CASOS > LA OBRA Y LA MUERTE DEL DOCUMENTALISTA CHRISTIAN POVEDA
Christian Poveda era un fotógrafo y documentalista que había cubierto conflictos en medio mundo cuando decidió filmar sobre uno de los fenómenos sociales más dolorosos y violentos de América latina: las maras de El Salvador, esas pandillas de jóvenes y niños, nacidas de la guerra civil, que llevan más de una década matándose día tras día. Pocos días antes del estreno de La vida loca, sin embargo, Poveda apareció asesinado. Radar vio el documental y reconstruye su trabajo.
› Por Angel Berlanga
Cada tanto el documental funde a negro y se escuchan tres tiros secos, fuertes, cerca. Cuando la imagen vuelve a traer alguna luz, enseguida se sabe que alguien fue asesinado. En el film los cadáveres aparecen contra un cordón, dentro de un ataúd, sobre la mesada de azulejos blancos de una morgue. En un pasillo: el cuerpo desarticulado sobre el piso mojado, los guantes de látex inspeccionándolo, el ángulo de la cámara que cambia y permite ver que lo húmedo en el suelo era sangre, el oficio de un forense para meter en una bolsa de plástico al muerto, los dos hombres que lo cargan y lo llevan por el pasillo de un barrio popular hasta desembocar en un claro, la caja descubierta de la camioneta del Instituto de Medicina Legal a la que suben el bulto, los curiosos que miran cómo el vehículo arranca y se va. “No le dijeron nadita –cuenta un almacenero tras las rejas de su negocio–. El Cuyo estaba sentado ahí y le tiraron a un metro y medio de distancia.”
Esto es colonia La Campanera, Soyapango, afueras de San Salvador, territorio de la Mara 18: ahí estuvo yendo a diario, durante 16 meses, el fotógrafo y documentalista Christian Poveda. Tras cuatro años de trabajo, enraizados en las coberturas que había hecho en los ’80 de la guerra en El Salvador, tuvo lista La vida loca, una película que enfoca en el costado humano de los miembros de una de las pandillas más implacables del país. Poveda mostró el documental en festivales y encuentros culturales pero no alcanzó a ver el estreno en salas de cine: el 2 de septiembre pasado los tiros fueron para él. Su cuerpo apareció al costado de un camino de tierra, cerca de donde había trabajado. Todavía no se sabe por qué lo mataron.
A comienzos de los ’80, como consecuencia de la guerra civil entre las fuerzas armadas gubernamentales y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, unos 200.000 salvadoreños se refugiaron en Estados Unidos, la mayoría en Los Angeles. “Cayeron en barrios de pandillas chicanas, bastante tradicionales ahí –relataba Poveda–. Y muchos ex integrantes de los escuadrones de la muerte y desertores del ejército y la guerrilla salvadoreños, gente con experiencia militar, se organizaron e hicieron una pandilla, en principio para defenderse. Y poco a poco se convirtieron, allí mismo, en una de las principales. Con los años hubo una pelea entre dos jefes por una mujer: terminaron matándose, los dos. Y entonces se dividieron: quedó la Mara Salvatrucha y hubo un sector que se salió e integra una pandilla chiquita, chicana, que estaba moribunda, y la reactivan. Como estaba localizada en la calle 18 de Los Angeles se llamó así. En 1992, cuando la guerra terminó, Estados Unidos facilitó el regreso de los salvadoreños poniendo a disposición aviones y dinero, pero además abrieron las cárceles y mandaron de vuelta a los jóvenes que estaban presos. Nunca hubo pandillas en El Salvador, pero los que volvieron reconstituyeron las maras y la guerra que llevan entre ellas. Recogieron, además, muchos huérfanos de la guerra. Hoy son unos 15.000, tienen entre 12 y 25 años y siembran el terror en el país.”
En Honduras los mareros son 35.000; en Guatemala, 15.000; en México, 5000; en Estados Unidos, unos 60.000.
La población de El Salvador es de 5.744.000 habitantes. Cada día se cometen diez homicidios: es el país más densamente poblado de América latina y uno de los más violentos. Cada día mueren, en enfrentamientos, cinco mareros. Poveda entrevistó y retrató a 190 antes de escoger a quiénes seguirían para el documental: el 70 por ciento eran huérfanos de un padre o de los dos. Los abandonan, se van a trabajar a Estados Unidos, los dejan con abuelos o tíos. “Ellos se consideran guerreros de una tribu –contó en una entrevista que dio a conocer esta semana Radio Educación de México–. Los que no pertenecen a las pandillas son ‘civiles’. Tienen organizaciones muy estrictas, con reglas muy fijas: el que se aparta se la juega. No le dan valor a la vida: lo única cosa es sobrevivir el día a día y pelear para la pandilla. La gran mayoría no pasa de los 20. Los más viejos son los que van a la cárcel.”
“No creo en esa frase bien gringa que dice born to kill, nacido para matar –seguía Poveda–. Un niño no nace para matar: hay circunstancias que lo llevan a eso. Hay algo grave en esta sociedad, porque no son casos aislados: hay miles y miles. Es un problema que hay que resolver social y políticamente, con perspectivas sobre la relación que puede tener un estado con su juventud, así sean delincuentes. La represión, se ha mostrado, ha fracasado en el mundo entero.” Luego de muchos años de gobiernos de derecha, en junio pasado asumió la presidencia Mauricio Funes, del FMLN: Poveda se reunió con él. “Le dije: ‘Mira, las reformas, la prevención, la rehabilitación, están bien. Pero si tú no logras una paz entre estas dos pandillas, todo tu trabajo se va a ir para abajo. Han tenido una guerra que duró doce años y terminó con un acuerdo de paz; hoy tienen otra guerra, que tendrá que terminar con otro acuerdo’. Y bueno, en eso estoy trabajando.”
Los motivos de la muerte de Poveda quizás los explique el propio documental que Poveda concibió, como él decía, como una denuncia. A partir del seguimiento de un puñado de mareros cuya confianza se ganó, Poveda hace un fresco social, muestra un estado de situación. ¿Por qué matan, por qué los matan? Es la película como un todo lo que acerca una respuesta: el desamparo, la miseria, el resentimiento y el constituirse en la violencia, por una parte, parecen encontrar refugio en la identidad y la pertenencia a la pandilla, el ámbito donde también tienen lo afectivo; pero, a la vez, el robustecimiento de eso agranda las distancias respecto de las instituciones y el estado de derecho, lo que sería la vida normal. Para poder registrar lo que registró, Poveda hizo un trabajo excepcional, gigantesco, que sólo podría conseguir involucrándose a largo plazo. Pudo, así, reflejar situaciones muy significativas y de gran intimidad: un cumpleaños con strip tease incluido y fumata colectiva –pibes de 13, 15 años, faseándose frenéticos–; una chica que rastrea a la madre que la abandonó; otra que hace interminables consultas en hospitales y consultorios para colocarse un ojo artificial; el responso de un pastor evangelista en un funeral; la despedida al Cuyo a cargo de otro adolescente de mirada durísima que dice, ahí: “Qué bonito es reunir los ojos para vacilar, perro. Pero hoy tenemos que estar en la frecuencia, perro. Si estás velando un hombre duele, perro. No tenemos que estar confiando en ninguna parte, perro. Que esta guerra todavía no tiene fin, perro. Una guerra nunca se puede ganar de un día para el otro, perro. Siempre vamos a perder elementos, pero ustedes saben que aquí la 18 siempre sigue para adelante, perro”. Y luego todos, a coro: “Siento que es duro cuando un amigo se vaaaa, y su alma camina hacia la eternidaaaaad”.
Poveda muestra, también, los chirridos que los mareros producen en cada cárcel, instancia judicial, allanamiento o arenga de la policía, trámite administrativo, atención médica. La dificultad de acoplar los bordes de ambas vidas. El documental sigue la evolución de los intentos: Erik, por ejemplo, está en un correccional y visita a una jueza que sistemáticamente lo interroga, observa que ni él ni su madre hacen alguna movida para salir de la órbita de la Mara y ordena seguir con la reclusión y un nuevo encuentro para dentro de tres meses. Otro intento es el de una panadería organizada por un ex pandillero que estuvo en la cárcel: los protagonistas del documental trabajaron en algún momento allí. Pero un día al panadero jefe se lo llevaron preso, acusado de homicidio. Seis meses duró la cosa, contó Poveda, que atribuyó el fracaso a los mareros y a la policía por partes iguales: cuando salían a vender, los detenían. En tres semanas la dotación de panaderos se redujo a la mitad, y los otros se fueron cansando. “Yo me interesé en La Campanera porque estaba este taller, porque simbólicamente el pan es la vida –contó el documentalista–. Para ver si les daba alguna posibilidad. Pero ahí sólo hubo represión y represión. El comisionado de la región me dijo que tenía órdenes de arrestarlos apenas los viera. Puedo asegurar que no hay ninguna voluntad política: la panadería no interesaba.”
Poveda llegó a El Salvador en 1980 con unas cámaras que le había comprado a Sebastiao Salgado y el objetivo de hacer fotos para Time Magazine: tiempos de matanzas diarias. Anduvo con Monseñor Romero hasta dos días antes de su asesinato. Era un maestro del fotoperiodismo a nivel mundial y su muerte conmocionó especialmente a su ámbito. Cubrió conflictos en Sahara Occidental, Sierra Leona, Camboya, Filipinas, Perú, Nicaragua, Guatemala, Irán, Irak. Nació en 1955 en Argel, mientras todavía era colonia francesa, y se crió en París, pero se consideraba español: sus padres eran refugiados políticos del franquismo. A fines de los ’60 se involucró en movimientos de izquierda y organizaciones estudiantiles, sobre todo en una asociación que se oponía a la guerra de Vietnam. Cuando vio las fotos de Larry Burrows y Don McCullin se apasionó con el oficio y entendió que eran una herramienta de denuncia social; en muchas entrevistas dijo que ese sesgo, el militante, motorizaba más su trabajo que lo eminentemente artístico. Las imágenes que consiguió a lo largo de su vida se publicaron en los principales diarios y revistas del mundo. En 2004 se instaló en El Salvador: vivía allí desde entonces.
Una semana después de su asesinato fueron detenidos cinco pandilleros de la Mara 18 y un policía. Circularon un par de versiones casi ridículas acerca de hipotéticos móviles del crimen: que se hizo correr la voz de que Poveda pasó información a las fuerzas de seguridad; que alguien se enojó por la venta de copias truchas del documental en El Salvador. Su hermana y su madre viajaron desde Alicante para el funeral y volvieron a cruzar el Atlántico con sus cenizas.
Cuando hablaba de su película en Europa advertía sobre la universalidad de este trabajo: “Cuando se margina a una parte de la población surgen estas cosas –mostraba–. En Francia, el 70 por ciento de la delincuencia juvenil proviene de la inmigración, y esto es consecuencia de las malas políticas que se llevan desde hace 40 años. No se ha llegado a lo que pasa en El Salvador, pero la violencia está creciendo mucho. Hasta hace muy poco en Francia no había homicidios por armas de fuego, y son cosas que ahora aparecen en las pandillas. Y esto también va a aparecer en España si no hacen un trabajo político y social de integración. Quizá dentro de 15 o 20 años habrá pandilleros del tipo salvadoreño en Europa”.
Como reportero de guerra a lo largo de tantos años filmó y fotografió a muchos muertos, pero eran desconocidos para él. Con La vida loca, en cambio, se involucró afectivamente. “Estaba con ellos todo los días, filmándolos –le dijo a Sonia Riquer en la entrevista de Radio Educativa–. Estaban ofreciendo sus vidas a la cámara. Y de repente me llamaban porque alguien había muerto y tenía que ir, era el compromiso. Ir a filmar hasta la muerte. Y claro, son imágenes que duelen, mucho.” Durante la filmación hubo siete asesinatos. Tres de los muertos son protagonistas de la película. A los que la vieron, la mayoría de ellos hoy en la cárcel, contó Poveda, les gustó mucho.
“El personaje principal de La vida loca es, casi, la muerte”, dijo Poveda. El documental se estrenará a fin de septiembre en Francia y a fin de octubre en México. Alguien subió, por tramos, una copia a YouTube. No hay fecha todavía para la exhibición oficial en El Salvador.
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