Dom 31.01.2010
radar

Aplaudiendo con una sola mano

› Por Rodrigo Fresán

Esto no es una necrológica ni quiere serlo. Los libros, por suerte, no tienen edad ni fecha de vencimiento. Los libros –cuando se lo merecen– sobreviven a sus autores, a sus lectores y a tantas otras cosas.

Los libros de J. D. Salinger tienen mucho más que diez horas de batería y –puesto que era inevitable, que tarde o temprano tenía ocurrir, que ya iba siendo hora– me causa mucha gracia y cierto regocijo en medio de la tristeza el que J. D. Salinger haya elegido para morirse el mismo día en que los periódicos y los consumidores compulsivos del mundo y los electrocutados del universo no hacían otra cosa más que hablar y leer sobre las maravillas y utilidades del iPad y lo bien que lo presentó Steve Jobs (hoy gurú para adolescentes como alguna vez lo fue el “diseñador” de Holden Caulfield) y etcétera. Y atención: escribo atención y El guardián entre el centeno está número uno en ventas en la librería virtual Amazon.com. Así, Salinger muere y –al menos por un rato– volvemos al fondo por encima de la forma, a la sustancia por encima del envase, a la sangre por encima del plasma, al genio por encima del ingenio y al creador por encima de la criatura.

Y no me parece mal alegrarse por avances tecnológicos y por la creciente habilidad del hombre para comunicarse más y mejor y más rápido. Vivir enchufado y enredado en la red y todo eso. Cada loco y cada cuerdo con su tema.

Pero quien firma esto –que no es una necrológica ni quiere serlo– aprovecha la ocasión para recordar que los libros son, también, una forma igualmente veloz de comunicarse. Un artefacto unplugged, sí, pero que continúa cumpliendo dignamente su función y misión.

Y si no, pregúntenselo a los millones de personas que el pasado jueves, al enterarse de la mala nueva (que cabe preguntarse si se convertirá en la ¿buena? nueva de inéditos de Salinger viendo la luz o las sombras), fueron hacia sus bibliotecas.

Y buscaron y enseguida encontraron.

Y volvieron a abrir los inmensos ejemplares de una breve obra que es más portátil y cómoda de llevar que un iPad, que cabe completa en el bolsillo del saco que tengo puesto ahora: El guardián entre el centeno, Nueve cuentos, Franny y Zooey, Levantad, carpinteros, la viga del tejado / Seymour: una introducción y –admítanlo, pecadores– ese archivo donde se guardan todos los otros relatos y la nouvelle publicados en revistas y que el hombre no quiso editar.

Su agente, al informar de su fallecimiento, apuntó que “Salinger dijo que estaba en este mundo pero no pertenecía a él”.

Puede ser.

De acuerdo.

Pero –lo siento, no lo siento en absoluto– sus libros son parte de mi mundo y del de muchos otros.

Y van a seguir siéndolo mientras nos queden pilas.

Y cuando ya no estemos, llegarán nuevos habitantes y así hasta el fin de los tiempos, mucho después de que el iPad de hoy haya sido declarado obsoleto por sus descendientes que no demorarán ni un año en llegar, créanme.

En cuanto a cuál es el sonido que hace una sola mano al aplaudir, por fin –después de tantos años de preguntarme acerca de ese epígrafe/koan zen justo antes de que amanezca y se oiga el disparo de largada de “Un día perfecto para el pez banana”– acabo de escucharlo, de comprenderlo.

Las muertes no vienen solas –aunque esto no sea una necrológica ni quiera serlo; escribo estas líneas justo antes de que salga el sol, madrugada de viernes– y he aquí mi pequeña revelación, mi humilde iluminación: el sonido que hace una sola mano al aplaudir es el sonido imperceptible pero atronador que hacemos al leer.

Me explico: con una mano sostenemos el libro y con la otra aplaudimos.

Aplausos, gracias por todo, y descanse en paz en este mundo, en el nuestro, en el suyo.

Oíganlo –léanlo– sonar.

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