PERSONAJES 1 > EL ESQUIVO GUY PEARCE
› Por Mariana Enriquez
De chico era generoso, pero el tiempo lo volvió esquivo, hosco. Nació en Inglaterra, de pequeño se mudó a Victoria, Australia, y de todos sus compatriotas que consiguieron trabajo en Hollywood, es el único que se retiró a la tierra natal porque la megafama lo espanta. “La tuve de chico y no la quiero más, no sé cómo pueden vivir las estrellas”, dice y se refiere a su paso por Neighbours, el Clave de sol australiano donde compartió set con futuras hipercelebridades como Kylie Minogue; y que todavía es la serie más vista no sólo de Australia, sino de Inglaterra.
Al principio, entonces, Guy Pearce era un ídolo adolescente, había ganado el campeonato de fisicoculturismo Mr. Victoria (online hay fotos desnudo de esa época: buscar) y todo el mundo se maravillaba por su actuación en Priscilla, la reina del desierto, su más importante primer paso después de la TV, donde hacía de Adam, marica hueca, maliciosa y fanática de ABBA, junto a Terence Stamp y Hugo Weaving. Era una actuación despampanante, Guy estaba precioso y todo el mundo creyó que era gay de verdad –él no se mosqueó mucho, aunque ya estaba casado con su hasta ahora esposa, Kate, una psicóloga, y cultivó la ambigüedad para deleite generalizado–. Enseguida hizo Flynn, una biopic fallida sobre la primera gran estrella australiana de cine, Errol Flynn, y el camino pareció abrirse cuando debutó en Estados Unidos junto a Russell Crowe en el clásico noir contemporáneo Los Angeles al desnudo. El público se sorprendía: ¿esa rata flacucha de anteojos era el mismo actor que el glamoroso Adam? Era. Russell se quedó en Hollywood a triunfar. Guy dudó un tiempo. Primero salieron una retahíla de películas raras: A Slipping Down Life (1999) sobre novela de Anne Tyler, donde hacía de estrella de rock pueblerina, y estaba tan insoportable e irresistible como cualquier estrella de rock pueblerina. Y lindo, tan lindo que una entiende lo que hace por él Lily Taylor: cortarse su nombre en la frente con un vidrio, de puro fan enamorada. Después, su mejor película: Voraz, donde hace de soldado cobarde en la conquista del Oeste y termina castigado en un regimiento de frontera donde todos terminan siendo caníbales, previo contacto con los espíritus de la región. El, el capitán John Boyd, se niega hasta último momento a comer carne humana, y termina pálido, ojeroso y más hermoso que un vampiro de Anne Rice, mientras danza un raro minué homoerótico con Robert Carlyle.
Después le fue mal con dos bodrios, Montecristo y La máquina del tiempo, y abandonó así de fácil. Muchos dirán: no le daba el cuero. Cómo que no: en ese momento también salió Memento de Christopher Nolan, donde estaba en cada toma, y en cada una estaba increíble, intenso, sexy, loco. Pero proclamó que a él el gigantismo no le iba. Que no iba a quedarse a probar a ver si finalmente la pegaba –hay que recordar que Eric Bana empezó con Troya antes de Munich y Hugh Jackman arrancó con cosas horribles junto a Meg Ryan o Ashley Judd antes de X-Men–. Guy Pearce en general se quedó en su país haciendo películas regulares, con la honrosa excepción del western The Proposition con guión de Nick Cave. En casa y en indies hizo de grasiento criminal (The Hard Ward), de médico depresivo (Till Human Voices Wake Us), de cazador de tigres (Dos hermanos), de estafador perseguido por el destino (First Snow), de Houdini (El último gran mago) y de Andy Warhol (Factory Girl). Ninguna es una buena película; nunca es culpa de él; jamás volvió a estar hermoso salvo en The Proposition, pero para apreciarlo se necesita cierto gusto por lo infernal y lo devastado. Ahora mismo acaba de estrenarse una película sobre el terrorismo islámico tan didáctica que avergonzaría a Oliver Stone: se llama Traitor y Guy hace de agente del FBI. Otra vez lo escamotea todo, haciendo de hombre gris. Este año quizá llegue The Hurt Locker, que viene con buenas críticas, pero él es un secundario. Y es casi un cameo lo que hace en The Road, la adaptación de la novela de Cormac McCarthy, donde el protagonista es Viggo Mortensen. Es inaudito pero no se le puede pedir más. El dice que con lo que le pagan vive bárbaro y que es un trabajo nomás. Qué mezquino, qué desperdicio, qué ganas de que cambie de idea para volver a verlo en toda su gloria.
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