brasil, Gismonti asegura “haber aprendido, a lo largo de mi carrera, que es un país desigual. No es una suma. Es un universo conformado por mundos esencialmente diferentes entre sí. Y, curiosamente, tenemos en común una lengua que, en América, nadie más habla”. Y si Brasil es, en algún sentido, inclasificable, también lo es Gismonti. “No sé cómo ni dónde debe ubicarse mi música. No es música clásica porque nunca fui un músico clásico, más allá de que haya estudiado sus técnicas. Tampoco es brasileña en un sentido estricto, porque en muchas ocasiones la he hecho con músicos que no son brasileños. No sé qué es. Hay una anécdota que es bastante clara. Dança das cabeças iba a ser un disco en cuarteto pero, en ese entonces, gobernaba en Brasil una dictadura y se exigía que para salir del país se pagara una suma. Mis músicos no tenían plata, así que viajé a Europa solo y allí convoqué a Naná Vasconcelos. Grabamos el disco solos e improvisando y sin saber muy bien qué recepción iría a tener. Pero obtuvo críticas excelentes y más de diez premios internacionales, entre ellos el Deutsche Schallplatten Preis (Premio del Disco Alemán). Ese premio lo obtuvimos en la categoría pop, otro nos lo dieron en la categoría ‘experimental’, el Grammy nos lo dieron como ‘disco folk’ y el Edison francés como ‘disco de jazz’. De todos los premios no hubo dos que coincidieran en cuanto a cuál era la categoría en la que debía ser premiado. Y es que creo que no pertenecía a ninguna de ellas. Es algo similar a lo que pasa con la música de Astor Piazzolla.”
Hay algo más que lo une al bandoneonista y es el hecho de haber estudiado con la francesa Nadia Boulanger. “En esa época –cuenta Gismonti– tenía 20 años, era sudamericano, tercermundista y estaba en el medio de París como director musical de Marie Laforet, una artista de varieté. Estudiaba con Jacques Baraqué, un discípulo de Anton Webern cuyo nombre había encontrado en los libros y que esperaba que me enseñara todo acerca del dodecafonismo. Y también había conseguido que Boulanger, una maestra famosa que ya no daba clases, accediera a encontrarse conmigo cada quince días para analizar partituras. A la noche bailaba can-can, a la mañana era dodecafónico y a la tarde era stravinskiano. Eso sólo puede hacerse cuando se tienen 20 años y se está en una ciudad extranjera.” Pero ésos no fueron sus únicos aprendizajes. En la contratapa de Sol do meio dia dedica la música de ese disco al cacique Sapain, del pueblo Xingú. “El me enseñó más que muchos músicos”, recuerda. “El me llevó hasta un lugar de la selva con una vegetación impenetrable, con árboles de sesenta metros de altura, y me pidió que hiciera silencio. Estuvimos así, callados, unos veinte minutos. Poco a poco empecé a oír la selva: los animales, las hojas, el aire entre las ramas, el crujir y el agitarse de la vegetación. ‘Escucha –me dijo Sapain–. Ese sonido eres tú’.”
Egberto Gismonti habla de una trayectoria de sesenta CD. Podrían ser más si se cuenta, por ejemplo, aquel disco, hoy inconseguible, en el que junto a Jacques Morelenbaum y otros músicos brasileños homenajeaba a Astor Piazzolla. En ese recorrido casi imposible, mucha de su producción es brillante y son pocos los discos que no tengan por lo menos un gran momento. Pero hay cinco que son indispensables: el primero, que no le gusta al propio Gismonti entre otras cosas porque contiene canciones y él desprecia esa faceta de su carrera, es Agua & vinho (1972), donde plasma una versión del tropicalismo y la MPB de una originalidad apabullante. Le sigue, en orden cronológico, un disco en el que su música de cruces se cruza, a la vez, con creadores como el guitarrista Ralph Towner y el citarista y percusionista Collin Walcott (ambos del grupo Oregon), el saxofonista Jan Garbarek y otro percusionista, Naná Vasconcelos. En Sol do meio dia (1977) nada es previsible. Es la música de Gismonti, pero suena como nunca había sonado antes y como nunca sonaría después. Alma (1987) es un disco a solas y en piano, salvo por algunas incursiones del propio Gismonti y de Nando Carneiro en sintetizadores. “Palhaço”, “Agua e vinho” y “7 Anéis” brillan como pocas veces. In Montreal (2001) fue grabado, en realidad, en julio de 1989 y en dúo con el contrabajista Charlie Haden, con quien ya había registrado —en trío, junto a Garbarek— los dos volúmenes de Folk Songs. Si hay una ocasión en que la suma supera las cualidades de sus componentes es ésta. Y si los componentes son Haden y Gismonti, eso es decir mucho. Uno de los grupos más creativos formados por el brasileño fue su cuarteto con Carneiro en sintetizadores y guitarra, Zeca Assumpçao en contrabajo y Jacques Morelenbaum en cello. Dos guitarras o dos pianos contra dos instrumentos de cuerda frotada. Y versiones ejemplares como las de “7 Anéis” —nuevamente—, y “Dança Nº 1 y Nº 2”, en un disco llamado, como uno de sus temas más hermosos, Infáncia.
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