Dom 01.11.2009
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CLAUDIO ZEIGER PRESENTA SU NOVELA SOBRE EL PERIODISMO

Los últimos días de la prensa

Cada una de las novelas anteriores de Claudio Zeiger ha tratado un tema, un territorio y una época bien definidos: la calle, los taxi boys y los primeros años ’90 en Nombre de guerra; los barrios y parques, el comienzo de los ’80 y los jóvenes de ayer en Tres deseos; el circuito gay, el sida y el fin de los ’80 en Adiós a la calle. En su nuevo libro, Redacciones perdidas, presenta su trabajo más ambicioso: una novela en la que se cruzan la iniciación, el ambiente bohemio de los años ’50, los bares, las redacciones y las noches, la militancia poco antes de la democracia y la compleja relación entre literatura y periodismo.

› Por Natali Schejtman

Con la tapa en sepia y un título que sugiere cuanto menos cierta nostalgia, Claudio Zeiger presenta una novela en la que prevalecen las relaciones humanas de uno a uno y los ambientes precisos, pictóricos y a la vez fluidos, buena parte de ellos dedicados al cenáculo periodístico de los años ’50, con ecos en los ’80 y acercamientos al presente. Pero también, y por medio de una primera persona que es siempre la de alguien diferente, la historia alcanza la efusividad desesperada de la militancia durante los últimos años de la dictadura de la mano de dos chicos muy jóvenes. Porque Redacciones perdidas podría contarse como una sucesión de iniciaciones. Iniciaciones atravesadas por el papel prensa y la tensión de escribir entre la obligación y la voluntad. Iniciaciones protagonizadas por aquellos que miran todo con un extrañamiento expectante, y por su relación con la figura del iniciador, ese guía imperfecto que es el encargado de teñir de una mística impalpable el camino a recorrer por el iniciado. Así, con una fuerte impronta de Arlt, pero también del Saer de Cicatrices, un niño se escapa de su casa a la misma edad que Silvio Astier para descubrir los recovecos nocturnos de Plaza Miserere y su gente; un joven amante de los libros desembarca en la ciudad para reinventarse con nuevos referentes y mudarse a un hotel de novela; un adolescente atiende su educación literaria extraoficial de la mano de una mujer extraordinaria mientras que, junto con su gran amigo, se zambulle en la militancia de la izquierda revolucionaria durante la dictadura. De todas, ésta es la iniciación en la que el escritor y periodista –que pasó por las redacciones de V de Vian y El Periodista y hoy es editor de RadarLibros– encuentra más intensas aristas autobiográficas: “Si bien comparte elementos ficcionales con las otras iniciaciones, ésta responde a una experiencia de auténtico novato en los ’80, a fines del secundario y comienzos de la facultad. Ese verme inmerso en esa especie de ‘algo hay que hacer’ que viven los personajes y esa seriedad con la que actúan en esa situación asfixiante”, explica Zeiger.

Su interés por la experiencia del novato se entrecruza con una ambición cartográfica que es una de las marcas de su obra, junto con un movimiento constante de los personajes (“los vínculos entre las personas, los cruces existenciales, pueden ser casuales, generalmente están por fuera de la familia”, dirá Zeiger). Entonces, si de referencias de tiempo y lugar se trata, en Nombre de guerra, su primera novela, un taxi boy deambulaba por su cotidianidad nocturna descifrando el mundo alrededor de las calles Santa Fe y Corrientes; en Tres deseos cada uno de sus tres personajes descubre barrios y parques; y en Adiós a la calle recorre el circuito gay de la segunda mitad de los años ’80, cuando el sida se anclaba en la noche porteña. En Redacciones perdidas, de la mano de autores estudiados con minucia, los ambientes y las formas de sociabilidad de los ’50 creados tienen rasgos de Mujica Lainez, Carlos Correas o Villordo, quien además encuentra una representación literaria en el personaje del escritor Ernesto Vila.

Un hotel que es la vivienda de escritores y periodistas, redacciones que son también hogares, una quinta que es como una escuela de verano y personajes con aura, bares y noche encima, conforman un universo que es pasado, pero cuyo color y olor resuenan como el tecleado de un ambiente condenado a ser siempre un poco melancólico. “Hoy el periodismo es otra cosa que lo que te muestra Redacciones perdidas. Dejando de lado la mitologización que yo a conciencia hago, el mundo de redacciones, de reseñistas, de bares, es real y yo lo viví, y en alguna medida lo sigo viviendo ahora. Finalmente yo conozco ese mundo, y sobre eso empecé a ver que era un mundo con fuerza, donde anida lo novelesco.”

En la novela hay una reconstrucción mitificada del periodismo de otra época. ¿Cómo lograste eso?

–Básicamente el tema en la novela es trabajar con el imaginario del periodismo. Y ese imaginario en gran medida está amasado en la literatura. No porque no existe en la realidad, pero me parece que nosotros lo recibimos en la literatura. Es el imaginario de la literatura que para mí va de Roberto Arlt hasta los años ’80, filtrado, construido y después, como si fuera poco, mitificado. Pero la imagen del periodista hasta quizá la inventó Roberto Arlt cuando escribe ese prólogo de Los Lanzallamas, en el que dice que escribió siempre “en redacciones estrepitosas, acosado por la obligación de la columna cotidiana”. Uno puede imaginarse que escribió ahí, después de que todos se fueran. En gran parte Arlt, es como el fundador de esa mitología. Un texto que condensa esa mitología es “El infierno tan temido”, de Onetti. Es una enorme condensación donde los periodistas se llaman por la sección: turf, carreras, sociales.

La novela tiene un aspecto de clima juvenil e intelectual. ¿También llegaste a la generación del ’37 en tu trabajo de hurgar en la literatura argentina?

–Conscientemente no lo trabajé, no llegué tan atrás. Además, jamás hubiera permitido que Esteban Echeverría ingresara a un libro mío... ¡Ese neurastémico! Lo puedo remontar al 1900, cuando empiezan a aparecer los periodistas bohemios, malogrados. Creo que el ejemplo que siempre se toma como más visible es Emilio Becher. Y toda esa especie de épica de la bohemia, de épica de la derrota. Lo curioso es que cuando yo empecé a darme cuenta de que estaba trabajando más sobre el imaginario que sobre el periodismo real, incluso el que yo conozco o conocí, pensé: qué distante está todo esto de lo que comúnmente se maneja acerca del periodismo y “lo mediático”. Pero el imaginario del periodismo que yo tomo me parece que es muy vívido y muy fuerte, por más que no existe ya, por más que nunca haya existido, o sí. Quedó ahí como encerrado en una literatura a la que por lo menos la gente que le interesa la literatura puede seguir apelando.

Y considerando que como periodista te dedicaste más de una vez a la televisión, ¿te interesa también “lo mediático” como material novelesco?

–A mí me interesaría hacer un libro que tenga que ver con el mundo de la televisión. Pero mi estética no es bizarra, no es la rareza, ni siquiera es queer. Cuando ves la televisión y pensás una trama, automáticamente la estética se convierte en bizarra. No le veo la solución, salvo, que es lo que seguramente termine haciendo, una novela que transcurra cuando la televisión era en blanco y negro, o sea, una novela histórica sobre la televisión. Porque sinceramente hay un problema estético. La televisión está totalmente comida por la estética bizarra: es más, tengo la impresión de que nuestra mirada sobre la televisión está tomada por la estética bizarra. Miramos bizarramente la TV... Es lo mismo que si hacés un libro con una travesti como protagonista. Automáticamente se vuelve bizarro. No sé si es influencia de César Aira... Creo que es lo que le pasa a Alejandro López, por ejemplo. Me parece que no se puede abordar ese ámbito desde mi estética. Ahí, el universo de las Redacciones perdidas está en el extremo, incluso tuve que frenarle un poco el gris... ya la tapa es sepia. Pero la verdad, si yo tengo que elegir entre mundo bizarro y sepia, me quedo con el sepia.

Redacciones perdidas da una imagen mitificada del periodismo y su título juega con la novela de Balzac, Ilusiones perdidas. Ahí, el protagonista, Lucien, llegaba a París con el deseo de ser poeta, pero terminaba “embarrándose” en el periodismo, que en la novela es lo que degrada y ensucia, frente a la literatura endiosada como el terreno de los “puros”. ¿Te parece que tu novela tiene una mirada romántica?

–Sí, creo que tiene una mirada romántica y esa mirada romántica es cierto que remite a la Ilusiones perdidas, porque creo que es una novela de cuerpo realista y de alma romántica. En el fondo yo creo que Balzac era un romántico. El tema en el cual traté de conectar humildemente las dos novelas es que me parece que la oposición mayor de Ilusiones perdidas es entre el salón y la calle, el cenáculo y el periodismo, donde Balzac parece cargar las tintas en el sentido de que el periodismo es la puerta abierta a la corrupción. El periodista tiene un poder desmedido y eso termina degradando a la propia persona que lo ejerce. Esa mirada muy exaltada es una mirada romántica, donde hay una especie de atracción y rechazo sobre aquello que te ensucia las manos, cosa que sucede en el periodismo y en la política. Eso es lo que más me fascina de Ilusiones perdidas. Evidentemente son otros tiempos, pero sí queda algo en la idea de que el periodista trabaja con la realidad, se ensucia con la realidad, frente a la idea del arte puro. Eso todavía es parte del imaginario del periodismo. Lo bueno es que Balzac se mete “en el barro” para contar esa indignación. La cuenta desde adentro.

¿Por qué te gusta enmarcar las historias en décadas determinadas?

–A mí me parece que el tema de las décadas es tu unidad de medida, es como parte del sistema decimal. Y que son unidades que funcionan como separadores culturales. Cuando uno dice “los ’80”, todos más o menos entendemos de qué estamos hablando en términos de evocación histórica, política y cultural. Es la manera de moverse en el terreno de lo histórico sin meterme en la novela histórica, género que me atrae muchísimo (pero para el que hay que ponerse a estudiar). Además, para mí, el gran tema literario es el tiempo y qué hacemos con el tiempo. Es la gran materia. Y los personajes, representantes de los hombres en el papel, aparecen como un hilo existencial con el tiempo. ¿Y cuál es la pregunta? Qué hacemos desde acá hasta acá. Así que quizás a partir de ahí las décadas son una manera de enfocar ese tema y en la medida en que fui avanzando con mis libros me di cuenta de que ése era mi tema.

¿Cuáles son los aspectos que se mezclan entre la literatura y el periodismo?

–Hay una gran frase en Ilusiones perdidas que dice: “A la noche todos los redactores son pardos”. Es un debate que todavía anda dando vueltas en la literatura argentina, y que en Roberto Arlt es central. Hoy, todavía, hay un prejuicio literario con los periodistas: siempre se lo va a considerar un periodista que escribe. O incluso se llega a decir: “Lo publican porque es periodista”. En el otro extremo, se piensa que si es escritor no puede ser un periodista con las características más vitalistas que se le atribuyen al periodista o al cronista: un tipo que puede salir y enfrentar la calle. Un escritor tiene que ser un fóbico encerrado. Es obvio que el periodismo para los escritores está muy cerca. Hay dos temas. Primero, que como trabajo ligado a la escritura, periodismo y literatura están muy cerca. Segundo, que el periodismo permite hacerse un nombre y utilizar ese nombre para abrirse camino en un ámbito que por lo menos hasta hace unos años estaba muy cerrado. Había una cierta aristocracia en el ámbito literario. Sin embargo, el periodismo es un ámbito que evidentemente permitió fluir y dinamizó mucho la literatura. Democratizó la literatura. Las clases medias y medias bajas llegan a la literatura por el periodismo.

En Redacciones perdidas aparecen elementos del periodismo como material de la novela: qué tipo de reportajes hay, qué temas son buenos, cómo es la epifanía del título ideal... ¿La literatura y el periodismo coinciden en el oficio?

–No. Creo que a la larga el periodismo te deja la literatura como zona libre. El periodismo está pautado sobre todo por el tema del espacio, entonces la experiencia del periodista escritor es que el periodismo te libera, te expande la zona de la literatura. También se entiende que al periodista le empiece a picar la literatura. Pero si yo me siento a escribir literatura, no digo: “Voy a escribir un cuento de 8 mil caracteres...”. La supuesta gran escuela disciplinaria del periodismo es la autolimitación: hoy hay que entregar, hay que escribir no más de, no menos de. Toda esa escuela disciplinaria se suele ensalzar como lo bueno del periodismo. Yo creo que el pasaje fundamental que tenés que hacer y en el cual podés vivir cómodamente como periodista y escritor es no llevar toda esa carga de disciplina a la literatura y convertirte en un escritor de oficio. No me gusta la literatura de oficio. No me gusta la literatura que ensalza la eficacia y el oficio supuestamente adquiridos en el servicio militar de la literatura que es el periodismo. Para mí la literatura no es un oficio y Dios quiera que no sea una profesión, ni una carrera (Dios quiera, sí, poder vivir de los libros, pero esto no implica que uno tenga que comprar la ideología de la profesión, la ideología de la carrera literaria). Debo ser un romántico incurable, pero no hay que olvidarse nunca de que el escritor es un artista, está del lado del arte. El periodista no puede entregarse completamente al arte porque va a empezar a hacer cualquier cosa... Esos son los estragos de las malas copias del nuevo periodismo. Es como si un médico se pusiera muy creativo en una operación. Un médico puede ser creativo, pero tiene que ser riguroso. Pero si vos no estás en la literatura pensando que sos un artista te podés convertir en un burócrata.

También hace años te desempeñás como editor de RadarLibros. ¿Ese sería otro polo de tensión?

–Las decisiones que tenés que tomar como editor sobre los libros de los demás se supone que son incómodas para tu ser escritor: dónde va, qué espacio ocupa, quién escribe la nota... Ya sobre la complejidad que hablamos de periodismo y literatura se suma un escalón complejo más, que es el hecho de que tomás decisiones a veces sobre colegas. Creo que si te va a temblar el pulso, es mejor que no lo hagas. Es un lugar donde me parece que hay que estar consciente. Ni hay que pretender ser Pepe Bianco con el espíritu de “tengo que ser el gran editor que se me recuerde por mis grandes titulares y bajadas”, ni pensar que editar una sección de libros es algo totalmente ajeno a ser escritor. Creo que las ventajas de estar en este líquido amniótico de la literatura y el periodismo es que también te podés volver un editor mucho más dúctil y plural. Yo trato de buscar el equilibrio. Acepto las reglas del juego de ser editor, que me vuele un zapatazo porque no les gustó algo. Pero también, al ser escritor y saber lo que es escribir un libro y lo que es toda la zozobra que te trae escribir un libro, y al mismo tiempo haber hecho reseñas y entrevistas a escritores, creo que puedo ser más comprensivo hacia los actores que entran en juego en un suplemento literario.

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