Dom 20.09.2009
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RADAR LIBROS #5 > RESCATES

La vanguardia de los monstruos

El mito del ecuatoriano Pablo Palacio lo quiere excéntrico, y la locura que signó el final de su vida tiñó la lectura de su obra literaria. Pasarían los años para empezar a reconocerlo como un eslabón perdido de las vanguardias latinoamericanas, un innovador de las formas narrativas y finalmente un escritor de peso de la literatura ecuatoriana del siglo XX. La Editorial Final Abierto inaugura su catálogo con dos libros de este experto en anomalías.

› Por Patricio Lennard

Un hombre muerto a puntapiés / Débora
Pablo Palacio

Editorial Final Abierto
150 páginas

En Los anormales, Michel Foucault se refiere en un momento a la historia de dos hermanos siameses que vivieron en Francia a principios del siglo XVIII, uno de los cuales había matado a un hombre de una puñalada, por lo que fue procesado y condenado a muerte. El caso, por supuesto, generó controversia: si se ejecutaba a uno, el otro moriría; pero si se dejaba vivir al inocente, había que dejar vivo también al culpable. Disyuntiva que en aquella época se suscitaba, a su modo, cada vez que nacía un ser de dos cuerpos o de dos cabezas (“¿hay que darle uno o dos bautismos?, ¿hay que considerar que se tuvo un hijo o dos?”, eran preguntas frecuentes), y que en el caso del siamés asesino el tribunal resolvió conmutándole la pena.

Una historia como ésa bien podría haber sido el argumento de un cuento de Pablo Palacio, el escritor ecuatoriano cuya rareza y excentricidad hizo que durante décadas no fuera debidamente valorado en su país y mucho menos conocido en el resto del continente como lo que finalmente terminaría siendo: el eslabón perdido de las vanguardias latinoamericanas y el autor ecuatoriano más original del siglo pasado. Algo en lo que pesó no sólo su voluntad de experimentar con los géneros narrativos en un contexto (la década del ‘20) en la que el gesto vanguardista se circunscribía fundamentalmente a la poesía (sin contar que el movimiento de la vanguardia en América latina coincidió con la emergencia del realismo social y de la llamada “novela de la tierra”) sino también el desconcierto que provocó en los lectores de su época Un hombre muerto a puntapiés, su primer libro, publicado en 1927, al que le siguió ese mismo año su novela Débora.

Lector de Lautréamont (y por ende dueño de una imaginación que, sin ser del todo truculenta, es proclive a lo morboso), Palacio construyó en ese primer libro de cuentos una serie de personajes cuya monstruosidad no busca impresionar a la manera del gótico sino desestabilizar las clasificaciones en cuyos límites se cierne lo anormal, lo inmoral, lo enfermizo. Así, el homosexual cuyo feroz asesinato es aludido en el relato que da título al libro y al que una breve noticia policial tilda simplemente de “vicioso”; así, el antropófago que a la manera de Cronos desfigura a dentelladas el rostro de su propio hijo. ¿Y qué decir de las siamesas que en “La doble y única mujer” desbaratan toda certeza pronominal cuando el “yo” del relato se refiere a su “segundo cerebro”, mientras describe el modo en que sus dos cabezas urden, en simultáneo, sus pensamientos?

Maestro del humor macabro y la ironía, Palacio gesta lo que cierta crítica leería luego como profecía autocumplida en “Luz lateral”, cuyo protagonista decide separarse de su mujer por la desagradable costumbre que ésta tiene de intercalar la palabra “¡claro!” en todo lo que dice. Entonces él se encuentra con una prostituta que lo contagia de sífilis; lo que, en un estado avanzado de la enfermedad, lo termina sumiendo en la demencia. Curiosamente, ese mismo destino le tocó a Palacio, quien en 1932 publica su segunda novela, Vida del ahorcado, tras lo cual deja de escribir literatura para dedicarse a otros menesteres (fue decano de la Facultad de Filosofía y Letras, funcionario del área educativa, secretario de la Asamblea Constituyente de 1938, y autor de dos trabajos de divulgación filosófica destinados a formar parte de un libro que quedó inconcluso). Hacia fines de la década del ‘30 aparecen en él los primeros síntomas de locura asociados con la sífilis. A raíz de lo cual pasará los últimos siete años de su vida internado en un hospital de Guayaquil, hasta su muerte en 1947.

Desde entonces, en reiteradas oportunidades, la crítica ha pecado de biografismo con respecto a Palacio. Del mismo modo en que se ha valido con retroactividad de su locura para asestarle el mote de escritor excéntrico y explicar, de paso, lo anómalo de su literatura. Una de las críticas que más se ha preocupado por difundir su obra en la Argentina, Celina Manzoni, advierte un síntoma de ello en la breve noticia que acompaña la edición de 1986 de sus Obras completas, la que empieza diciendo: “Nació en Loja en 1906 y murió loco en 1947”. Una frase que denota un desplazamiento (donde “esperaríamos ‘murió en Guayaquil’, encontramos la condición de la locura”), que algo dice del morbo con que se suele disfrutar de las rarezas de ciertos escritores.

Entre la parodia y la metaficción, Palacio hace estallar definitivamente los resortes de su escritura en Débora, una novela breve que narra las vicisitudes de un personaje, el Teniente, que vaga por la ciudad de Quito con indefinidos planes de seducción, a la espera de una sorpresa que ponga en marcha el relato, pero que nunca sucede. Deudora en más de un sentido de Seis personajes en busca de un autor, de Luigi Pirandello, y situada en la línea de experimentos como el que Miguel de Unamuno realiza en Cómo se hace una novela (también de 1927), Débora expone un gozo por lo artificial, por la incongruencia, por la digresión: la percepción de que la novela como estructura ya no tiene casi nada que contar. Así se explica, por ejemplo, que el narrador se olvide virtualmente de su personaje en algunos pasajes (“olvidado de la novela hasta parecer insensible”), o que la Débora del título no aparezca sino hasta el final, en donde apenas se la menciona sumariamente. La súbita muerte del Teniente es la última jugada de un texto deliciosamente arbitrario cuya inercia reside, al decir del narrador, en su “voluntad de parálisis”. “Es La náusea escrita por Macedonio Fernández”, arriesga sobre esta novela César Aira en su Diccionario de autores latinoamericanos: una curiosa definición que tiene el mérito de considerar el tono entre lúdico y metafísico con que Palacio ensayó una literatura del agotamiento.

Esta edición conjunta de Un hombre muerto a puntapiés y Débora (antecedida por un estudio de la crítica ecuatoriana Alicia Ortega Caicedo) da inicio al catálogo de la editorial Final Abierto. Una decisión encomiable que pone a circular la obra de un autor prácticamente desconocido en la Argentina, cuya irreverencia aún se mantiene indemne.

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