ENTREVISTAS > ALBERTO FRASCHINI: ENTRE EL LATíN Y EL TANGO
Alberto Fraschini fue profesor de latín en la UBA hasta 2005, y en sus clases solía mezclar a Cátulo con el bolero, o a Horacio con el tango, porque le gustaba traer autores del presente al aula. Con el tiempo, siguió recopilando datos, material que culminó en Tango: tradición y modernidad (Del Calderón), un libro que permite unir “Garúa” con Virgilio y que rastrea todos los posibles intercambios e influencias entre la literatura y el tango, con un corpus tan amplio como sorprendente.
› Por Juan Pablo Bertazza
Los libros sobre tango reflejan, en inmensa miniatura, el problema de los libros en general. El excesivo corpus de publicaciones por año hace difícil separar el trigo de la paja, lo original de lo probado, lo auténtico de lo oportunista. Tanta atracción despierta el tango, que siempre surge alguien de la nada para encontrar un nuevo punto de vista desde el cual escribir una página más en este libro de (las gargantas de) arena.
Al igual que sucede con los amores inolvidables, el gran imán del tango acaso resida en que, cuando creemos conocerlo del todo, se nos revela una cara oculta y tan misteriosa que, en cierta forma, parece poner en riesgo todo lo demás. Como si los más profundos interrogantes no estuvieran en el porvenir sino en el pasado, en un pasado que, de tan remoto, se vuelve inescrutable: “Hay dos misterios que, hasta ahora, yo creo que no tienen solución, y es notable porque ambos tienen que ver con el origen. Primero, la procedencia del nombre del tango, creo que a la filología le falta hilar muy fino para saber de dónde viene realmente esa palabra; en segundo lugar, cómo fue que se llegó a ese ritmo, es decir, si efectivamente es mezcla de habanera, milonga y candombe”, pregunta y se pregunta Alberto Fraschini, profesor de latín hasta el 2005 en la UBA y autor de Tango: tradición y modernidad, un libro que, además de ser efectivamente valioso entre la selva de publicaciones sobre tango, hace sentir las cosas explicables y logra reflexionar sobre aquellas otras que no tienen explicación.
Lejos de ser un obstáculo, su profundo conocimiento en lenguas y literaturas de la antigüedad, sirvió de puente –bastante poco transitado, por cierto– para que diera rienda suelta a su amor por el tango: “Siempre me gustó hacer literatura comparada y tengo muchas publicaciones al respecto; entonces, por ejemplo, en Latín 2 veíamos Cátulo y lo comparábamos con el bolero, porque me gustaba traer a esos autores al presente, y cuando vimos Horacio la relación con el tango fue inevitable. Pasó el tiempo y yo seguí acumulando datos y preparando ponencias para congresos hasta que, dos años atrás, una de mis alumnas que hizo conmigo, allá lejos y hace tiempo, los cinco latines, me pidió dar forma de libro a todo lo que decía en clases. Esa alumna resultó ser Ana Mosqueda, la editora responsable de Del Calderón, editorial conformada por un grupo de profesoras de visual de la UBA que hacen la revista Páginas de Guarda”.
En efecto, uno de los puntos altos de este libro, más allá del contenido, está puesto en el diseño que, al igual que esas canciones que fusionan muy bien letra y música, agrupa con total armonía texto escalonado y títulos en color con una serie de imágenes referentes a afiches y posters de época que generan, por momentos, la sensación que tenemos al hurgar librerías de viejo y ferias artesanales, cada vez que encontramos, sin buscar, algo que de tan entrañable nos parece que alguien se llevó sin permiso de nuestra casa.
Dividido en cuatro partes –intertextualidades y traducciones dentro del tango, reescrituras por parte del tango de los grandes motivos de la tradición clásica, letras sobre París y evolución formal y temática de la poética tanguera– la obra de Fraschini rastrea todos los posibles intercambios e influencias entre la literatura y el tango, además de comparar tangos entre sí, con un corpus tan amplio y sorprendente que haría sacar el pañuelito blanco al más reacio de los académicos, al mismo tiempo que relata jugosas anécdotas como el rechazo por parte del Zorzal Criollo a cantar “Corrientes y Esmeralda” (1933) debido a que parte de la letra hacía alarde de su facha –“en tu esquina criolla cualquier cacatúa/sueña con la pinta de Carlos Gardel”–, con lo cual Celedonio Flores llegó a proponerle cambiar el verso por “sueña con la pinta de Charles Boyer”.
El libro nos pasea, así, por la reescritura del tango “Maquillaje” con respecto a la burla que en El arte de amar Ovidio hacía de las mujeres demasiado producidas; por el préstamo no sólo del título sino también de gran parte del comienzo que, en “El día que me quieras”, Gardel y Le Pera hicieron de un poema homónimo de Amado Nervo, que arranca diciendo: “El día que me quieras tendrá más luz que junio;/ la noche que me quieras será de plenilunio”; por las notables semejanzas entre dos de los primeros tangos-canción –“Mi noche triste” y “De vuelta al bulín”– y el abandono que, en Los siete locos, sufre Remo Erdosain; y hasta por la valiosa traducción de Stanzas to Jessy, un poema tan temprano como poco conocido de Lord Byron en el tango-canción “Hay una virgen”, grabado primero por Gardel-Razzano y luego por Gardel como solista.
“De todo esto, a mí lo que más me llamó la atención es que, a principios de la década del 20 la gente que escuchaba cantar, por ejemplo, a Gardel recibía montones de referencias a personajes de novelas francesas que conocían bien, ya sea por versiones de radioteatro o de los folletines. Hoy en día es muy difícil encontrar un ejemplar de Escenas de la vida bohemia de Henry Murger, yo encontré uno en la facultad que, como tenía rota la tapa, ni siquiera pude saber de qué fecha era. Esto es gracioso porque el tango, hasta las últimas décadas del siglo XX, fue muy despreciado por la alta literatura de Lugones, Mallea o incluso Ezequiel Martínez Estrada, que no dejaba de verlo como algo marginal, pintoresco. Con Borges todo es más complejo porque, si bien consideraba que el tango verdadero era el de las letrillas y no el sentimental, como el mismo llamaba a lo que empezó a escribirse a partir de “Mi noche triste”, no dejó de dedicarle bastantes reflexiones.”
–Sí, me encanta esa frase. Por eso me interesa tanto la idea de transdiscursividad de Michel Foucault: todo se va acoplando a medida que pasa el tiempo y lo que queda incólume es la esencia del pensamiento. Así, como sin Homero no existiría la tragedia griega, todo lo que se dijo alguna vez va a terminar en un corpus donde ya no interesa más quién lo dijo, donde hay tres o cuatro temas cuyas respuestas ya las sabemos: el amor, el vino, el abandono y el exilio. Uno de los motivos más reescritos del tango con respecto a la tradición clásica es el del vino, es decir que la ecuación vino = alegría + olvido ya había sido formulada antes de Cátulo Castillo por Safo, o Alceo, aunque es gracioso que muchas letras de tango parecen evitar la palabra “vino”. Hablan de “champagne”, “ron”, “whisky”, “alcohol”, “licor”, “copa”, “vaso” o “trago”, aun cuando las propiedades de las que hablan serían mucho más atribuibles al vino. Pero volviendo a lo de Borges, quién te dice que no estemos viviendo ya esa época profetizada por él. Yo creo que, por lo menos, hay una cierta aproximación a eso que la da por ejemplo Eladia Blázquez con sus profundas descripciones de la ciudad. Lo mismo podría decirse de Héctor Negro y Chico Novarro.
–El gran tema del tango, lo que yo considero su hueso, es el desarraigo. Ya, si te fijás en los apellidos, te das cuenta de que son todos hijos de inmigrantes. Al principio militantes anarquistas que leían traducciones de clásicos, y cuyos temas van cambiando a medida que llega una generación para la cual lo importante no es tanto mirar lo que quedó atrás sino mirar lo que queda adelante, que es lo que ocurre en los ‘50. En su ensayo, Jorge Carlos Mina dice que el tango que cierra el ciclo de renovación de los cuarenta es “La última curda”, y Piazzolla asegura que esa música no admite una sola corrección, es así: la fusión perfecta entre la música y la letra. Además hay un juego de palabras con la última curva del hipódromo: “Marea tu licor y arrea la tropilla de la zurda al volcar la última curva”, casi todo el mundo dice la última curda, cuando en verdad la letra hace referencia a la última curva de los caballos en el hipódromo, lo cual es aún más sugestivo. “No ves que vengo de un país, que está de olvido y siempre gris”, “Volver con la frente marchita...” ¿Cuáles son esos sitios? Sin dudas, se trata de un país imaginario, poético, ahí está el desarraigo. Yo quiero citar a don Leopoldo Marechal, tan manoseado. Hay un concepto en el Adán Buenosayres que no tiene desperdicio. El monta su novela en esa babilonia que era Villa Crespo, donde conviven gaitas, tanos, judíos, gitanos, etc. y dice que todos los extranjeros cortaron los piolines, pensaron volver y no volvieron. Los hijos empezamos con nuevos piolines y entonces propone una metáfora maravillosa: el día que sepamos atar todos esos piolines seremos nación.
–Yo conozco profesores a los cuales dedicarse al tango les significó el desprecio de algunas personas de la facultad, como si eso significara desvalorizarse en lo académico. Mi gran profesor de griego Guillermo Thiele, por ejemplo, quería ser actor y nunca lo pudo conseguir porque era bajo y cabezón, aunque sí lo ayudó bastante a Betiana Blum, de quien se enamoró perdidamente porque ella estudiaba Letras. Creo que ni siquiera debería hacer falta distinguir entre arte popular y arte clásico o erudito, eso que en broma yo llamo “el tamaño del arte”. La música es una sola; el problema, en todo caso, está en la recepción. La música clásica se interpreta mientras que la música popular se versiona. Es decir que la diferencia está siempre en el nivel de la ejecución. Aplaudo a los chicos que hacen tango electrónico porque toda exploración es buena. Cuando Ravel –nada menos– recibe a un Gershwin poco menos que millonario, le dice que es él quien debería tomar clases para poder ganar tanto dinero. Eso se dio en todas las latitudes; en la música lo que importa es la belleza. Yo creo que, en todo caso, lo que le hizo mal al tango es la cerrazón, creer que no hay que salir del barrio, del boliche, de la mina que se fue cuando, en rigor, la música es un lenguaje. Y en cuanto a la literatura, el tango, al igual que el sainete, aportó una cantidad enorme de palabras. Además de su consideración social y lingüística, nadie debería olvidarse de su valor literario. Hay un pasaje de una égloga de Virgilio donde dice que, desde que ella no está, los árboles no dan frutos y los animales no van a beber al río. Lo mismo aparece en “Garúa”, tal vez con mayor fuerza: “hasta el cielo se ha puesto a llorar”.
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