› Por Claudio Zeiger
Noto con creciente alarma que si hoy alguien quiere denotar, connotar o simplemente dar a entender que algo pertenece a un tiempo no diríamos remoto pero sí absolutamente ajeno a nuestro presente y sobre todo a cualquier vestigio de juventud, exclama con naricita fruncida y un gesto de las manos como quien arrojase la vida hacia atrás: ¡Pero eso es de los ’80!
Y sí: el futuro llegó.
Más allá de aceptar lo irremediable –el paso del tiempo y su influencia sobre las personas–, caben algunas reflexiones acerca de nosotros y las décadas entendidas como separadores históricos y culturales, muchas veces reducidas a una cuestión de moda, programas de TV y bandas musicales. Justamente, detrás del pop blando, esteticista y hedonista, se esconde el corazón aventurero de una década agónica y turbulenta que, como todo, irá sucumbiendo a la melaza de la nostalgia y, en definitiva, sufrirá el rechazo por ser el pasado.
No sucede lo mismo con otras décadas. Ahí están todavía jóvenes los ’60, esa musiquita y esos colores brillantes, la experimentación eterna, la Vanguardia que no cesa, el reciclado eterno. Ahí están los encrespados ’70, marcados a fuego por el viento huracanado de la Historia, la violencia (su partera) y la tragedia, un relato fascinante que hoy en día mantiene intacta su capacidad perturbadora. Pero los ’70 hegemonizaron, aparentemente para siempre, el relato histórico político. ¿Qué sucedió después de la guerra de Malvinas (que bien podría considerarse la clausura de los años ‘70), ese momento autodestructivo de la dictadura militar que, desesperada por encontrar enemigos, finalmente se encontró a sí misma?
Después vino una larga cinta que se desenrolla llamada democracia. Y con ella empezó el pequeño relato fragmentado y minimalista de la sociedad civil que se busca a sí misma en un laberinto de insatisfacción y desencanto.
Los llamados ’80 fueron el más acabado ejemplo y el comienzo de ese fin de gran relato, de totalidad: década corta, probablemente fechable entre 1983 y 1989. Y agónica: la década del sida y el reviente, los años de los últimos románticos & malditos que arañarían a lo sumo el fin de siglo, con su enfermedad, con sus empresas estatales a punto de ser privatizadas. Los sobrevivientes podrían empezar a subirse al carro del nuevo Dios que nos rige desde entonces, la otra cara de los ’80: el consumo.
Por eso hoy el recuerdo está indisolublemente ligado –en la memoria de los medios, radios FM, canales de TV– a los consumos culturales que desde los ‘80 en adelante supimos conseguir. Por eso la memoria es cada vez más corta y despectiva, el ideal de juventud más indolente e irresponsable (“Ah, de eso no sé, eso no es de mi época”) y hasta el mismo concepto de década como separador histórico cultural empieza a extinguirse con un nuevo siglo que empezó con crisis, siguió con crisis y en rigor no va para ningún lado.
En el reverso de la mirada nostálgica, la tradición de los vencidos y los resistentes sabe que todo tiempo pasado fue peor porque siempre –siempre– hay que apostar al futuro. Pero así y todo, es duro escuchar que una radio llama a un segmento de música de los primeros ’90 “Clásicos jurásicos” o que aquellos años ’80 (¡sin Internet ni celulares!) se reconvirtieron en cortina musical de happy hours o Noche de clásicos en los boliches de solos y solas.
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