PLáSTICA > LOS RETRATOS DE ELOíSA BALLIVIáN
Hasta ahora, Eloísa Ballivián había capturado el decadentismo contemporáneo con una galería de chicos lindos, enfermos de vacuidad y fugacidad. En su nueva muestra, ese aire de época cobra un inesperado y asombroso espesor, que invade sus retratos con la belleza, la densidad y la extrañeza acechante que flota alrededor de las esculturas antiguas de tiempos perdidos.
› Por María Gainza
Algo pasa con ese perrito. Parece un Yorkshire Terrier, pero a veces, visto con el rabillo del ojo, también se lo podría confundir con un bolso con flecos o, peor aún, con un lampazo. No tiene la mirada excitada del perrito que salta a los pies de su dueña en La Grande Jatte de Seurat, ni la profundidad de pensamiento del perro filósofo de La muerte de Procris de Piero Di Cosimo, y muchos menos la expresión de perro civilizado, de perro de saco y corbata, de las fotografías de William Wegman. De hecho, no tiene cara, sólo unos dientecitos blancos como perlas que asoman entre el negro e intentan atrapar una rama sostenida por una mujer.
El resto del cuadro representa una naturaleza en estallido. Una maraña de helechos, flores crema y silvestres, ligeras como plumas, bulbosas de hojas de terciopelo donde zumban las moscas, grupos de campanillas y toda suerte de geranios y arbustos de verbena. Todo en colores que centellean en la mente como si los hubiéramos visto desde una bicicleta. El viento mece las plantas, pero ellas no se inclinan al unísono como lo harían si una fuerte brisa las sacudiera: cada una, más bien, sigue un vaivén discontinuo y caprichoso. Algunas blandas se curvan hacia la derecha, otras, las más rudas, se ladean hacia adelante, y otras puntiagudas se estiran sobre la mujer como señalándola. La luz es crepuscular, la luz de rayos tibios que llegan desde lejos. Uno ha visto ese movimiento y esa luz antes, en los documentales de la televisión, quizás. Es el ir y venir de la vegetación en el fondo del mar, la cadencia lenta y acompasada de las algas y los arrecifes de corral.
Mientras, la mujer permanece en el centro del cuadro. Es una señora entrada en sus cincuenta. Lleva el cabello corto y rojizo, y un chaleco sin mangas muy propio de cierta elegancia inglesa austera y conservadora. Su mano izquierda, en el aire, sostiene la ramita. Podría ser una escena bucólica, uno de esos happy moments que a veces suceden sin previo aviso y que sólo una foto o una canción pueden traer a la memoria: un jardín frondoso, una mujer en todas sus capacidades físicas y mentales, y un fiel animal por compañía. Y sin embargo, algo en ella molesta. Es una escena en apariencia apacible, pero con algo que no encaja.
La piel de la mujer es demasiado blanca, no el blanco lechoso de las buenas pieles bretonas, ni el blanco marmóreo de los bebés, sino el blanco metálico de las estatuas antiguas. Y encima ese movimiento contenido. Su cuerpo se vuelve hacia el perro en una torsión minúscula que insinúa acción y reposo a la vez, un resorte apenas estirado. Esa dama tiene algo clásico propio de las esculturas griegas. No debe lucir muy distinta a cómo se vería la Afrodita de Praxíteles antes de ser levantada con sogas desde el fondo del mar. Entonces la mujer, con su tenue sonrisa arcaica, se nos aparece petrificada. Y la simpática ramita en el centro del cuadro adquiere un carácter ominoso: es el tajo de Fontana, la línea del vórtex, la falla de San Andrés que podría engullir todo en un instante.
Eloísa Ballivián no siempre pintó así. Especialmente conocida por sus retratos de chicos lindos, Eloísa parecía una muy buena pintora que todavía no había llegado a enfocar su tema. Era una retratista directa, capaz de atrapar el decadentismo moderno con un desfile de niños con aire enfermo que vivían de lápices labiales, celulares y series de Sony. Eran cuadros tan estilizados como sus retratados y, también como ellos, vulnerables al paso del tiempo. En sus mejores momentos, las pinturas parecían haber nacido para ser colgadas en el Café Royal frente a la mesa donde almorzaban ostras Oscar Wilde y Max Beerbohm.
Pero en esta muestra algo nuevo sucedió. Titulada The End of Something, ese algo parece haber terminado sólo para abrirse paso hacia otro lugar. Ahora sus personajes habitan un paraíso que no les pertenece del todo, pero que de todas formas los incluye. Y como si las imágenes que la asediaban hubieran cambiado su código genético, Eloísa carga su línea y su colorido brillante con un esteticismo que tiñe todo de una sensación de lo clásico y terrible.
Levantadas de la marea continua y sin sentido de la producción fotográfica, las imágenes han sido insufladas de vida. En el proceso, las figuras se vuelven un poco extranjeras al paisaje que las rodea: ¿dónde sucede la acción? ¿Entre la historia del arte y una tarde cualquiera en un parque? ¿Son el sueño histérico de un comercial de antihistamínicos?
Ballivián impregna sus pinturas con una fuerza poderosa, como si algo en ellas pudiera invocar a los dioses antiguos y a los nuevos. Mientras, le sonsaca a la moda lo que pueda tener de eterno, y en un gesto baudelaireano hace de la modernidad no un hecho de pura sensibilidad hacia el presente fugitivo sino una voluntad de construir un tiempo heroico.
Mirar estos cuadros recuerda lo incómodo que puede poner la pintura y también el poder que le puede otorgar al que mira. Ajenas al mundo, aisladas y privadas, son nuestros ojos los que convierten a las figuras en piedra: como a la pensadora Esther fija en su pedestal de hierbas o a la indiferente Venus congelada en un sueño erótico.
Y ahí está esa enorme planta de hojas espesas de un verde gris. Tranquila y alta, bañándose en la atmósfera, tan sólidamente agarrada al aire que podría tener garras en lugar de raíces. Sus hojas recurvadas parecen ocultar algo; es el Maguey que, como la planta de Aloe en “Preludio”, el cuento de Katherine Mansfield (su mejor cuento, su cuento novela, su cuento humo, su cuento de estructura múltiple y fluida sobre el despertar sexual y la conciencia femenina), flota en medio de la sala, un barco de remos alzados abriéndose camino entre las aguas de la pintura.
Eloísa Ballivián
The End of Something
Hasta el 9 de octubre
Miau Miau
Bulnes 2705
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