› Por Martín Pérez
Antes de la aparición de las cintas que ahora forman parte de Yo soy Ramsés, el único testimonio sonoro de la música de José Alfredo Iglesias –además del inconseguible simple con “La princesa dorada”, rigurosamente orquestado– era el disco póstumo Tango (Talent, 1973), realizado a partir de una serie de grabaciones registradas entre 1969 y 1970. Según consigna Víctor Pintos en su indispensable investigación Tanguito, la verdadera historia (Planeta, 1993), Tango por entonces era apenas una sombra de lo que había sido, y era considerado como “un divagante incorregible”. Aquellas cintas apenas si eran demos de un álbum que nunca se concretó, según declaró siempre Javier Martínez, hipotético productor de ese disco apenas planeado, cuya fantasmagórica voz se cuela de manera inolvidable en las grabaciones. “En el baño de La Perla de Once compusiste ‘La Balsa’”, se le escucha decir una y otra vez, intentando convencer a Tanguito de que cante su tema más conocido, después de que cuando una voz fuera del estudio le pide que lo grabe, apenas si alcanza a contestar: “No me hagás cantar eso”.
Para quienes supimos redescubrir su leyenda de este lado de la historia, aquel disco supo ser el punto de partida del rock lisérgico de estas latitudes, a la altura de los casi contemporáneos discos solistas de Syd Barrett que, a la manera de Martínez con Tanguito, fueron posibles sólo gracias a la ayuda de David Gilmour. Es verdad, había sido editado de manera póstuma por Jorge Alvarez, seguramente intentando lucrar con su muerte anunciada. Y claramente no era un producto terminado, sino apenas un testimonio de un artista que se había ido para siempre. Pero, además de rescatar del olvido una joya como “Amor de Primavera” –que inmediatamente versionó Spinetta con su recién formado Invisible, aunque jamás llegó a grabarla–, temas como “Natural” o “Jinete” aún hoy permiten asomarse a un mundo único, irremediablemente perdido.
Por eso es que los imberbes revisionistas nunca entendimos los reparos de los históricos ante Tango, un disco al que despreciaban. Pero con la aparición de Yo soy Ramsés la imagen finalmente se completa. Porque queda claro que el Tanguito que se ganó su lugar entre los cueveros era otra clase de artista. Un roquero intuitivo del que, como afirmó atrevidamente Miguel Grinberg en un ensayo incluido en su libro Generación V (Emecé, 2004), “todos, sin excepción, absorbieron sus fraseos, silabeos, entonaciones, frecuencias, pausas, respiraciones y –por sobre todas las cosas– la ‘intención’ de lo que hoy configura el reconocido rock en castellano”. Según Grinberg, mucho antes que los integrantes de su generación, Tanguito no sólo articulaba las letras respetando las acentuaciones, sino que incluso lograba ir más lejos, quebrando las sílabas, explorando los ritmos internos del lenguaje.
Todo eso que apenas si se alcanza atisbar en Tango, se puede escuchar por primera vez en su plenitud en Yo soy Ramsés, que resulta un verdadero milagro de la arqueología musical. Es imposible no deslumbrarse al poder estar al fin ante el sonido de Tanguito, solo con su guitarra, tal como lo escucharon quienes compartieron con él el mito creador del rock nacional. Según cuenta Andrés Jiménez en el sobre interno del disco, estas grabaciones –contenidas en dos cintas de 7 ½ pulgadas– fueron un regalo de Tanguito a Mario Osmar Pizzurno, mítico productor y director artístico de RCA Victor, después del éxito de “La Balsa”. “De acuerdo a un cuaderno de anotaciones de Pizzurno, los doce temas fueron grabados el viernes 20 de octubre de 1967, en los Estudios TNT de la avenida Santa Fe 1050”, escribe Jiménez, que recibió las cintas de manos de Pizzurno, y asegura que durante casi una década intentó publicarlas.
Cuarenta y dos años más tarde de la noche en que Tanguito cantó aquellas canciones, finalmente ven la luz a través de un heroico sello independiente (casi llegaron a editarse como bonus track de la más reciente reedición de Tango, pero a último momento la discográfica consideró innecesario el gasto), completando la imagen de un mito que se niega a desaparecer, al mismo tiempo que no termina jamás de mostrar su verdadera forma.
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