PLáSTICA > LOS RETRATOS DE TOMáS ESPINA EN EL PUEBLO DE UNQUILLO
A fin de año, Tomás Espina volvió al pueblo cordobés en el que pasó su adolescencia y del que se fue con la ilusión de convertirse en artista. Reconocido y premiado, volvió con un propósito: retratar durante una semana a todos los habitantes que pudiera. El resultado, expuesto en el Museo Spilimbergo de Unquillo hasta fines de febrero, y que incluyó una inauguración bajo la proverbial tormenta que terminó con la sequía, es un cruce lúcido, festivo e inesperado del clásico arte del retrato con el fenómeno cultural de las redes sociales, el arte contemporáneo y las fiestas populares, de la tradición con lo nuevo.
› Por Syd Krochmalny
El 18 de diciembre del 2009 será recordado en Unquillo por la furibunda tormenta que interrumpió la larga sequía que azotó a Córdoba y también por la inauguración de Retratos sociales de Tomás Espina, en el Museo Spilimbergo, muestra anunciada por la propaladora del pueblo, que apareció tapado con afiches de invitación y estruendosos pasacalles.
Unquillo nació a principios del siglo XX como refugio veraniego para familias acaudaladas de la capital provincial. Pero Unquillo también goza de una cualidad mítica que atrajo a una bohemia intelectual y artística de izquierda que incluyó a artistas como Carlos Alonso y Lino Spilimbergo, cuya casa se convirtió hace algunos años en un pequeño museo con algunas litografías y fotocopias.
Espina, que nació en Buenos Aires, también vivió en México, Mozambique y Chile. Se sumó a esta tradición artística serrana cuando tenía sólo 15 años, y se quedó en Unquillo hasta los 22, cuando viajó a Buenos Aires para estudiar en la escuela de arte Prilidiano Pueyrredón. Desde entonces, ésta se convirtió en la ciudad donde vive y trabaja como artista, y donde es reconocido por sus dibujos, pinturas, instalaciones y performances marcadas por explosiones y cicatrices de pólvora así como por ciertas imágenes de fuerte carga simbólica: un acto de represión callejera, una bandada de palomas tomando vuelo, una escena extraída de Brueghel o la inserción de su cuerpo desnudo en Sin pan y sin trabajo, de Ernesto de la Cárcova. La obra de Espina explora las relaciones entre la tradición, lo social, lo poético y lo político. En los últimos años se ha destacado como uno de los artistas sobresalientes de su generación, tras obtener el premio de la Fundación Banco Ciudad, el Petrobras a las Artes Visuales 2009, y por integrar con el video Van a Volar la colección de la Fundación Costantini, en el Malba.
Sin embargo, poco se sabe del Espina adolescente, que Retratos sociales restituye. El artista que fue gestor y fundador de la “Paradise Murga” realizó su primer ensayo explosivo, que quedó en la memoria de los habitantes de Unquillo, con la quema del Rey Momo desde 1996 hasta el 2000. La murga que cumplirá en febrero 14 años de vida –aunque ya sin el impulso de Espina– se constituyó en un acontecimiento de relieve masivo para los alrededores de Córdoba.
Espina, en su retorno al pueblo, convocado por el Museo Spilimbergo, decidió recorrer durante una semana las calles, los bares, los parques y los restaurantes de Unquillo. En esas andanzas se encontró con antiguos amigos, conocidos y personajes emblemáticos del pueblo. Como un retratista serial munido de carbonilla y un block de hojas A4, descerrajaba retratos al paso. Retratos en el acto, podría decirse, si no tuviera una connotación casi obscena.
Por las mañanas, Espina conversaba, bebía cerveza en los bares mientras capturaba la imagen de sus convidados de la avenida principal o visitaba viejos amigos con idéntico propósito. Allí aparecían los egresados del secundario, los funcionarios, los pintores, los pequeños comerciantes y vendedores ambulantes, las madres solteras y los changarines, camareras, bancarios, ex amantes y ex intendentes.
Durante las tardes inmortalizaba a quienes se acercaban al museo y por las noches, a los comensales del Papaíto, el restaurante más oneroso del pueblo; a los timberos del bar Plaza o a los campeones de las bochas del “Tiky Tiky”. Ahí, por ejemplo, se entusiasmaron con ser modelos de artistas (con tal de seguir ingiriendo salame, queso y chancho frío) los tacheros, algunos laburantes a punto de jubilarse y otros ya rentistas, los kiosqueros y demás miembros de un tácito club de apostadores y sommeliers de damajuana.
A cierta hora, todo desembocaba en mutuas pullas y extrema admiración cuando Espina “los sacaba tal cual”, “un calco”: las risas, no exentas de emoción entre los representados, que se reconocían y reconocían, por primera vez, la posibilidad del reconocimiento en la mirada de los otros.
El acto de dibujar fue así una técnica y un instrumento de investigación y acción que tejió una red de relaciones sociales, escenarios de interacción y formas de estar juntos. Los dibujos, de pronto performativos, motorizaron relaciones que en la secuencia normal de sus vidas eran inusuales para los retratados. Con el material quizá más primitivo del dibujo, la carbonilla, y ejerciendo el género burgués por excelencia, la rapidísima mano alzada de Espina hizo fluir ese convite desde el momento de la ejecución hasta la inauguración más húmeda que pueda esperar un artista incendiario.
En medio de la inundación y los truenos, 118 modelos llegaron para ver sus rostros colgados como piezas en un museo mientras algunos rezagados temían haber llegado tarde para ser eternos. Pero el proyecto de Espina contemplaba, sin embargo, una coda con cien modelos más. Entonces, el museo se confundía con el taller. Las paredes de la segunda sala aguardaban vacías el arribo de futuras fisonomías. Allí también estaba la cama, la mesa y los materiales de trabajo utilizados por Espina, exhibición que, al tiempo de fungir de falso Spilimbergo, borroneaba el carácter museístico de la escena y le contagiaba vida común.
A la vez, una proyección de video denunciaba el juego de cajas chinas: se trataba, sin confusión posible, de un espacio de arte contemporáneo, casi un destello de bienal. Desde la pantalla, el artista relataba largamente la historia oral de Unquillo y del propio museo. También el proceso de la obra estaba incluido allí, de manera que las derivas dipsómanas de retratista y retratados, las epifanías de la semejanza y el dibujo, se encadenaban con la fiesta misma que constituía el momento de la recepción. Cada uno y cada una esperaban con ansiedad el instante en que serían estrellas absolutas del rating de Unquillo.
En la sala los dibujos estaban dispuestos aleatoriamente, de manera irregular, colgados con cinta papel a la vista. Las paredes estaban cubiertas casi en su totalidad. En estas imágenes el público se miraba mirándose mirar las situaciones en las que había sido retratado: el propio montaje de la muestra resultaba una multiplicación superpuesta de las coordenadas espacio-temporales. El público que había sido gestado se transformó en participante y en coautor de la red social. La muestra de micro-situaciones y retratos hacía de la escena una “etnografía observada” por el público que surfeaba por su Facebook de carbonilla.
El párrafo que Claudio Ongaro Haelterman le escribió a Espina en un mensaje de correo electrónico es revelador: “El ‘retrato’ es fundamentalmente un ‘volver al trazo’ de lo propio en la mirada de un otro y de allí fundamentalmente su efecto, que tan bellamente y sensiblemente se descubre en la última parte (del video), y que es el acto del ‘reconocimiento’, el re-conocimiento de sí en la imagen del otro. Esto es el fundamento ético de lo estético, el lazo entre subjetividad y comunidad”.
Es así que la mirada no estaba puesta en el retrato, ni en el retratado, sino en el entramado de miradas que generaba el diagrama y el público participante. El interés no fue el retrato como objeto sino los conceptos y los procesos que se desatan a partir de situaciones creadas por él.
Esto es lo que hace de Retratos sociales una rama del arte contemporáneo, que al menos desde los últimos veinte años se caracteriza por operar sobre la materia social, tejiendo relaciones sociales. Pero lo que lo hace singular es la utilización del retrato como su envés histórico.
Sabemos que el retrato pone en juego la totalidad de la filosofía del sujeto desde Descartes a Heidegger. Podemos pensar que la definición clásica del retrato es la representación de una persona, un sujeto absoluto despegado de toda exterioridad. Es así como el retrato es un cuadro que se organiza alrededor de una figura que es ella misma el fin de la representación, con exclusión de cualquier otra relación o escena, valor o evocación. Jean-Luc Nancy argumenta que el retrato se organiza alrededor de su mirada y que incluso en los retratos plurales siempre hay un elusión de las miradas, no se cruzan ni se buscan: los personajes no se relacionan. Por eso mismo, este proyecto, al trabajar sobre el acto de retratar y el acto de mirar el retrato, provocó un descentramiento del retrato y del retratado. El público, como si cerrara este loop filosófico, fotografiaba los retratos y enviaba las imágenes que tomaba con la cámara de sus teléfonos celulares a las casillas de e-mails de sus contactos o las posteaban en las bitácoras de redes sociales. Ingresaban por la arcaica vía de la carbonilla a lo que John Thompson definió como la society of self-disclosure, es decir una “sociedad de la revelación de sí”.
Así la inauguración fue una pieza fundamental del proyecto, un laboratorio donde se combinaban los elementos de la tradición y lo contemporáneo, del arte y la fiesta popular: empanadas y vino eran los agentes químicos detonados por el cuarteto. Los asistentes achispados reían, bailaban, se miraban y cada minuto que avanzaba se guardaba en la memoria del pueblo.
El autor de la nota, artista y sociólogo, es también el realizador del video sobre Retratos sociales que puede verse en cinco partes en YouTube.
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