PERSONAJES > RICKY PASHKUS ARRIBA, ABAJO Y ALREDEDOR DEL ESCENARIO
Debutó junto a Nacha Guevara en una histórica obra con sabotaje y atentado. Su paso por la docencia lo convenció de convertirse en director y coreógrafo y desde entonces se volvió una de las figuras insoslayables del espectáculo argentino. Fue director de los espectáculos de Enrique Pinti, se encargó de las versiones locales de tanques como Los productores y Hairspray y a la vez dirige el Ballet Argentino junto a Julio Bocca. Con dos obras opuestas en cartel (la enorme El joven Frankenstein y la austera Souvenir), Ricky Pashkus repasa su vida sobre, bajo y alrededor de las tablas, disecciona ese show particular que es el musical y explica por qué Argentina es tan cínica con un género emblemático del siglo XX.
› Por Natali Schejtman
A Chorus Line es uno de los musicales más conocidos del siglo XX. Ganador de un Pulitzer en 1976, se trata de una audición en la que los bailarines-cantantes-actores dejan todo en el escenario para ser elegidos por el lacónico y prepotente director, un hombre que sólo parece emerger de entre las butacas, en el fondo oscuro del auditorio, para ubicar su dedo en las llagas de los aspirantes, y demandarles un sincero y creativo relato que desentrañe qué los trae por ahí: por qué quisieron ser bailarines, cómo fueron sus primeros pasos en el mundo del espectáculo y cuáles son los puntos densos de sus respectivas infancias, zonas que frecuentemente terminan desembocando en la danza como refugio y como camino disruptivo de todas las tradiciones familiares.
A Chorus Line podría enlistarse en la enorme cantidad de musicales en la que los artistas cantan diciendo que quieren cantar y bailan diciendo que quieren bailar. Un show hecho a partir de la costura del espectáculo, como Fama, Flashdance, Dancin’ y –con un entramado más denso y genial– All that Jazz.
Y justamente la canción más representativa de A Chorus Line, “One”, pegadiza como la plastilina, tiene que ver con el primer show grande y con contrato formal en el que participó Ricky Pashkus como bailarín, con unos 20 años de edad. Los inicios de su relación con el baile se habían dado mucho antes, pero costó cabeza y tiempo desenmarañarlos. “Mis inicios son una mezcla donde el show, la televisión italiana –la RAI, Luigi Tenco–, los bailarines clásicos que venían al Colón, como Nureyev, las películas de Gene Kelly y Fred Astaire generaban una impresión en mí que era muy fuerte y muy excitante. En la primera etapa la palabra era bailar, pero nunca tuve la sensación de que quería estudiar. Todo tenía que ver con el show. Eso, mezclado, con ir a ver ballet al Colón con mis padres, que tenían relaciones con artistas de alta alcurnia y prestigio... Yo bailaba horas, música vienesa o polaca –vienés mi padre, polaca mi madre–, hasta el ataque de asma, literalmente.”
Ahora estaba bailando en su primer espectáculo en un gran teatro, con su admirada Nacha Guevara como protagonista y una producción cuantiosa, en medio de una confusión vocacional que hacía competir el teatro con la danza, sin saber exactamente para dónde ir. En esos recuerdos de la infancia, que no estuvieron siempre tan presentes en él, su dedicación exhaustiva a la danza aparecía de la mano de ciertos límites: “Esta sensación compulsiva por el baile me daba un profundo pudor porque verdaderamente a mis padres, sobre todo a mi madre, no le gustaba percibir el gusto por la danza. Se decodificaba este disgusto de diferentes maneras. No recuerdo que me dijera ‘no me gusta que bailes’, pero era evidente. Buscaban manifestar un énfasis muy grande en su apoyo por lo deportivo. La danza era el síntoma de que podía potencialmente ser gay”.
Los ensayos de Las mil y una Nachas, año ‘75, eran intensos –12, 13 o 14 horas–. El ensayo general empezó enrarecido: hubo vestidos rotos, desperfectos técnicos inexplicables para una obra de ese calibre, chicles en las zapatillas de los bailarines, breteles caídos... Había habido un sabotaje, un “enemigo”, alguien que se perdió en las múltiples conjeturas a lo largo del tiempo y de los eventos que siguieron. Ricky nunca terminó de confirmar por dónde venía el asunto. El remate de aires melbrooksianos, justamente ocurrió durante el tema de presentación: los acordes precisos y reiterativos que se identifican en segundos con “One”, con A Chorus Line y con la comedia musical. Ana Itelman había preparado una coreografía en la que cada bailarín tenía 8 compases para improvisar –al ritmo de esa introducción– y luego todos juntos seguían bailando la canción en perfecta coreografía. Pero ese día, que Ricky recuerda con imprecisiones pero con impresionante exactitud en los cuadros en sí, la introducción nunca terminó. Seguían y seguían los acordes cuando ya todos los bailarines habían terminado sus ochos. Las partituras habían sido corrompidas ocasionando un desconcierto total en el escenario: “Seguime a mí, decía uno de nosotros.¡Seguime a mí!, decía otro. Todavía hoy no lo puedo entender. Ni los músicos ni Favero pudieron improvisar una solución. Hubo un sabotaje de escritura, creativo y muy original. Me gustaría que alguien le pregunte a Favero si no es un recuerdo de mi cabeza”.
Al día siguiente fue el estreno. Todavía se lo recuerda muy bien: apenas comenzado, una bomba lo interrumpió en el acto. Era la primera gran obra en la que participaba Ricky y se cayó a pedazos. El recuerdo, doloroso, sigue las líneas del anterior, entre la ensoñación y la rigurosidad del detalle: “Había invitado a toda mi gente. El cuadro era el del Pichi, una canción española que generalmente canta un hombre. ¿Y qué hizo Nacha? Una hermosa versión en la que ella era el macho y todos estamos vestidos de mujer. Ahí explotó la bomba. Una bomba tremenda, quedamos a oscuras, desapareció todo, empezamos a correr. Estábamos en el segundo piso. Llegaron los bomberos. Eramos todos hombres vestidos de mujer. Cuando pudimos bajar, salí a buscar a mi madre, y cuando me ve de lejos llegar, me ve llegar vestido de mujer”.
Ricky Pashkus es uno de los nombres más asociados a la comedia musical desde lo coreográfico, además del autor y director Pepe Cibrián. Se podría decir que él quería ser actor, pero le iba mejor en las audiciones como bailarín, y se inclinó hacia la danza cuando ya era un poco tarde como para meterse de lleno. En un momento, Pashkus encontró en la coreografía un sendero confortable, que luego derivó en la dirección. Dibujó los pasos de Julio Bocca en varias oportunidades, estuvo a cargo de la dirección y coreografía de Cassano Dancing, además de encargarse de importantes musicales argentinos como los grandes éxitos de Pinti. También escribió, pintó y dirigió Estereotipos. En los últimos años viene trabajando en la dirección general de espectáculos gigantescos importados, como Los productores, Hairspray y, ahora, El joven Frankenstein, cuyo original es de Mel Brooks. El es el capitán de un transatlántico que tiene varios líderes parciales. Tal vez el rol de director tenga bastante de coreógrafo, así como para Ricky un bailarín es un actor.
Hoy, tiene una segunda obra en cartel: Souvenir, la historia de Florence Foster Jenkins, una mujer que triunfó en el mundo de la lírica siendo una pésima cantante, desafinada y arítmica, mezcla de Ed Wood, el director sin atributos pero entusiasta de Tim Burton, y Berthe Trepat, la pianista entre avant garde y patética de Rayuela. El, entonces, oscila pleno entre una puesta de 140 personas y una de dos.
Pero, además, Ricky dirige la compañía de teatro musical del IUNA, su propio estudio, que comparte con Julio Chávez, amigo de toda la vida; una escuela de producción y dirección de espectáculos teatrales, Diprodi, El Ballet Argentino y la Escuela de Comedia Musical –estas últimas con su otro socio, Julio Bocca–, un lugar que recrea los pasillos de Fama, con chicos con medias can can, calzas y polainas, carteleras con castings y música que viene de detrás de las puertas de las salas. Es, también, un semillero de actores integrales. Cuando él transmite una coreografía, tiene un sistema muy particular que consiste en irrumpir en el salón, casi sin saludar, y ponerse a bailar, rapidísimo, y repetir. Paso, paso, paso y repito. En algún momento va a entrar: “En general en las clases y en los espectáculos es lo mismo. Improviso en el momento, no preparo mucho antes. En una época eso me daba mucha culpa, pero me fui acostumbrando. Las circunstancias que me rodean son las que me llevan a lo que tengo que coreografiar. Por supuesto que escucho la música mucho antes, leo el libro, sé quiénes están. Pero el material en cuanto a secuencias específicas es creado en el momento. Y en general nace como una especie de compulsiva voluptuosidad en la que empiezo a moverme como loco. Tiene que ver casi con mi naturaleza. Las circunstancias que me miran, los cuerpos, la música, me va dando como un cuadro en ese mismo momento. Los errores los voy descubriendo sobre esa puesta. Y esto de la rapidez es porque de alguna manera, y no lo pude nunca comprobar, tengo una intuición que la manera de educar es ir más rápido que el cuerpo y la cabeza del alumno. Si yo enseño a través de lo que la cabeza comprende, es difícil que logre desestructurar y generar ese batido del cuadro que necesito para que ese cuerpo viva para entrar en el campo en el que quiero que entre”.
Su flexibilidad de bailarín le permite tener un pie en la docencia, otro en la academia y una mano en la industria, todo en permanente movimiento y todo de modo bastante intensivo. Sabe del negocio y puede decir por qué venimos teniendo tantos espectáculos gigantescos e importados, maquinarias que, en muchos casos, es él quien dirige. Esa vocación multidisciplinaria –desde los números hasta la piel erizada por el sueño de dedicarse al arte, sin que uno vaya en detrimento del otro– es uno de los grandes atractivos de sus palabras: “Eva, por ejemplo, es un muy buen ejemplo de un musical argentino de gran calidad. Creo que hace falta entender por qué nos puede ser útil conocernos más en nuestra idiosincrasia, en la comedia y en el teatro. En Jujuy, bailan Chicago y lo cantan en inglés, con un acento que yo les digo: chicos, ¡esto es una parodia! Es decir, que está gestado naturalmente el modo en que la inserción laboral se autoboomerangize. Si yo en Jujuy estudio comedia musical y hago Chicago en inglés, jamás seré insertado en un mercado, porque el mercado no tiene lugar para mí. La historia argentina tiene un Discépolo, un Mariano Mores, autores que tenían mucho éxito con las comedias musicales y que hacían lo que se llamaba en ese momento sainete, circo criollo... Eran comedias musicales. Bertolt Brecht cuando hace la Opera de dos centavos en su versión con Kurt Weill es un entretenimiento doloroso. Hair habla de una guerra. Y yo no compro que en el pueblo norteamericano sean todos estúpidos. Sí veo quizás más simplismo. Pero hacen Hair, y yo fui a verlo en ese momento, y vos no sentías que estabas ante algo pasatista. Sentías que estabas ante algo reconstituyente, en un lenguaje que para ellos es muy propio. Claro, si hoy me decís hagamos una comedia musical sobre los desaparecidos, yo no la hago, porque no nos es propio”.
–Por nuestra naturaleza melancólica y crítica... Nuestra entrega hacia la fe no es automática. Tenemos demasiada historia de desconfiar en la fe. El norteamericano, para bien y para mal, tiene todavía su fe, en gran medida, firme. Y tiene la comedia musical para hacerle justicia. El teatro musical al que pertenece esa comedia tiene otras variantes: operetas en Viena, hermosas versiones en Francia, zarzuelas en Madrid que le hacen justicia al género musical de cada país. Yo creo que en nuestro país la comedia musical no haría justicia a un aspecto nuestro que es el que no tiene fe. No somos un pueblo de fe. En una comedia como A Chorus line, que cuenta la trastienda de cómo los bailarines del grupo quieren conseguir el papel, fue un fracaso acá. La obra es “lo voy a conseguir, lo voy a conseguir”. Vos estabas ahí y te emocionabas al escucharlo: “I Hope I Get It”, dicho por un don nadie que miraba y decía yo lo voy a conseguir y voy a competir por este papel. ¿El público argentino? “¡Qué lo vas a conseguir, hijo de puta, no vas a conseguir nada, está todo arreglado, no seas pelotudo. Sos un boludo, sos un ridículo!” Puede que hoy no sea tan así, pero cuando vino A Chorus Line, imaginate lo que era acá “lo voy a conseguir”. ¡No había complicidad en la fe! Y esto es parte de lo que se critica de la comedia musical. “¿Qué les dieron para que estén tan contentos?” Yo soy crítico y de ver el ridículo, pero no creo que la comedia musical sea una fe ridícula. Creo que es una fe de la que todos podemos sentirnos parte. Que no nos guste, que nos resuene esa fe porque nos sentimos vulnerables con esa fe, porque nos van a cagar y más vale que nos caguen sin fe que con fe... Pero este arte requiere de un alto nivel de entrenamiento en danza, un alto nivel en canto y en actuación. Mucha fe, mucha fe, mucha fe. Fe a prueba de que “no vas a conseguir trabajo”, a prueba de “para qué si no hay producciones”, y a prueba de que “es un país de mierda”.
Tal vez esta perspectiva pueda explicar unas cuantas cosas. Entre ellas, por qué el bendito video de Susan Boyle, una provinciana sin demasiados atributos físicos más que su voz, cantando y sorprendiendo a un jurado exitista, estremece hasta al más escéptico. El hecho de que su tema haya sido “I Dreamed A Dream”, del musical Los Miserables, es casi redundante: su historia –del suburbio a la cima televisiva con la fuerza del talento y el deseo de cantar– es puro material musicalizable.
Hay muchos musicales que hablan de triunfar por medio de ser escuchados y tenidos en cuenta, como Hairspray o el argentino Aquí no podemos hacerlo (de Cibrian Campoy). Incluso Los Miserables lo menciona (“Do You Hear The People Sing”), en un contexto revolucionario. Eso, en definitiva, es un miedo constitutivo del artista: ¿podré vivir de esto? Pashkus tiene una obsesión por la inserción laboral: desde ese punto de vista habla de su escuela, de sus trabajos, y también de la recurrencia de los musicales a hablar del quehacer del artista. El participó como jurado de realities cuando se eligió a la protagonista de Hairspray y en High School Musical, pero dice que sólo lo haría de nuevo –como sucedió hasta ahora– si el premio es un premio que dé trabajo al ganador. Pero, además, se detiene una vez más en todos los musicales –comedias musicales o teatro musical, el género que englobaría a la comedia– que hablan del mismo hecho de hacer una obra: “Esas películas suelen hablar de mucho sufrimiento, pero hablan también de que si tenés una pasión, en este mundo donde el dolor está dando vueltas en todo momento, hay algo que la vocación ofrece que es igual en un sentido a la fe de un rabino, un sacerdote o un amante, y que tiene que ver con un servicio. Y ésa es una fe en la que sí creo”.
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