Aniversarios > Fue uno de los últimos bellos malditos que no pudo atravesar la barrera de fines del siglo XX. Los viajes a destinos lejanos que lo apartaban de Francia, las drogas, el sida, el comunismo fueron algunas constantes líneas de fuga del dramaturgo y escritor Bernard-Marie Koltès, el autor de la célebre En la soledad de los campos de algodón, de cuya muerte se acaban de cumplir veinte años.
› Por Juan Pablo Bertazza
Veinte años puede ser poco y nada para volver, pero suficientes –muy suficientes– para recordar o simplemente repetirse como si, de verdad, el tiempo no hubiera pasado. Una clave de las efemérides de este año parece ser, por cierto, el ordinal vigésimo: veinte años de la caída del Muro de Berlín, veinte años de la WWW (World Wide Web), veinte años de Los Simpsons. En el ámbito de la literatura, el 15 de abril se cumplieron veinte años de la muerte de alguien que, seguramente, podía prever no sólo el desarrollo de los acontecimientos que sucedían en 1989 sino también el modo en que hoy son celebrados. Y, tal vez, más; mucho más.
El dramaturgo francés Bernard-Marie Koltès fue, sin lugar a dudas, un anunciador de los tiempos que corren. No por vivir adelantado a su época, (lo cual acaso sea imposible desde las últimas décadas del siglo XX), sino por vivir voluntariamente atrapado en ella y sin perder por eso la distancia necesaria que le aportaba su misterio. Y fue el primero, junto a Beckett (quien, oh destino, también murió en 1989), en aprender a contar el mundo contemporáneo desde el teatro sin por eso dejar de poner a prueba los límites del género. A tal punto que, alguna vez, en Bruselas se encontró con una pancarta publicitaria que rezaba “el teatro es la vida” y, luego de largar una carcajada, le comentó a su acompañante una frase que, con el tiempo, se volvería asidua: “el teatro no es la vida pero, sin embargo, es el único sitio donde se dice que esto tampoco lo es”.
De una belleza digna de Rimbaud, conflictivo pero nunca naïf, intoxicado y desintoxicado, homosexual no panfletario, comunista para nada incontinente, vital ensayista de suicidios, viajero incansable –Nueva York, América latina, Nigeria, Mali y Costa de Marfil se cuentan entre sus muchos destinos–; Koltès vivió durante gran parte de los setenta en los márgenes –que, por entonces, incluso en Francia, constituían el verdadero centro– y, apenas comenzaba a saborear las mieles del éxito (es el dramaturgo francés más representado en el mundo y, tal vez, el autor inclasificable más tomado en cuenta por la Academia de su país), murió en los márgenes del sida en 1989, luego de luchar seis años contra la enfermedad y convirtiéndose así, a urgentes 41 años, en otro gran cadáver hermoso del cementerio de Montmartre.
En su obra pueden rastrearse tres épocas. La primera de 1970 a 1977, que se destaca por una búsqueda personal que coincide con la reescritura o relectura de su canon personal: Shakespeare –Koltès haría, tiempo después, una celebrada traducción de Cuento de invierno–, Dostoievski y Salinger; destacándose en este período La herencia (1972), El día de los homicidios en la historia de Hamlet (1974), Sallinger (1977) y la drogona novela sobre la droga La huida a caballo muy lejos en la ciudad (1976). De este período Koltès, muy pronto, quiso que no se representara nada. En efecto, ninguna de sus obras anteriores a La noche justo antes de los bosques (1977), que inaugura una segunda etapa de su teatro, mucho más madura y original, y en la que desarrolla una de las principales características de su firma: los soliloquios y monólogos, aunque en rigor ya los había experimentado años atrás. Esta etapa se culminará con la que tal vez sea su obra más célebre y, con toda seguridad, más importante: En la soledad de los campos de algodón (1985), que en nuestro país fue dirigida por Alfredo Alcón en 1997. De todas sus obras representadas en Francia, la gran mayoría escenificadas por su admirado y luego gran amigo Patrice Chéreau en el teatro Nanterre-Amandiers, este diálogo impactante y abierto (de una obra de Koltès seguramente puedan hacerse dos representaciones opuestas) entre un dealer y un cliente tuvo, en muy poco tiempo, nada menos que tres versiones, un poco por el éxito y otro poco porque Chéreau no le encontraba la vuelta al texto, a tal punto que se granjeó una fuerte discusión con su amigo por reducir este metafísico pero a la vez tan posible diálogo primero a un intercambio de drogas y, luego, a una declaración homosexual. Lo extraño es que En la soledad... que, en cierta forma, continúa temática y formalmente a La noche... en una especie de denuncia contra la mercancía de sentimientos a partir de un pacto que nunca queda del todo claro, constituye el deal que el destino le propone a Koltès para que abandone su condición de rolling stone y catapultarlo no sólo a la fama sino también al podio de la dramaturgia del siglo XX.
Ya en su tercera época, marcada a fuego por obras como Tabataba (1986), El retorno al desierto (1988) y Roberto Zucco (1988), que le valió problemas dignos de Vernon Sullivan por hacer apología del serial killer italiano Roberto Succo, viraría hacia diálogos y concepciones del tiempo mucho más dinámicas, mucho más emparentadas con su otro gran amor, el cine.
Pese a sus diferencias, las tres etapas confluyen, sin embargo, en una pasarela de temas por la que suelen desfilar la extranjería, la enfermedad, los lazos familiares asfixiantes, la muerte y un permanente juego entre la oscuridad profunda y la luz artificial, en atmósferas en general algo abstractas pero sumamente representables, y con un lenguaje que hace perfecto equilibrio entre el polo oral y el polo escrito. Otro gran elemento común de su itinerario es una particular concepción del movimiento –estático y estancado pero, a la vez, continuo, permanente porque todos sus personajes buscan un nuevo lugar– que, por otro lado, remite a un gran dilema que durante años incomodó a los especialistas en Koltès: ¿se trata de un escritor dramaturgo o de un dramaturgo escritor? Su profunda intuición novelesca junto a un trazo poético que no descansa ni siquiera en la lista de los actores –Al, el padre de La herencia, es descrito de la siguiente forma: “un sombrero, una sonrisa y un vaso de whisky en la mano”– hacen del teatro de Koltès un teatro para ser leído, algo así como una cinta de correr que no para de golpe y que, a medida que se va deteniendo, es cuando más repercute en sus lectores y/o espectadores. Una rara virtud cinética que enuncia de manera perfecta el dealer de En la soledad...: “Sólo me desplazo lenta, tranquila, casi inmóvilmente, con el andar de quien no va de un punto a otro sino de quien, en un sitio invariable, acecha al que pasa delante de él y espera a que modifique su trayecto”.
Koltès es de esos artistas que, aun muertos, siguen caminando. Al acecho.
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