UN ESCRITOR ELIGE SU ESCENA DE PELíCULA FAVORITA
› Por Alicia Dujovne Ortiz
En Zorba el griego, el inglés carapálida entra por la noche al cuarto de la viuda. Su amigo, el que le enseña a bailar, le ha arreglado el encuentro porque el inglés no se anima, pobre, ni a eso ni a nada. Ella es Irene Papas, lo que equivale a decir: toda la civilización mediterránea vuelta mujer. En una isla del archipiélago, y en esos años, una viuda que recibe a un hombre sabe a lo que se arriesga. Sobre todo si, encima, se ha permitido desdeñar al hijo del caudillo. El carapálida y la morocha cejuda y hasta con el labio ligeramente cubierto de un bozo suavecito, que lo espera de pie junto a su cama, no cambian una palabra. Ni falta que hace: para que se cumpla la historia, él no tiene que enterarse de que ella, por gozarse esa noche, se juega la cabeza. Si se enterara saldría corriendo y no habría historia.
¿Cómo era que se llamaba la fatalidad en griego? ¿Ananké?
Lo que está por pasar es inevitable, luego perfecto. Ella se ha puesto el camisón blanco, bordado y almidonado, que no ha vuelto a sacar del ropero desde la muerte del marido. A ese camisón, en la película, se le siente el olor a limpio, a guardado y a alguna hierba aromática que imaginamos pinchuda y de un verde fuerte. Las manos de la viuda, mientras lo está planchando, no aparecen, así como tampoco se ve el amor. Lo único que se ve es un gesto: ella lo mira de frente, con una decisión y un desafío dirigidos a él, pero también, secretamente, a todos los otros, y se arranca el camisón.
El bolero “Arráncame la vida” parece pensado para esto. Todo termina ahí. La violencia está en lo invisible. No existe en todo el cine universal una secuencia más erótica; las otras, en comparación, parecen una siestita. Por la mañana, la viuda paga su noche como se debe: a la costumbre de lapidar a las viudas pecadoras se le une, en este caso, la furia del caudillo (su hijo se ha suicidado por ella). No recuerdo qué hace el carapálida frente a unos honrados vecinos que disfrutan con el degüello de la mala mujer y colaboran a pedradas, y si no lo recuerdo es porque no importa. Lo que sí importa es la actitud de Zorba, que mira la carnicería y pega media vuelta sin abrir la boca, él que en general nunca es mudo. Hay que seguir bailando. El lo sabía, ella lo sabía, el pueblo entero lo sabía: el único que no ha estado al tanto de nada es el elegido para que la noche absoluta se realice (si no se arriesga la cabeza, todas las noches son relativas).
Las viejas de negro que tiran piedras son las mismas que asaltan la casa de la Bubulina, la prostituta francesa, después de su muerte. No sé si todavía, en alguna isla de Grecia lo bastante alejada como para que los alemanes de rosadas carnes no hagan nudismo entre sus rocas, habrá viudas de suave y sedoso bozo y cejas unidas sobre la frente, capaces de exponer su pellejo para no desperdiciar al extranjero de paso, por paliducho que sea, y viejas de negro. Pero una vez, hará de esto quince años, en la ciudad vieja de Jerusalén, durante las festividades de Pascua, recordé a las que apedrearon a Irene Papas en Zorba el griego. Una columna enlutada iba siguiendo a un enjuto pope tocado con una especie de cresta negra: un gallo apesadumbrado con sus gallinas fúnebres, mujerucas rancias, de pañuelo en la cabeza y pollera larga, que nunca habían invitado a nadie para arrancarse el camisón, o que lo estaban purgando.
Al pasar junto a mí, una de las más tristes me pellizcó el brazo. Con rabia. Con unas palabras de recriminación que no costaba traducir. Yo nunca he sido Irene Papas pero andaba sin pañuelo ni cara larga. Algo de aroma a cajón abierto se habrá olido la vieja, porque el pellizco me quedó marcado. De no ser por la película no habría entendido ni la puteada en griego ni el moretón. Lástima que el autor de la música, Theodorakis, haya extremado la nota hasta el punto de afirmar que los judíos están en la raíz del mal, porque ellos sólo tienen a Abraham mientras que Grecia tiene a Pericles. La maravilla de la cara de Papas, cuando se quita la prenda primorosamente preparada para pasarla bien, es que Pericles y Abraham la habrían adorado lo mismo.
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