Dom 09.08.2009
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ARTE > LAS SORPRENDENTES PINTURAS DE STEPHEN KOEKKOEK

El holandés errante

Stephen Robert Koekkoek era miembro de una familia con más de cuatro generaciones de pintores. Pero él fue el primero en abandonar su continente natal hacia América latina. Su viaje por Perú, Bolivia, Chile y finalmente Argentina, esparce la obra y la leyenda de un artista exitoso, en búsqueda permanente de un estilo que dialoga con Turner, Sorolla, Goya y Van Gogh. Pero su errancia no encuentra paz, y en pocos años el dandy impenitente al que el dinero le quema en las manos termina trabajando en pensiones, pagando con cuadros pintados sobre pedazos de armarios desarmados, adicto a la morfina y, finalmente, internado en el Borda, donde sus cuadros son comprados por un médico. Una muestra en la galería Azur permite ver en vivo esas pequeñas maravillas que a veces pintaba en quince minutos para pagar el cuarto de la pensión.

› Por Sergio Kiernan

No hay un holandés que no sonría con el nombre: Koekkoek se pronuncia “kuk kuk” y es exactamente lo que hacen los pajaritos cucú en el bravo idioma de esos lugares. Es el único lado cómico de un artista que tuvo inmenso talento, hormigas en el faldón, una verdadera furia creativa y vicios que lo destruyeron en esta lejana América. Stephen Robert Koekkoek se murió joven de tanta morfina y alcohol, de tanto vivir en hoteles y andar a los tumbos. Es un maldito olvidado, tal vez el único que terminó en el Borda con sus médicos coleccionándole cuadros.

Los Koekkoek tuvieron un gen pintor que les duró un buen par de siglos y cuatro generaciones. Con nombres de próceres –Johannes Hermanus, Barend Kornelis, Marinus Adrianus– estos artistas se fueron pasando el oficio: barcos, paisajes, más barcos, canales con molinos, vistas urbanas, interiores y todavía más barcos. Las escuelas fueron pasando, pero la identidad holandesa de sus pinturas es indiscutible en su luz crepuscular, el grado de contraste entre valores, la precisión arquitectónica y esa peculiar manera de representar árboles, medio que desflecada y heredera de Rembrandt.

La dinastía tuvo sus picos de talentos y Barend hasta tiene una casa museo en Kleef, Alemania, mientras que nuestro museo nacional guarda una bella marina de Johannes Hermanus, mal identificado como “Hermann”. Nunca les faltó nada a los Koekkoek y para cuando nació Hermanus junior, en 1836, el registro puede decir que lo único raro es que el hombre terminó mudándose a Londres y casándose con una inglesa.

Lo que explica el nombre de nuestro Koekkoek, que aprendió a pintar de pibe, sin darse cuenta, ayudando a su padre y a su primo mucho mayor, aunque la falta total de documentación y su reticencia hasta llevaron a especular con que sólo aprendió a pintar ya instalado en Chile como minero fracasado. Sea cual sea el comienzo, se sabe que en 1909, con Hermanus recién muerto y los 21 cumplidos, Stephen se manda a las Américas, arrancando por Lima, pasando por Bolivia y, para 1914, asentándose en Chile. Es en Valparaíso, frente al mar, que Stephen se deja de buscar permisos de minería y de malvivir enseñando su lengua, y empieza a pintar.

Curiosamente, no lo hace con lo que tiene delante sino con lo que recuerda de su Londres. Los chilenos tienen vistas del Támesis y sus puentes bajo la bruma, pinturas casi monocromáticas que muestran un entendimiento natural y afilado del valor y el contraste, y un tránsito viejo con Turner.

Al año, Koekkoek está en Mendoza y presentando una exposición de vistas andinas y holandesas, una mezcla de molinos y picachos que arrasa con los mendocinos. El color y el tratamiento ya son postimpresionistas, pero la carga de materia recién empieza a apilarse en las telas: falta un paso para que Stephen se termine de volcar a su casi compatriota, Vincent Van Gogh. Mientras llega, Koekkoek hace amigos y termina casado, a los 27, con la pelirroja y linda Nella Azzoni, hermana de un destacado pintor local y menor de edad. El matrimonio fue posible por el éxito de la muestra, que le dejó al autor la fastuosa cifra de cinco mil pesos moneda nacional, que entonces alcanzaba para una casa, y porque el señor Azzoni firmó los papeles autorizando la boda de la nena.

Esta paz de casadero no le duró casi nada a Koekkoek. Nacido su único hijo –con el rarísimo nombre de Bernardo Winkfield–, Stephen comienza a vagabundear de nuevo. Va y viene, manteniendo domicilio mendocino, a veces con el bebé y a veces sin, parando seguido en el campo de unos amigos en Chivilcoy, conociendo linyeras y gastando en tiempo real cuanto mango le entrara. A este pintor le quemaba el dinero y sus obras se vendían al precio de una estadía de pensión o de una cuenta de almacén. Ni hablar de cuando se quedaba sin telas y pomos: el que cotizara para estos esenciales se quedaba con una pintura al precio que quisiera, y un carpintero de Chivilcoy se hizo una pinacoteca proveyendo tablas bien lijadas para pintar.

En 1916, Koekkoek se decide a bajar a Buenos Aires y mostrar lo suyo. Enseguida está exponiendo en Witcomb, en esos años sinónimo de prestigio, y posando para los catálogos con su triste cara afilada y guapa, de cuello Eton y cigarrillo en mano. Se empieza a ganar coleccionistas y admiradores, le castellanizan el nombre a Esteban Koek Koek, viaja constantemente a Chile, hace una gran exposición en Bahía Blanca –que, increíblemente, era un mercado para artistas– y otra en Montevideo, organizada por un abogado que pintaba en secreto llamado Pedro Figari.

Para 1919, después de alquilar un chalet en Banfield, Koekkoek se muda al centro a un atelier en la calle Florida. Hecho un dandy, llegaba a trabajar y se iba desnudando: el sombrero, el saco, el chaleco, los pantalones. En el salón quedaba un hombre en camisa, corbata y medias gruñendo a cada pincelada, dando saltitos como de gato entre los dos muebles del lugar, un atril de los pesados y un barril de jerez español subido a un fuerte caballete. El ritmo era maníaco y las pinturas más chicas tardaban quince minutos, con una hora como tope para una tela mayor.

Curiosamente, el pintor no vivía en su estudio sino en una larga serie de pensiones, hoteles y hotelitos, en los que invariablemente pagaba con cuadros. Cabarets y restaurantes, almacenes y bares exhibían cuadros de Koekkoek, que no entendía que el efectivo sirviera para otra cosa que vestirse con extremada elegancia, bancar escritores en desgracia y hacer felices a las chicas noctámbulas. Es por eso que en 1923 pone a la venta más de 150 pinturas en el Banco Ciudad y es por eso que los diez mil pesos que le paga el Estado en 1925 por un cuadro para regalarle al Príncipe de Gales, se van en cosa de días.

En el ínterin, descubre al joven Quinquela Martín –que era un lince para encontrar maestros– y pasa por facetas de homenaje a Van Gogh, a Goya y hasta a Sorolla, al que le admira la luminosidad y la maestría de pintar agua. Y también se empieza a volver loco.

En marzo de 1926, la policía detiene a un extranjero en pleno brote por los canteros de la plaza Lavalle. Koekkoek termina en el Borda –entonces llamado Hospicio de las Mercedes– a cargo de un psiquiatra simpático y de avanzada. Sus amigos le acercan telas y pinceles, con lo que Stephen de a poco abandona su convicción de ser Napoleón, deja de condecorar a los otros internos y se pone a trabajar. Sus médicos terminan coleccionando y el todavía internado envía obras a seis exposiciones en todo el país.

Lo que terminó de quebrar esta energía fue la crisis del 30, que secó la economía y el mercado del arte. Koekkoek, siempre vestido como un dandy, va bajando de hoteles, del Centro al Once y después a Constitución, pasando por alguna bohardilla porteña amueblada con cajones y un catre. Cada vez más aislado de la realidad o más indiferente, comienza a viajar por el interior y a Chile, con un pasaje que le regalan los Menéndez Behety. En 1934, a los 47 años, el hotelero de Santiago lo encuentra muerto en su cuarto. El mismo presidente chileno ordena una investigación y el diagnóstico es sobredosis de morfina mezclada con alcohol.

La inmensa masa de obra que dejó Koekkoek en cuatro países puebla museos, colecciones privadas y aparece regularmente en cuanto remate de arte se haga en el país. Es un conjunto de centenares de piezas inmediatamente reconocibles por la obsesión con el destello de color, la paleta cada vez más violenta y la combinación de oscuridades goyescas, empastados a la Van Gogh y una gran expresividad material. Hay telas, pero también hay piezas en madera de formatos extraños: son pedazos de armarios de pensión, que Koekkoek desarmaba a golpes en la noche para tener en qué pintar.

Algunas de esas maderas pueden verse en la pequeña y notable muestra en la galería de Ayacucho 1883. Insólitamente, es un conjunto que viene de un hotel de Constitución donde estuvo ochenta años a la vista indiferente de los huéspedes. Koekkoek los dejó como pago de estadía.

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