CINE > SECTOR 9, LA BURLA CON MARCIANOS AL APARTHEID
1982. Un inmenso plato volador se posa sobre la Tierra. Pero no sobre Nueva York, Londres o Moscú, sino sobre Soweto, en una Sudáfrica en el pináculo del apartheid. Con este comienzo, Neill Blomkamp –un sudafricano que viene de hacer efectos especiales para Peter Jackson– monta un thriller con visos de sátira sobre los peores años del racismo que aterriza en los cines porteños este jueves.
› Por Sergio Kiernan
Sector 9 es un movido thriller de ciencia ficción y un estupendo, divertido contrabando de folklores sudafricanos. Es Alien en una villa miseria, con marcianos bajo el sol vertical de Africa, entre la mugre y las patologías de la favela, metidos en un documental fantástico de lo que le pasa a un país. Es una película profundamente pensada que hace una broma cósmica para hablar de política y de miserias sociales.
La clave está en el mismo principio: un especial de televisión –con logo de la South African TV y placa de noticias– que arranca recordando el desconcierto de que la primera nave espacial en la historia se quedara flotando no arriba de Nueva York o Chicago, como en tantas películas, sino encima de esa desolación que puede ser Johannesburgo. El guiño a Día de la Independencia es imperdible, pero lo que se ve hasta el horizonte son los ranchitos de Soweto.
En la bella película de Neill Blomkamp, los marcianos tienen la mala idea de aparecerse por Sudáfrica en 1982, el peor momento del high apartheid. El mundo mira al país de los bóers, que descubren que los aliens están en la lona por razones inexplicables, que son inofensivos y que son un millón. Y entonces hacen lo que hacían los bóers: los clasifican dentro de su sistema racial y les asignan un barrio, el Sector 9. Así, en la república pasa a haber blancos, negros, gente de color y “no humanos”, y a las placas que ordenan qué baño usar y qué calle abandonar se agregan las que prohíben la circulación de extraterrestres.
Blomkamp se definió una vez como un nerdo sudafricano, un pibe criado en el apartheid que soñaba con hacer cine. Se fue a Hollywood, se transformó en un maestro de los efectos digitales y terminó trabajando con Peter Jackson, autor de El Señor de los Anillos y otro outsider por ser neocelandés. Esto explica la perfección sobrenatural de los efectos digitales y la profunda nacionalidad de toda la textura del film.
Por ejemplo, de su protagonista, que se llama Wikus Van de Merwe, un nombre que sólo puede existir en el mundo afrikaner. Un verdadero pajarón, Wikus es el encargado de una típica operación sudafricana: remover todo el Sector 9 para llevar a sus marcianos a un lugar “mejor”, pero a 200 kilómetros de la ciudad. Fuera de la vista.
El apartheid hizo eso una y otra vez, y el nombre de la película es un guiño directo al mítico Sector 6 de Ciudad del Cabo, el único barrio multirracial del país, que los bóers duros odiaban con pasión. En el 6 vivían blancos, negros y mulatos de todo tipo, junto a indonesios e hindúes, con la mejor música y teatro del país. El barrio fue “removido” a punta de pistola y demolido, y todavía sigue siendo un baldío en la ciudad del sur.
Con lo que la operación en el Sector 9 resulta típica: hombres armados hasta los dientes montados en hippos, los coches blindados de industria nacional que se ven en los documentales, comandados por un coronel tremendamente hijo de puta y con acento holandés. La excusa es que hasta hubo disturbios violentos en la barriada de Tembiso, con los negros quemando todo para que echen a los marcianos, un eco directo de los disturbios en que murieron tantos inmigrantes de Zimbabwe. La película se da el lujo de mostrar un noticiero con gentes humildes, con acentos xhosa o zulú, o directamente hablando el afrikaans del campo, exigiendo que retiren esa mugre alienígena.
La razzia arranca por una manifestación por los derechos humanos, extendidos a los que no son humanos. Wikus está al mando, aunque es un civil y un gil a la acuarela, por orden de su suegro, el siniestro Piet Smit, presidente de la corporación encargada de manejar a los marcianos. Su asistente es Fundiswa Mhlanga, que terminará siendo la única persona decente en el asunto. El mundo al que entran es el de los townships y sus mafias nigerianas, sus rarísimas ropas, sus arsenales de kalashnikovs. Las fobias físicas del racismo blanco hacia los negros se reproducen en un grotesco de putas humanas que atienden marcianos –tan insectoides que les dicen “camarones”– a cambio de armas y dinero. La droga de rigor es una comida para gatos, la Puddi de latas azules, que enloquece a los camarones. La comida cotidiana es carne cortada a machete y lo que aparece revolviendo la basura. El operativo muestra la crueldad burocrática de un sistema que allana casillas a patadas, saca a los pobladores a punta de Itaka y los hace poner de rodillas para que Wikus les explique las ventajas de la mudanza y les pida su firma al pie del formulario. Y les aclare que no les van a cobrar nada por hacerles perder todo.
Los extraterrestres hablan con una mezcla de clicks y gruñidos impenetrable, pero los humanos los entienden perfectamente. A su vez, todos los camarones entienden inglés y los diálogos se muestran con toda naturalidad con un lado hablando en alien y el otro en inglés. Es una situación cotidiana en la babel sudafricana –trece idiomas oficiales, vaya a saber cuántos más– donde es normal ver diálogos unilaterales, del afrikaans al venda, en la panadería.
A Wikus le pasa lo peor que puede pasarle a un blanco en el universo racista: termina transformado en el otro. Su angustia es notable, su repulsión visceral y sus puteadas van del fuck al gravísimo voetsek del afrikaans. Para peor, los nigerianos se lo quieren comer, convencidos por una sangoma gordita de que así obtendrían sus nuevos poderes, y die koronel lo busca para matarlo, despedazarlo y vender sus órganos a las compañías de biotecnología. Wikus es un marginado que vale millones.
Y bajo el sol durísimo hay un par de extraterrestres que están trabajando para salvar a los suyos. Uno usa un chaleco pegado con cinta de embalar, el otro se pinta el cuerpo de amarillo, excepto en el brazo, donde a brochazos se puso la tricolor de Etiopía, el único país africano que nunca fue una colonia.
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