MúSICA > EL PIANISTA GRIEGO VASSILIS TSABROPOULOS
Griego de nacimiento, formado en la exquisita Julliard neoyorquina, de ascendencia clásica y simpatías jazzísticas, Vassilis Tsabropoulos es uno de los pianistas más bienvenidos de la última década: su repertorio lo abarca todo y a la vez lo visita con la libertad de quien viene de lejos y sigue de viaje. Su nuevo disco, The Promise, recién llegado a la Argentina, permite conocer a este hombre cuya música podría ser la de un Bill Evans atravesado por los cantos bizantinos.
› Por Diego Fischerman
Xenitiá es una de las palabras que más aparece en las canciones y poesías griegas. Su significado tiene algo de la “saudade” de los portugueses, otros navegantes. Lejanía y pérdida. La sensación de sentirse extranjero. Una condición inseparable de un pueblo que se contó a sí mismo en una guerra remota y en el interminable viaje de regreso de uno de sus protagonistas. Vassilis Tsabropoulos, tal vez el pianista más original entre los aparecidos en la escena de los alrededores del jazz en la última década, vive en Atenas. Allí nació y en el Conservatorio de esa ciudad comenzó su formación como músico. Sin embargo es un extranjero. Si los géneros, o los estilos (el jazz, el romanticismo del siglo XIX, Bach, Ravel) son como patrias, Tsabropoulos, cuyo último The Promise acaba de llegar a la Argentina, toca recordándolos, jugando a volver a ellos, pero nunca retornando del todo. Su música está en las fronteras.
Recibido en la Julliard neoyorquina, alumno allí de Peter Serkin y protegido, en Europa, de Vladimir Ashkenazy, solista frecuente junto a orquestas clásicas en el repertorio que va de Mozart a Rachmaninov, su primera aparición en disco fue en un álbum bautizado Achirana (una palabra de los indios yagua que significa “lo que corre puro hacia lo que es bello”) y junto a dos próceres del jazz europeo: el contrabajista noruego Arild Andersen y el inglés John Marshall, legendario baterista de Soft Machine. Y, por supuesto, el encanto mayor es la distancia: la manera en que Tsapbropoulos, alguien que conoce a Keith Jarrett y a Bill Evans pero los mira desde otro lado, nunca frasea exactamente como lo haría alguien del jazz. Sus improvisaciones transcurren en un sentido lineal, melódico, y sus escalas huyen con frecuencia hacia modos bizantinos mientras sus subdivisiones rítmicas y sus acentos caen allí donde nunca caerían en otras manos. Ese estilo, llegado desde otra parte pero ya lo suficientemente lejos de esa otra parte como para poder regresar, produce, en combinación con el sonido espeso, corpóreo, de Andersen, y el fluido swing de Marshall, una tensión y una riqueza extraordinarias. Después de ese disco hubo otro, cuatro años después, con la misma formación y con un título que no podría ser más exacto: The Triangle.
Su discografía incluye también dos discos junto a la cellista Anja Lechner (que tocó en dúo con Dino Saluzzi en el excelente Ojos negros), Chants, Hymns and Dances (2004) y Melos (2008), y otros dos como solista de piano, Akroasis, de 2002 (un título tomado de las teorías sobre la armonía del universo de un musicólogo llamado Hans Kayser), y el reciente The Promise, ambos grabados en la Sala Dmitri Mitropoulos del Megaron de Atenas. Toda su producción fue publicada por ECM (que en Buenos Aires distribuye Zival’s) pero la pertenencia de Tsabropulos al universo de ese sello tiene alcances mucho más profundos. En el sonido del piano, desde ya, en el recurso a antiguos himnos bizantinos como material, en la idea de improvisar sobre ellos o de componer otros a la manera de aquéllos, y en su encuentro con Lechner puede adivinarse la mano de Manfred Eicher. La estética lograda en los discos de Tsabropoulos corporiza como pocas el ideal de este ex cellista que creó ECM (Edition of Contemporary Music) y aún lo dirige artesanalmente, que “inventó” a Jarrett y descubrió para el mundo a Pat Metheny, Saluzzi y Egberto Gismonti. Si el viejo slogan de la compañía era “el sonido más bello después del silencio”, el timbre “clásico” de Tsabropoulos, unido a sus improvisaciones modales, donde el imaginario bizantino se entronca con Satie y, por supuesto, con el Bil Evans de “Peace Piece”, lo encarna a la perfección.
“Para mí es importante componer con una idea orquestal en la mente”, dice el pianista. “En algunos pasajes imagino que tengo un grupo de cuerdas en mi mano, a veces trato de evocar un solista de viento. Cada nota es sombreada y sopesada con el mayor de los cuidados, todas son tratadas como parte de una larga línea melódica.” El cuidado por el sonido en sí y por el peso de cada nota no es ajeno al hartazgo de algunos músicos del jazz (Jan Garbarek, Bill Frisell) o de la música de tradición académica (Pärt) frente a la facilidad y previsibilidad de lo difícil. “En todo caso, para mí es demasiado cómodo tocar muchas notas rápidas”, reflexiona. “Pensar que menos puede ser más es un principio de vida: la simplicidad es lo más difícil de lograr. Tanto como músico como en el lugar de oyente trato de encontrar belleza dentro de las cosas, en los detalles y matices; en donde no es tan obvio.” Y en cuanto a la extranjería musical, Tsabropoulos define: “Desde cierto punto de vista podría considerarme dividido en dos. Mi técnica y mi sonido derivan por completo de un tipo de formación clásico. Y la música que hago, salvo cuando toco composiciones de Chopin o Grieg o Bach, no es exactamente clásica. Pero tampoco es jazz. O por lo menos no se trata de jazz en un sentido estricto. Pero lo más importante, y es lo que une entre sí mis distintas experiencias musicales, es el deseo de encontrar la mejor conexión posible con los oyentes. La música es un lenguaje y mi objetivo principal es identificar las relaciones posibles con quien me escucha. Creo que la música es una cosa muy real y muy simple al mismo tiempo. No es literatura. Es mucho más directa y sencilla. No me gusta verbalizar la música. Amo tocar por el mero placer de hacerlo. Si se la convierte en algo demasiado explicado ya no es música, se convierte en literatura”.
Para Tsapropoulos hay un compositor que liga los mundos de la tradición académica y del jazz: “Bach no sólo fue un genio sino que ha resultado un faro tanto para los músicos clásicos como para los populares. No hay músico que directa o indirectamente, sabiéndolo o no, no haya sido influido por Bach. De todos modos, cuando se hace esta separación entre ‘clásico’ y ‘popular’ se supone una homogeneidad en cada uno de estos territorios y una diferencia tajante entre ambos. Y ninguna de las dos cosas es cierta. Por un lado el mundo ‘clásico’ es sumamente variado; basta pensar en la diferencia entre Scarlatti y Shostakovich. Y por el otro, ciertos pianistas como Bill Evans tal vez estén más cerca de Debussy y Ravel que de Jelly Roll Morton”. En ese terreno de límites poco precisos, y en esa ambigüedad genérica con la que se deleita, unas veces escribe (“inmediatamente”, cuenta) lo que se le pasa por la mente. Y otras, extrapola frases o motivos mientras improvisa en el piano. “No sigo una regla específica, aunque cuando escribo para orquesta debo tener una mayor disciplina para organizar el material. Pero incluso en estos casos la idea inicial puede haber surgido en el piano. La composición no está reñida con la improvisación: todos los grandes compositores han sido excelentes improvisadores, incluyendo a Mozart. Se trata de encontrar un puente entre los dos campos y saber cuándo se está en uno y cuándo en el otro, aunque más no sea de una manera global. Si se trata de composiciones escritas, tienen que crear la ilusión de la improvisación, deben sonar espontáneas. Y si se trata de improvisaciones, que son irrepetibles, lo peor que uno podría hacer es tratar de tocar de la misma manera en que se tocó el día anterior.”
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