› Por Philip Glass
Siempre supe lo que quería hacer y lo hice.
A medida que envejecés te pasa una cosa muy interesante. En determinado momento te volvés más viejo de lo que eran tus padres cuando murieron. Mi padre murió a los 65. yo tengo ahora 71. El podría haber vivido más, pero hubo un evento desafortunado, un accidente trágico, lo atropelló un auto. En este momento, soy seis años mayor que mi padre cuando murió. Ahora veo a mi padre como un hombre más joven. El es el ahora el joven Sr. Glass.
Cuando uno se convierte en padre, empieza a entender mejor a sus propios padres. Empezamos a entender lo mucho que les debemos, lo mucho que hemos sido formados por su visión del mundo.
Trabajo todas las mañanas sin falta.
Practicás y te volvés mejor. Es muy simple.
No siempre fui la bombita más brillante del arbolito. Era un tipo trabajador, pero en mi opinión yo no estaba entre los más talentosos en Juilliard. No tenía esa brillantez que alguna gente tiene de verdad, pero tenía un tremendo apetito por el trabajo.
La motivación compensa muchos defectos.
Cuando me fui de la Universidad de Chicago tenía 19 años. Volví a Baltimore y les anuncié a mis padres que iba a estudiar música en Juilliard. No quedaron encantados con la idea. Así que fui a la fábrica de acero Bethlehem Steel y me conseguí un trabajo en la fundición por nueve meses, donde gané dinero suficiente para ir a Nueva York y vivir durante un año y estudiar música. No pensé en aquello como un acto de coraje; puede haber sido más un acto de desesperación que otra cosa.
Cuando emprendí el camino de mi propio lenguaje musical, me desvié del mundo de la música seria, según lo entendía la mayoría de mis profesores. Pero no me importó. Podía remar el bote yo solo. No necesitaba estar a bordo del gran transatlántico con todos los demás.
La autoestima proviene de tus padres. Alguien te dice que podés hacer lo que quieras, y les creés.
La pregunta es: ¿qué es la molienda? No: ¿qué es el molino?
La colaboración es la fuente de inspiración para mí.
Cuando era un chico y trabajaba en la fábrica de acero, si te parabas enfrente de la caldera, el calor que salía era sorprendente. Y siento que Nueva York fue, de muchas maneras, la caldera –la caldera cultural–. Tan sólo quedarte parado en ese calor te mantiene animado.
Cuando escuchás por primera vez la música que compusiste vos mismo, está ese momento sorprendente en que la idea que llevabas en tu corazón y en tu mente regresa a vos en las manos de un músico. La gente siempre pregunta: “¿Es lo que te imaginaste que iba a ser?”. Y ésa es una pregunta muy interesante, porque una vez que lo escuchás en el aire, por así decirlo, es casi imposible recordar qué era lo que te habías imaginado. La realidad del sonido eclipsa tu experiencia. El soñador solitario se pregunta: ¿Sonarán bien los cuernos acá? ¿Sonará bien esta flauta ahí? Pero después lo escuchás de verdad, y te encontrás en un lugar ciertamente diferente. La experiencia de ese momento es mi dios.
Cuando estás trabajando de verdad, jugando al tenis en serio, levantando pesas, jugando al básquet, o lo que sea –pasa en los deportes, en la música, en todo–, cuando estás completamente absorbido en el acto, los testigos simplemente desaparecen. Y por esa razón, cuando alguien pregunta “¿Qué tal salió?”, no te podés acordar, porque la persona adentro tuyo que se ocupa de recordar estaba por lo demás ocupada.
Lo que noté es que la gente que ama lo que hace, sin importar de qué se trata, tiende a vivir más.
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