FAN > UNA ARTISTA ELIGE SU OBRA FAVORITA
› Por Liliana Porter
Como muchos coterráneos, la primera imagen que vi de la Mona Lisa fue aquella reproducida en technicolor sobre la superficie brillante de la lata redonda del dulce de batata La Gioconda.
Durante mi infancia y adolescencia, esa semisonrisa de la joven señora prometía un postre delicioso. No puedo precisar a qué edad me enteré de que existía un país llamado Italia y que ahí había nacido este famoso señor Leonardo Da Vinci. Tampoco recuerdo cuándo supe que era un gran artista y que centenares de años atrás había pintado un día, en su taller, en una pequeña tela, esta imagen que hoy me resultaba tan familiar en la lata de dulce.
En algún momento, sin ni siquiera darme cuenta, habré puesto a Italia, a Leonardo, al cuadro y al dulce de batata en sus respectivos contextos correctos. Pero en el año 1968, en mi primer viaje a París, me topé frente a frente con el original.
Por supuesto, mi sensación primera fue la de una especie de desconcierto, ya que sentí que ese cuadro colgado en el Louvre, ahora detrás de vidrios antibalas, no era esencialmente correcto. Estaban mal los colores, el tamaño, el brillo, las circunstancias. Se parecía, eso sí, de una manera perversa, al original de la lata.
¡Qué operación intelectual tan complicada tuve que hacer para transformar a esa pintura en el original y a la lata en mero subproducto!
Ya me había pasado antes con el ratón Mickey. No es la primera vez que menciono que cuando yo era chica creía que el ratón Mickey era argentino.
Me pregunto si será de estas experiencias, donde se confundían el original y la copia, de donde surgieron mis temas y preocupaciones en el arte. ¿Será que todo empezó por haber sentido “en carne propia” esa combinación desprolija de tiempos y contextos, de significados y propósitos?
Porque si hacemos el vano ejercicio de tratar de recuperar “el original” nos damos cuenta fácilmente de que es irrecuperable. La gente que día a día, devotamente, se dispone a hacer cola para enfrentarse con la pintura más famosa del mundo, llegado el momento se encuentra frente a un cuadro esencialmente incomprensible.
Uno podría llegar entonces a la conclusión de que el original (el arquetipo), es siempre subjetivo y que mi original de la Gioconda será para siempre definitivamente el de la lata. O quizá... no sea ni el de la lata, ni el cuadro en el Louvre, ni tampoco esa señora que posó una tarde en el estudio de Leonardo.
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