Domingo, 27 de septiembre de 2009 | Hoy
RADAR LIBROS #3
La oportuna reedición de Aire tan dulce trae de regreso una de las mejores novelas de Elvira Orphée, situada en el corazón de los años sesenta y ambientada en la periferia de un asfixiante universo de provincias.
Por Alicia Plante
Aire tan dulce
Elvira Orphée
Bajo la Luna
288 páginas
Las mujeres de una familia provinciana que escapan del calor enorme sentadas en ronda en el patio y el llamador que nadie quiere levantarse a responder sonando para perturbar la incomunicación que las condena unas a otras. Secretos, heridas oscuras, “viejas culpas que las convierten en seres profanos”, venganzas que no terminan de consumarse, todo lo nunca dicho que las une más que el amor. El rencor recorre la historia como un zigzagueo eléctrico, los desencuentros se reiteran casi como una necesidad para que el destino de dolor en la reseca chatura de la ciudad pueblerina se cumpla todas las veces.
En un momento alguien le dice a Oriental: “Te tocó demasiada hija para tus fuerzas”. Atalita Pons, demasiada hija, un ser marcado por el desamor temprano y el desconsuelo de una inteligencia inútil, por el silencio en el lugar de la palabra, la piel sin caricia y la mediocridad, por la mentira como un cerco, heridas intangibles que mantiene abiertas quizá para confirmar que el único camino posible frente a los otros es la burla y la crueldad.
Negar la necesidad de amor, disimular el dolor contra un telón de verde placidez tumefacta, “un idílico decorado de jazmines destinado a ocultar lo terrible”, la fetidez, la bajeza. Allí, en ese escenario de escasas alternativas, Atala Pons y sus hazañas malditas, los desafíos con que la enfrenta su compromiso cada vez mayor con la rebeldía y que ella acepta sin confesar el miedo; Félix Gauna, una especie de desdoblamiento varón de ella, contaminado asimismo de desprecio, enfermo de rencor por el padre mentiroso y mediocre, por la madre santurrona y la hermana fea, aspirante al peor de los hombres ya que la injusticia escolar le impidió avanzar por el camino del mejor; Miguel Angel, Beatriz, Tito Ceramico, la Veva, ellos y otros, todos atentos a la blancura de su piel, los que descienden de los héroes y los que se mueren de hambre y mugre como sus oscuros antepasados indios, empeñados todos en separar las mitades mutuamente dependientes de una realidad única hecha de soledad, odio y violencia.
Las escenas en el burdel de la Lucía, donde se encuentran y desencuentran todos los personajes jóvenes, nos impacta como la versión acriollada de una pintura de Toulouse Lautrec. No faltan las traiciones conducentes a botellazos y peleas violentas, la cocaína, el alcohol, los ojos detrás de los balcones, los murmullos, el menosprecio de los varones por las mujeres seducidas, las redadas policiales.
Pero es Atalita, sobre todo, demasiada nieta de la abuela Fausta, Mimaya, la que más la ama, la que la imagina y la comprende, la que jamás le dice lo que siente: que la reencarna, que justifica su vida. Quizás hasta demasiado personaje sea Atala, que nos envuelve en los tules azulados de su propia confusión y su miedo, de la incoherencia de su pensamiento que se traslada de una idea a otra como una mariposa borracha, mientras Elvira Orphée, sin embargo, logra que todo se conecte perfectamente y el dibujo se arme y nos roce el alma.
Esta novela fue escrita y publicada por primera vez en la década del 60, época del advenimiento de la mayoría de las vacas sagradas del estallido estético de las letras latinoamericanas. Resulta del mismo movimiento argentino de expansión y exploración que vio surgir a Julio Cortázar, Manuel Puig, Marco Denevi, Antonio Di Benedetto, Héctor Tizón, Sara Gallardo, Haroldo Conti. Esta afortunada reedición de Aire tan dulce, quizás la principal de las cinco novelas de Orphée –ganadora de dos Premios Municipales de Novela, en 1967 y 1969–, identifica a su autora como integrante por derecho propio de esa generación a la que reconocemos por haberse atrevido a dar la espalda a tantos modelos consagrados por el uso, aventura a la vez individual y colectiva, es decir, recta y circular, destinada a decir otras cosas de otro modo, a buscar recursos nuevos, a apelar a un manejo poético del lenguaje que nos conmovió entonces y vuelve a conmovernos hoy, con el inevitable agregado de la nostalgia.
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