› Por Juan Ignacio Boido
De dónde vienen las canciones es una gran pregunta. Pero a lo mejor es más importante saber qué nos traen, a dónde nos llevan. Y este fin de año, nos han traído cosas buenas, nos han llevado a lugares mejores.
El fin de año del rock argentino, de las canciones argentinas, tuvo un final tan inesperado como bienvenido: Charly García y Spinetta en Vélez, Andrés Calamaro en el Club Ciudad de Buenos Aires, fueron tres momentos importantes para muchos. Hacía tiempo que los grandes recitales no eran más que espectáculos, eventos, golosinas mentales para cerebros empalagados con el edulcorante de la promoción. Ultimamente las entradas parecen volantes de celulares y gaseosas. Y las salidas, siempre apuradas por un escenario que se prepara para el próximo programa como un set de televisión.
Por una conjunción de circunstancias que seguramente excede a los músicos y al público pero nos incumbe a todos, este fin de año nos trajo algo diferente, nos llevó felizmente a otro lugar.
En octubre, Charly García dio un recital bajo una tormenta a la altura de lo que exorcizaba. Volvió a sonar ajustado, confiado en su banda y al control de su confianza, pero además sutil y delicado (la cadencia tanguera y electrónica de “No soy un extraño” hacía bailar a miles como algas bajo el agua, “Pasajera en trance” era tanto una canción como una atmósfera que flotaba en el aire, el principio de “Promesas sobre el bidet” mostró su capacidad de ser hipnótico y sugestivo sólo con un principio). Dan ganas de esperar que, si no fue la última, por lo menos que en el futuro sus peores tormentas sean apenas como las de esa noche. El encuentro con Spinetta no fue sólo el abrazo de Guayaquil del rock argentino: fue una linda versión de “Rezo por vos” y una prueba de que todo lo que pudo haber sido todavía, de alguna manera, es. Fue, también, sin saberlo, el augurio de lo que pasaría semanas después en el mismo estadio.
El 4 de diciembre, en una noche plácida como un jardín, tuvo lugar lo que es difícil no considerar un recital histórico. Un poco como esos recitales de los que uno se conforma con ver el dvd, como uno de esos Dylan & Friends, el Concierto por Bangladesh o Lennon en el Madison Square Garden de un modo u otro, lo mejor del rock argentino estuvo esa noche en el escenario. Estuvo en la lista que Spinetta leyó de los que, por un motivo u otro, no pudieron estar (algunos, por estar en misiones especiales, como León Gieco presentando en La Habana esa obra de bien inapelable que es Mundo Alas, o Andrés Calamaro, en Chile, en la ceremonia en la que se enterró definitivamente a Víctor Jara). Estuvo también en la lista de los que esa noche a Spinetta le hubiera gustado versionar (Moris, Calamaro, Solari). Y estuvo, también, en la lista de versiones que fue haciendo a lo largo de la noche: Tanguito en “Amor de primavera”, Miguel Abuelo en “Mariposas de madera”, Pappo en “Adónde está la libertad”, Litto Nebbia en “El rey lloró”, Javier Martínez en “Necesito un amor”–. Y estuvo entre los invitados que sí estuvieron y fueron subiendo para hacer canciones propias y ajenas: Cerati, Juanse, Ricardo Mollo, Fito Páez, Charly García –que además escuchó emocionado detrás del escenario una versión extraordinaria de “Filosofía barata y zapatos de goma”. Y estuvo en lo que era el motivo de la noche y terminó siendo la segunda mitad: en Jade, en Invisible, en Pescado Rabioso, en Almendra reunidos después de todos estos años. Sólo Dylan, hace dos años, había conseguido llenar de música un estadio –ese mismo estadio– sin hacer música de estadio. Si el de García fue un recital subacuático, el de Spinetta también lo fue, con el estadio envuelto en una atmósfera única, como esas ciudades subacuáticas que respiran bajo una campana de vidrio en el fondo del mar. Cada uno elegirá su momento, su canción preferida, su versión más emocionante. Pero lo cierto es que la noche fue una visita guiada por el mapa del rock argentino. No fueron sólo los nombres sino el espíritu con que se juntaron. Y si Tanguito, Manal, Miguel Abuelo, Pappo, Los Gatos, fueron los primeros de acá en viajar al espacio, ver y oír a los cuatro Almendra cantar con una delicadeza suprema “Muchacha ojos de papel”, casi como una canción de cuna, fue como ver en vivo y sin casco a los primeros en pisar la Luna.
Y justamente en el Luna Park fue donde parecen haber continuado y concluido aquellas dos noches subacuáticas. Como desde hace cuatro años, Andrés Calamaro cerró el año con un show al aire libre en el Club Ciudad de Buenos Aires, y esta vez con un bis en el Luna Park a la noche siguiente. No debe haber sido fácil tocar después de esos dos hitos épico-histórico-emotivos. Pero nada de lo que había sucedido esas noches anteriores era ajeno a Calamaro: ser un sentido explorador de las raíces del árbol genealógico del rock y la canción popular, ser intérprete de versiones personales, respetuosas y excepcionales, ser memorioso con los que no están o no pueden estar, ser agradecido con los que sí, es algo que es y hace siempre. Y algo que hizo a su manera, a la manera con que lo viene haciendo, en verdad, de un modo u otro, desde el principio: con esa facilidad y esa gracia para visitar por igual los arrabales de Lou Reed y de la cumbia, unir “Los mareados” y los Rolling Stones, Le Pera y Led Zeppelin, Virus y Dire Straits, Pappo y Bob Marley. Quizás Calamaro nunca estuvo más afilado que ahora. Y sobre su escenario estuvo lo más activo de ese árbol genealógico del rock: Vicentico, Adrián Dargelos, otra vez Fito Páez (y otra vez Fito Páez: un paréntesis aparte para lo que hizo con Spinetta y con Calamaro, para lo que hace al piano de canciones de otros, a las que hace crecer más y más hasta que la canción lo envuelve todo, hasta que envuelve al último espectador en la última fila del estadio). El segundo día, en el Luna Park, donde también subió Pedro Aznar, algo parecido sucedió con David Lebon y una versión gloriosa de “Seminare” de Charly García. De alguna manera, otro abrazo en el escenario.
Tal vez Capusotto haya sido una alarma o un despertador. Tal vez hizo falta –una vez más– tanta violencia, tanto miedo y tanta tensión en el aire. Tal vez simplemente pasó. Tal vez no dure, tal vez sí. Pero ahora que ya tocaron en la Casa Rosada, ahora que –una vez más– la maldad empieza a rebasar, ahora que vuelven a morir chicos a la salida de los recitales, el rock argentino se volvió a mostrar todo junto y en vivo frente a quienes lo escuchan.
Hace ya muchos años –casi desde el principio– que en este país el rock es la balsa y nosotros los náufragos.
Ahora, con sus palabras desde el escenario, con su agradecimiento al público, con sus enfrentamientos a algunos medios, con las causas con las que muestran sus compromisos, el espíritu del rock volvió a ser esas noches un medio directo de comunicación.
Con su música regocijante y dolorosa, con sus versiones de canciones de otros, delicadas, memoriosas y generosas, con sus canciones propias como bolas de espejos que reflejan y hacen bailar, volvió a honrar –una vez más– a la verdad y a la belleza.
Parado en el presente, miró atrás y mostró –una vez más– que lo mejor de este país ha sido siempre su arte, mostró qué buen país podría haber sido si no fuera lo que es, pero también, que todo lo que podría haber sido, de alguna manera, en algún lugar, todavía es. Y eso es lo que este fin de año nos trajeron las canciones. El camino a ese lugar es lo que nos mostraron. Tal vez dure, tal vez no. Tal vez se vuelva a repetir, tal vez no. Pero ahí está.
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