Domingo, 18 de octubre de 2009 | Hoy
ARTE > SAN JERóNIMO LEE EN PROA
La muestra “El tiempo del arte” en la Fundación Proa responde a una nueva tendencia de exposiciones: la organización temática antes que histórica. Así conviven, bajo temas como “El cuerpo”, “El amor” o “El odio”, obras separadas por trescientos o quinientos años. En medio de ese viaje, Gustavo Nielsen se encontró con una vieja admiración: la figura de San Jerónimo, pintada más de un centenar de veces y siempre leyendo. Este es el ensayo que escribió sobre ese anacoreta expulsado de la Iglesia por leer los libros prohibidos.
Por Gustavo Nielsen
Eusebio Hierónimo de Estridón o Jerónimo de Estridón, llamado San Jerónimo por la Iglesia Católica, fue un estudioso del latín y del griego. Tradujo la Biblia —su libro favorito— del hebreo, para que la pudieran leer todos. El problema del tipo parece ser que no solamente leía textos sagrados sino, también, libros paganos y todo tipo de libros, por los que tuvo sueños en los que lo echaban a patadas de la curia. Pasó su vida leyendo a Cicerón, Horacio, Virgilio, Tácito, Homero, Platón. Pasó su vida leyendo, quiero decir, cuanta cosa con tapas que hubiera en ese tiempo, el año 400. Toda vez que lo retratan en los cuadros sale con un libro en la mano. En el de Domenico Ghirlandaio, pintado mil años después de la muerte de Jerónimo, lo vemos de cuerpo entero, sentado debajo de un baldaquino de oro, pensando y escribiendo. Capaz que traduciendo. O haciendo notas, ya que toda lectura es, en cierto modo, el comienzo inminente de una escritura.
Hay cientos de versiones de San Jerónimo atrapado en el acto de leer. La espalda inclinada sobre la tabla de su lugar sagrado, con los ojos, el rostro entregados al papel, el cuello tenso, las manos ocupadas en pasar las páginas o realizar anotaciones. Y nunca hay un solo libro sino varios. Todos abiertos.
Salvo por el detalle de la computadora que hay sobre mi escritorio, puedo compararme en la iconografía, sin santidad mediante, en este momento de escribir una nota: hay dos libros abiertos en mi tabla, papeles, lápices. Uno de los libros es Habitar, construir y pensar, del arquitecto Miguel Angel Roca, y otro es El tiempo del arte, el catálogo de la nueva exposición que la Fundación Proa ha colgado en estos días y acabo de visitar. Una maravillosa muestra curada por Giacinto di Pietrantonio que se basa en la mezcolanza de obras según nodos temáticos, a la nova usanza del arte: podemos ver un cuadro de 1600 rodeado por un ready-made de Duchamp o una foto de Joel-Peter Witkin, con el único pretexto de estar hablando de un mismo tema. El amor, el odio, la muerte, el cuerpo, la vida, la muerte.
La idea posmoderna de agrupar las cosas no por escuelas o fechas sino por conceptos deja en el visitante un sabor existencialista. Me explico: en el ítem “cuerpo” hay un cartel de peluquería del siglo XVIII, de Vittore Ghislandi detto Fra’Galgario, la Insignia del barbero Oletta. En el medio del cuadro está Oletta, el dueño de la peluquería, con pinta de joven emprendedor; a la izquierda su empleado, el peluquero, blandiendo sus tijeras en franca mirada homosexual; a la derecha hay una tercera figura, la de un noble. Ese que dice: “Soy cliente de esta peluquería”. ¿Qué diferencia hay con las fotos de Susana Giménez o Graciela Borges colgadas en el local de Miguel Romano frente al Alto Palermo Shopping?
Pero volvamos al santo y a un cuadro que no está en la muestra, pero que recuerdo con mucho cariño: San Jerónimo en su estudio, de Antonello da Messina, de 1474. Cuando lo vi por primera vez era enorme, porque fue parte de una teórica de arquitectura de Roca, mi maestro. Era el año 1983, el Aula Ralba del Pabellón III de la Ciudad Universitaria, y la Facultad todavía se llamaba de Arquitectura y Urbanismo, sin los Diseños que vinieron después.
En el cuadro vuelve a aparecer nuestro santo leyendo, cómodamente sentado en una silla de madera ubicada adentro de un pequeño edículo del mismo material. El edículo es como una casita infantil, tiene dos paredes de bibliotecas y está sobreelevado sobre una plataforma. Es un mueble-lugar: tiene un escritorio fijo, una escalinata de tres peldaños para subir a la plataforma y un banco. Y no hay espacio para mucho más que un lector, en este caso vestido con ropajes eclesiásticos.
Este edículo de madera está inscripto, a su vez, en el espacio enorme de una catedral gótica. Es, a comparación de la catedral, una miniatura. La catedral también está inscripta en un mundo: afuera hay un paisaje, la campiña que podemos ver a través de la ventana que aparece a la izquierda del cuadro.
Miguel Angel Roca entiende el edículo como un espacio propicio para el aislamiento del acto de leer. Para el recogimiento, la meditación. Se lo ve cómodo a Jerónimo en su gabinete, rodeado de sus papeles y plumas. Todo le es ajeno: en el cuadro aparecen arcos, tracerías, guardas, pájaros, hasta un león, pero él ni los mira. Está leyendo, tensionado por la perspectiva renacentista. No podemos ver qué libro, pero Jerónimo está atrapado por él. Ensimismado, hipnotizado. No puede dejarlo ni un instante. Está quieto, terriblemente estático en su postura, sólo su imaginación se mueve quién sabe por qué caminos y para decirle qué cosas. El recuerdo de ese cuadro lleva implícito el propio placer que yo siento al leer.
Todo el fenómeno de la lectura está representado en esta imagen: el almacenamiento de los libros de consulta, el libro abierto, el lector, la silla, el escritorio, la luz. Pero Roca ve algo más, la representación idílica de lo que una biblioteca debe ser, algo que será reinterpretado siglos después por Labrouste en la biblioteca de San Genevieve de 1840, por Alvar Aalto en la biblioteca de Viipuri de 1927, por Hans Sharoum en la biblioteca estatal de Berlín de 1964, por Louis Kahn en la biblioteca de Exeter de 1967. Y por cada uno de los maravillosos espacios públicos para leer que existen en el mundo. Roca ve ahí la necesidad de aislar. Es diferente leer en tu casa, en el sillón conocido y con la lámpara que siempre encendemos, que leer en un lugar público. Para leer en un lugar público hay que aislarse del entorno. Jerónimo lo hacía subiendo tres peldaños y sentándose en su nave de madera: así se separaba de la Iglesia. Para poder volar los humanos necesitamos tener una nave.
A Jerónimo lo culparon de leer a los paganos, a los griegos. La historia dice que se fue al desierto a ganarse su título de santo, con ayuno y oración, cuando la Iglesia no lo dejó usar más el edículo por meterse con los libros prohibidos.
Yo creo que se fue a leer.
Dos obras que sí están en la exposición de Proa me llamaron la atención especialmente, porque también tienen que ver con el santo. Digo: consiguieron mi atención por dos razones. La primera es la misma de la forma de la exposición; esa reunión de autores de todos los tiempos, desde Velázquez hasta León Ferrari, empecinados en relatar un mismo concepto o sentimiento. La contigüidad entre las obras relata esa extrañeza; el paseo desde un iluminista lombardo hasta I’m Desperate de Wearing para ilustrar la dupla Poder-Cotidianidad crea un diálogo anacrónico interesantísimo que se formula apenas en un paso. Hay, en ese paso que separa las obras, a veces trescientos, quinientos años. ¡Y están hablando de las mismas cosas con materiales nuevos, culturas nuevas y nuevas geografías!
La segunda razón es el azar: dos San Jerónimos encontrados en una sala triangular en La Boca. Uno es un cuadro y otro es una instalación. En uno es un lector, en el otro podría ser un disc-jockey. Uno es barroco, el otro contemporáneo: 1625, 1997. Y hablo de azar porque ni en el catálogo van pegados; los pusieron cerca por temática, pero sobre todo por lo bien que quedan en el espacio blanco de la galería.
El cuadro es San Gerolamo in Meditazione, de Pietro Paolini, un visible cultor de Caravaggio. El santo está en la última etapa de su vida, vestido mitad de eremita, mitad con la túnica cardenalicia. Está pelado, flaco, más de un año sin afeitar. Su única compañía humana es una calavera; los únicos objetos no humanos a hallar sobre la mesa, los libros. Se lo ve preocupado, con la cabeza como siempre, metida entre las páginas. Lo ilumina esa luz del barroco que nunca sabemos de dónde viene, porque al fin de cuentas esta vez está leyendo adentro de una cueva oscura. Lo han echado de la Iglesia. Parece más humano que el retratado por Messina, más sufrido, como gastadito por la existencia. Pero igual de estudioso. Aunque le falte el quiosco.
Entendemos que ya no lo necesita, porque toda una vida de reclinación sobre su edículo lo hicieron más lector. No precisa ni vela. Allí donde él esté, podrá leer. Pero la curaduría lo invita a más. Giacinto di Pietrantonio, Proa y el azar le acercan una silla, un escritorio, unos estantes, el edículo que le quitaron. Ya no será de cedro o de caoba, ya no tendrá los boatos de la Iglesia, pero será su lugar, a escala del cuadro de Messina. Y el constructor se llama Mario Airó, y el material es un fenólico del más poliya.
La instalación, que se llama Satellite of Love, reconstruye la nave para leer de la que Roca nos habló en su teórica. En la exposición está ubicada muy próxima al cuadro, por lo que si quisiéramos hacer un experimento de contorsionismo delante de ambas obras, agachándonos lo suficiente para combinar mueble y cuadro en una misma perspectiva, tal vez tendríamos de nuevo a nuestro amigo lector muy bien sentado, con la comodidad que el leer y el escribir precisan. Y hasta podríamos ver a San Jerónimo tomándose un recreo y remixando discos, haciendo scratching para sus amigos, los santos a go-go (la instalación incluye un par de bandejas y el tema de Lou Reed en loop).
Estas dos obras, que en Proa están separadas metro y medio, se llevan 375 años llenos de pensamiento y arte. Las dos se complementan sin que sus autores lo hayan buscado.
No es un milagro, es una exposición.
Cuando vi el original de Messina en la National Gallery de Londres, muchos años después de haberme recibido de arquitecto, me sorprendió por lo pequeño: era casi del tamaño del cuaderno Rivadavia en el que iba escribiendo los avatares de mi viaje. Lo recordaba tan grande de la gran teórica que mi maestro de facultad había dado...
A la salida de la exposición de Proa le comento a mi socio de mi simpatía por este santo lector desde la época de la cursada. El me dice que recuerda haber recibido un mail de México donde afirmaban que Jerónimo de Estridón era santo no sólo por su condición de anacoreta en el desierto sino porque encontraron su propio cuerpo momificado, cuando lo desenterraron para mudar el cadáver desde la gruta en la que había vivido hasta la Basílica de Santa María Mayor, en Roma. Me comenta también que algo andaba mal con el cuerpo, que cuando lo exhibieron en las catacumbas, el muerto lloró. Sangre, para más datos. Prometió buscarme el dato que le había enviado alguien por e-mail. Como es de predecirse en estos casos, no lo encontró, ni tuvo forma de rastrearlo.
Me quedo con la creencia firme, interna, más sana por atea y clase B, de que la momificación de San Jerónimo no se debió a que era un santo, ni a la composición química de la tierra del desierto en la que fue enterrado, sino porque leyó muchísimo y porque escribió. Eso te hace, en el 400 o en el 2009, para siempre.
Eterno de toda eternidad.
Y estoy seguro de que si le alcanzan una buena novela, el santo dejará de llorar.
El tiempo del arte - Obras Siglos XVI al XXI
Fundación Proa, Pedro de Mendoza 1929
de martes a domingo de 11 a 19
Entrada: $ 10
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