Hace 20 años, con una antena precaria plantada subrepticiamente en la terraza de un departamento del barrio de Almagro, un grupo de amigos emitía por primera vez con la idea de crear una radio. El viernes pasado, esos militantes de izquierda y estudiantes de Comunicación celebraron el cumpleaños de aquella idea, hoy convertida en una usina de radio, discos y libros, con centro de capacitación y producción, bar, auditorio y un papel protagónico en el tejido de redes alternativas. Premiada en el mundo, involucrada en la creación de radios en todo el país, La Tribu baila alrededor de su antena (que no es la misma que aquella vez les robó una vecina).
› Por Angel Berlanga
“Hola, hola, ¿me escuchan?” En la sede de Sociales, en Marcelo T. de Alvear y Uriburu, Ernesto Lamas oyó la pregunta que hacía al aire, a través del 88.7 de frecuencia modulada, su compañero y amigo Damián Valls, en directo desde el estudio clandestino de Gascón al 500, piso 14, departamento alquilado. Era 19 de junio de 1989 y Menem era el presidente electo. Meses antes, La Tablada; meses después, la caída del Muro de Berlín. El tiempo pasa, las cosas cambian, se escapan, se esfuman: basta con ver en perspectiva, nomás, aquel imaginario comunista, el copamiento al cuartel, la década neoliberal que llevó al colapso. Veinte años atrás, aquellas fueron las primeras palabras de la prueba inicial de transmisión de una radio que todavía no tenía nombre y que aquellos muchachos, militantes de izquierda y estudiantes de Ciencias de la Comunicación, hoy profesores en la carrera, iban a sostener con estoicismo. “Queríamos hacer la revolución y nos salió La Tribu”, dice ahora Lamas en Lambaré 873, la sede de una emisora que, con el tiempo, fue ampliando sentidos y enfoques y relaciones y búsquedas. Veinte años después, La Tribu es el emblema más potente y significativo de radio alternativa y comunitaria. Decir La Tribu es decir eso: se anota fácil, se construyó con mucho trabajo de muchos.
“Eramos un grupo de estudiantes de la UBA y, por supuesto, no teníamos la menor idea de que estábamos iniciando un proyecto que iba a cumplir veinte años”, dice Lamas, que fue el primer director, el que redactó un primer boceto en 1988. Por entonces no existían los permisos provisorios para las FM, pero eso no los iba a frenar: se hicieron de un equipo muy rudimentario –cosas que traían de sus casas, la mayoría–, escogieron el barrio de Almagro porque ahí se concentran muchos estudiantes, y alquilaron un departamento en un piso alto para poner la antena. Al consorcio le dijeron que iban a dar un taller y que necesitaban captar bien la señal. En una de las paredes que dividía a dos de los tres ambientes le abrieron un hueco para que vinculara las partes: de un lado estudio, de otro sala de operación. “Nos pasábamos el mate por el agujero: ni siquiera había vidrio –se ríe Lamas–. Ahí funcionamos en condiciones de clandestinidad total, al principio ni dábamos el teléfono. Hasta que los vecinos fueron descubriendo que pasaba algo raro: grupos que entraban y salían, siempre a la misma hora, todos los días. No faltó quien dijo al portero: ‘Soy del programa que viene ahora’. Ese departamento tuvo la mística de los comienzos: estábamos haciendo algo que era un derecho y que a la vez era ilegal. Pero no teníamos idea de cómo conseguir los papeles y sabíamos que en ese momento no podíamos discutir nada con nadie: todos teníamos más o menos 21 años.”
No tenían un modelo que seguir: tomaron algo de FM en Tránsito, una cooperativa de periodistas de Castelar, algo de las radios rojas europeas, algunas referencias de emisoras latinoamericanas con sesgo alfabetizador o insurgente. “Pero no había radios alternativas en una ciudad, acá, gestionadas por jóvenes –dice Lamas–. Y al no tener modelo, nos tuvimos que inventar uno.” Tras alguna votación, la radio se llamó unos días FM Revuelta: el nombre compitió con “La gallina feroz”, “Etcétera”, “Centrífuga”, “Pulgas”. La Tribu surgió unos meses después, en una charla sobre tribus urbanas: “Esos somos nosotros”, se dijeron. En la primera programación formal, de treinta horas semanales (lunes a viernes de 20 a 2), ya se llamaban así. Todo era muy precario, porque con excepción de Lamas, que por esa época empezó a trabajar con Eduardo Aliverti en Protagonistas, casi no tenían experiencia. “Había acumulación de ideas, pero a las dos semanas se nos acabaron: en la radio es muy efímero todo –cuenta–. Los casetes, los escasos invitados que teníamos por contacto, todo se quemó rápido y por orgullo no queríamos repetir. Dos semanas ahí arriba y caímos. ¿Ahora qué hacemos?” Lamas militaba por entonces en el Partido Comunista y presidía, vía Frente Santiago Pampillón, el centro de estudiantes de Comunicación: de esos ámbitos son los oyentes, que simpatizaron, alentaron y también alertaron sobre el descalabro que sonaba al aire. “Había, en algunos, esa tendencia a pensar que lo comunitario tiene que estar mal hecho, que cuanto más pobre más alternativo, más del palo –explica–, una discusión que por suerte la ganaron quienes pensaban que ser de izquierda no significaba ser precarios.”
Un día llegaron y la antena no estaba. La había incautado una vecina. Los habían descubierto hacía rato y la cosa iba poniéndose difícil. “Averiguamos y la señora, que se llamaba Mafalda, nos reconoció que la tenía. Por la rendija de la puerta nos la terminó entregando, con la condición de que no la pusiéramos más. La pusimos en el balcón. Me acuerdo de que llovía y estábamos con Damián Valls haciendo piruetas para armarla de nuevo. ‘Esto va’, me dije en ese momento. Esa tozudez marcó que esto era algo serio, no un hobby.”
Pero en ese edificio tenían los días contados, así que los fundadores (además de Lamas y Valls, segundo director, Hugo Lewin y Claudio Vivori) se buscaron otro lugar. A cinco cuadras apareció la casa de Lambaré, un lugar que había sido hotel de inmigrantes y luego devino una especie de centro cultural de grupos alternativos de teatro, cerámica, artesanos en madera. Ocuparon una pieza en septiembre del ’90: ese año ya salían al aire todos los días, con 84 horas de programación semanal. Hoy, en el otro extremo de la historia, transmiten todo el tiempo, tienen 60 programas, 300 participantes, una treintena de asalariados y ocupan toda la casa. Además de radio, La Tribu es hoy un proyecto rotundo de medios, comunicación y cultura, con libros y discos editados, un centro de capacitación y producción, bar, auditorio, participación en audiovisuales y un rol protagónico en el tejido de redes alternativas.
Gastón Montells fue director de La Tribu hasta septiembre del año pasado. Y, puesto a elegir un momento emblemático, opta por el montaje de una FM del Movimiento de Campesinos de Santiago del Estero. Con el apoyo de Emisoras Autónomas de Andalucía (EMA) pusieron en funcionamiento, desde 2003, radios para el Mocase en Quimili, Tintina, Pinto y Las Lomitas (esta última funciona a energía solar y es la primera de ese tipo en la Argentina). “Hay un instante que marca un antes y un después en emprendimientos como ésos –dice Montells–. Luego de muchos años de trabajo conjunto, de elegir un territorio, construir una casa, llevar los equipos y montarlos, se sintoniza una frecuencia. Llegan los campesinos con sus sillas para sentarse a escuchar la radio ahí; se arma una fiesta al pie de la antena, se asa un cabrito, la gente entra y sale de la casa. Y entonces alguien, por lo general algún joven del lugar, dice unas primeras palabras. Las caras, las expresiones de los hombres y mujeres del Mocase en ese momento son indescriptibles: una mezcla de emoción, miedo, de no creerlo. Son situaciones que coronan el trabajo en red, algo por lo que apostamos fuerte.”
Uno de los momentos ásperos en la historia de La Tribu fue el de la bomba, en agosto del ’93. “Estábamos haciendo una campaña contra los edictos policiales –recuerda Lamas–. Ese año hubo muchas agresiones a la prensa, le habían pegado a Bonelli a la salida de Mitre, le habían cortado la cara a López Echagüe. Un domingo a la noche nos tiraron una molotov que nos incendió el frente de la radio y también unos metros hacia adentro. No hubo heridos y por suerte estaba al aire Quemen los bosques, un programa que hacía la gente que hoy hace la revista Barcelona: apagaron rápido el fuego. Al final fue algo que nos terminó de consolidar con el barrio, los medios de comunicación se solidarizaron mucho con nosotros. También nos marcó que teníamos un nivel de incidencia real: nos escuchaba la cana, la SIDE, no sé, las películas paranoicas de esos momentos. Y aunque nos asustó, porque somos no violentos, también nos fortaleció rodearnos de tanta gente. Por entonces teníamos un programa llamado La Tribu va a la escuela: venían los chicos con su docente y desarrollaban un tema al aire. Cuando pasó esto pensamos que se cortaba, que los padres no dejarían venir a los pibes a una radio a la que le tiran una bomba. Y resultó lo contrario: nos tocó una escuela piola, y además de venir hicieron un programa sobre libertad de expresión.”
A fines de ese año hicieron la primera fiesta: 500 personas. A la última, para recibir 2007, fueron 10 mil. Les encantaría retomarlas, pero desde que asumió Macri ni les respondieron por la solicitud de los mínimos requisitos de logística.
Rodrigo Tornero tiene 28 y es el director actual de la radio. Nació en El Bolsón, se inició en FM Alas, una comunitaria de allá, y arrancó en La Tribu en 2002, en la producción de Vinilo 33, un programa con mucha agenda vinculada con derechos sociales y humanos. “Era un momento en el que estallaba todo, con muchísima movilización, participación –cuenta–. No es casual que en la radio funcionara un club de trueque.” Hizo de todo: desde operación técnica hasta participar de reuniones con directivos de emisoras alternativas de otros países: La Tribu es miembro de la Asociación Mundial de Radios Comunitarias desde el ’92. Tornero hace una aclaración importante: “La figura de ‘director’ es un tanto borrosa para un proyecto como éste”, dice. La Tribu se maneja, en realidad, por un “colectivo directivo cotidiano” formado por 14 miembros que pertenecen a tres áreas: radio, comunicación (publicaciones, biblioteca y producciones generales) y capacitación. El 60 por ciento de la producción es propia, hay un 30 independiente y otro 10 combinado. En estos veinte años participaron activamente con programas Carmen Guarini, Hebe de Bonafini (madrina de la radio), Enrique Symns, Liniers, Los Macocos, Tom Lupo, Mosquito Sancinetto, Pedro Brieger, Juan Pablo Sorín, Liliana Daunes, Raúl Zaffaroni, entre muchos otros. Desde hace varios años, además, permanecen al aire los ciclos de H.I.J.O.S. y de La Colifata, el programa de los internos del Hospital Borda, con quienes Manu Chao –otro encantado con la radio, que se afinca ahí cada vez que viene– grabó varias canciones. La creatividad y las búsquedas estéticas e ideológicas constantes para enfrentar y/o tomar distancia de lo que reproducen los medios comerciales también los puso en sintonía con personalidades como Naomí Klein, Armand Mattelart o Franco Bifo Berardi, que dieron conferencias en la radio.
“Nos interesa mucho la construcción de autonomía, poner las condiciones que uno quiere –dice Lamas–. Hay cosas que se consensúan con el mercado, las instituciones, el Estado, la legalidad, pero desde un sitio en el cual otras cosas, seguro, no se transan. Sería más fácil gestionar esto con cierto verticalismo, porque es muy cansador, y más en un proyecto comunicacional, manejarnos con asambleas, sin patrones; pero nosotros siempre hemos optado por fortalecernos desde la mirada colectiva. Siempre nos creímos aquella frase de Brecht, que usamos tanto: la radio sería un medio maravilloso si además de hablar pudiese recibir. Como concepto, oyente no nos termina de convencer. Queremos interlocución, que la gente entienda que comunicarse, difundir algo, venir y opinar, es un derecho, y que para eso tiene que hacerse cargo. Y que eso no es espontáneo, que requiere disciplina, formación, investigación y demás, y que el medio está a disposición para eso. Hay montones de grupos que tienen cosas para decir, como el caso concreto del Mocase, o las minorías sexuales, los inmigrantes, o los jóvenes, que por lo general sólo están en los medios con noticias rojas o de la farándula. Construir otra mirada, para nosotros, era mostrar que se puede hacer un medio viable económicamente, que diera trabajo y formación profesional sin necesidad de pertenecer a una empresa con fines de lucro.”
En los últimos dos años empezaron a recibir premios: de la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, del Fondo Nacional de las Artes, de la Bienal Internacional de Radio de México, de la agencia Télam, de Every Human Has Rights, por campañas e investigaciones sobre temas como Salvador Allende, talleres textiles clandestinos en el Bajo Flores o explotación sexual en la Argentina. Vienen intensificando, también, encuentros y festivales sobre software libre y nuevas tecnologías, un área clave para la expansión en redes que persigue La Tribu. “Tres tecnologías cotidianas, las computadoras domésticas, la telefonía celular y los reproductores de mp3, reconfiguraron las maneras de vinculación entre las personas y los medios, sobre todo en los jóvenes –señala Montells–. Por supuesto que hay desigualdad en el acceso, pero por eso, desde hace un tiempo, nuestras matrices de producción son pensadas también para momentos y soportes distintos.” Los festejos incluyen una renovación de la página web, desde donde puede accederse a trabajos significativos de la radio.
“Aquélla es la antena”, dice Lamas ya a la salida, en la puerta, y apunta hacia lo alto de un edificio. Un armatoste, allá arriba. El equipo emite con una potencia cien veces mayor que el de aquel departamento de Gascón: hoy transmiten a toda la ciudad y al primer cordón del conurbano. Estacionada, enfrente, está la camioneta-móvil de la radio, que compraron hace dos años con aportes de los andaluces de las EMA. La historia de La Tribu también puede contarse, apunta Montells, por las frases que fueron acompañando cada etapa: “En el aire con los pies en la tierra”; “Una radio no colonizada”; “El último refugio del tercer mundo”; “Un atentado cultural en los ’90”; “La impaciencia furiosa”; “Acostumbrarse es morir”. La última, la de hoy, es “Veinte años de amor”. “No hay frase que exprese de manera más clara lo que somos –dice Montells–. Podríamos decir veinte años de política, de utopía o, en términos soberbios, de revolución. Pero quisimos recuperar, también, un concepto bastante descuidado, entendemos, por los espacios tradicionales de izquierda: la idea de vincular la política con el amor, el placer, el cuerpo, la construcción de una sensibilidad. No son veinte años de amor de utilería o beso de televisión: son veinte años de furia, de sacrificio y de amor a las ideas, los vínculos y los sueños. Si tenemos una tarea, desde el primer día, ésa es politizar la vida cotidiana.”
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