CINE > LA NUEVA DE CAMPANELLA: UNA VUELTA DE TUERCA A SU CINE
El cine de Juan José Campanella parece haber dado con un personaje corriente, pero extraordinario: el perdedor de clase media que resiste los embates de la modernidad. En El secreto de sus ojos, ese drama cotidiano y existencial encuentra una nueva dimensión: la del odio y la venganza en un país de décadas de injusticias.
› Por Juan Pablo Bertazza
Campanella sabe hacer algo que pocos directores argentinos saben. Algo que muchos hacen mal o, peor aun, involuntariamente: una suerte de anacronismo intencional y a contracorriente; rescatar algo del pasado para verlo a la luz de la actualidad. Sombras del pasado que casi siempre tienen que ver con el amor y son encarnadas, si no por antihéroes, al menos por valientes derrotados, intransigentes losers que le hacen frente a una modernidad que los deja siempre mal parados. Progresistas que resisten al progreso.
En El mismo amor, la misma lluvia (1999), Campanella retomaba, a partir de la relación entre Jorge –un escritor con futuro– y Laura –una camarera de restaurante– la idea hollywoodense del amor romántico: una relación conflictuada, laberíntica, inserta en esos microclimas donde el amor, inexorablemente, desata la tormenta. En esa película tal vez esté la única excepción que confirma la regla, la muestra negativa de lo que serían a partir de entonces los personajes de Campanella: ahí Darín traicionaba y perdía todo (amigos, vocación y chica), entre otras cosas, por empezar a cobrar comisiones a cambio de críticas favorables en el diario. La corrupción arruinaba las ilusiones y arrasaba con todo.
En El hijo de la novia (2001) se consolida no sólo el refugio ante un progreso devastador (el bar que termina comprando con la venta del restaurante familiar, muy alejado de las luces de neón de los grandes bares que proliferaron en la década del ‘90) sino también el característico antihéroe de Campanella: Rafael Belvedere reencauza su hartazgo existencial ayudando a sus padres a cumplir un sueño fuera de tiempo: casarse por iglesia. Y --he aquí la clásica operación de Campanella-- lo hacen en un contexto político y social en que ningún documento, ningún papel ofrecía garantías de nada.
Por último, en Luna de Avellaneda (2004), el objetivo era salvaguardar las instalaciones de un club social y deportivo que ya hacía tiempo había visto pasar su época dorada pero que, a punto de ser demolido para poner justamente un casino, seguía ofreciendo un refugio para esa argentinísima pasión por el barrio y los amigos. Era, después de todo, una manera de mantener en pie una institución tangible y amigable.
Si bien su coqueteo con el policial podría asociarse a Ni el tiro del final, primera película del internacional Campanella estrenada en los cines argentinos, El secreto de sus ojos confirma y lleva al extremo la esencia de la mencionada trilogía: esa porción del pasado que se inmiscuye en el presente de la mano de grandiosos perdedores. En este caso, en el contexto de un viejo crimen ya esclarecido, pero que es necesario rever después de muchos años porque aún esconde un enigma, un enigma que tiene que ver con la venganza. Benjamín Espósito (nuevamente el actor fetiche Ricardo Darín) decide llenar su crujiente tiempo libre una vez jubilado de su trabajo en un juzgado penal. Y lo que se propone es novelar el caso que, durante tantos años de expedientes, llamó más su atención: la violación y el asesinato, en la Buenos Aires de 1974, de una joven hermosa que paralizó la vida de su flamante marido, Ricardo Morales (Pablo Rago, quien, de paso, reencarna la idea también anacrónica del enamorado para toda la vida, fiel incluso después de la muerte y convencido de haber encontrado a “la persona”). Para inspirarse, Benjamín vuelve a su antiguo lugar de trabajo y habla con su antigua jefa inmediata, la secretaria del juzgado Irene Menéndez Hastings (Soledad Villamil), la mujer de la cual siempre estuvo secretamente enamorado.
“El tiempo puede cambiarlo todo, pero hay una sola cosa que no puede cambiar: la pasión”, dice Sandoval (literal “actuación especial” de un Guillermo Francella que toma en esta película el rol que otras veces cumplió Eduardo Blanco), un alcohólico torpe, perdedor, muy perdedor, pero también alguien de viejos códigos que se convierte en la única persona en la cual confía el desconfiado Espósito, además de contar con relámpagos de lucidez que empiezan a desentrañar el crimen, un crimen pasional que encuentra un culpable al que se tarda muchísimo en capturar y demasiado poco en dejarlo absuelto por razones políticas. Aquella frase es la que tiende los puentes entre el pasado y el presente: entre tantos cambios, la permanencia de una persona, su persistencia en ser, radica en lo que ama, en lo que desea.
Por eso no es Darín, ni Villamil. Es en el personaje ya viejo, decrépito y ermitaño de Morales (un Pablo Rago lleno de arrugas y calvicie, a años luz del péndex de Amigos son los amigos) en el que Campanella encontró el no-va-más de su prototipo: un perdedor irremediable que todavía mantiene a la vista los retratos de su mujer muerta hace veinticinco años y que, sin embargo, esconde en sus ojos una extraña fuerza, una extraña resistencia que tendrá que ver con un último acto de justicia que aún lo espera después de todos esos años. A partir de un final tan original como antológico, y a pesar de algunos excesos típicos de las segundas mitades de las películas de Campanella, El secreto de sus ojos logra dar con un interesantísimo rompecabezas. Un rompecabezas que, en cierta forma, resignifica la obsesión de Campa-nella por abrir los puentes entre pasado y presente, aun cuando eso implique reabrir las venas abiertas de un pasado tan pesado como el de nuestro país.
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