› Por Fabián Casas
Queen fue un grupo memorable que vino al país cuando estaba en el pico máximo de su rendimiento. No como pasó con los Doors –que en realidad fueron los Doos, ya que sólo estaban dos miembros originales– y otras tantas bandas que arribaron en el crepúsculo.
Siempre me gustaron los títulos de los discos de Queen: Una noche en la ópera o Un día en las carreras, por ejemplo. En función de estos títulos es que quiero contar una nueva aventura para ver si algún grupo de rock argento la encuentra interesante como para denominar un álbum. Se llamaría Un día en la cancha y me gustaría que el grupo de rock no fuera un engendro del tipo de Los Piojos –con ese falsete barrial berreta insufrible– sino algo más glamoroso, cercano a Mars Volta, ya agrandando la apuesta. La cosa empezó así: jugaban Vélez, de local, y mi club del alma, San Lorenzo de Almagro. Mi viejo me había estado avisando toda la semana que pensaba seriamente en viajar a Liniers para dar el presente a pesar de que se consideraba a éste un partido riesgoso –habían matado a un hincha de Vélez en el partido de ida– y en una cancha alejada y que siempre fue hostil para el Ciclón. Como mi viejo tiene 80 años y me daba miedo dejarlo ir solo, le dije que lo iba a acompañar, pero que, por seguridad, no llevara ni banderas ni corbatas ni nada con los colores del campeón. Me dijo que me quedara tranquilo. Quedamos a las dos en la estación de Caballito, para tomar el expreso del Oeste que nos iba a dejar en Liniers. Como estaba haciendo tiempo y llegaba antes, me metí en una librería y conseguí por 15 pesos un libro de Sándor Márai. Hasta ese entonces nunca había ido con un libro a la cancha, pero esto iba a ser lo de menos. Mi viejo apareció en la estación íntegramente vestido con un equipo de gimnasia del club. Empezamos a discutir y amagué por primera vez en la tarde en no ir al partido. El se empecinó y a regañadientes entré en el tren repleto que nos llevaba, tal vez, a una muerte segura. Cuando llegamos a la cancha, quedamos encerrados entre un acceso a la cancha –que tardaban en habilitar– y las vías del tren. A los costados, los caballos nerviosos de la policía nos empujaban hacia el centro. Vino mi segundo intento de irme. Pero mi viejo me dijo que ya entrábamos, que faltaba poco, que aguantáramos. Cuando se abrieron las puertas, en el cacheo, un policía me dijo amablemente que escondiera el libro bajo mi campera, porque si no los controles me lo iban a sacar. Mi viejo, que venía atrás, le gritó: “¡Qué le querés sacar el libro al pibe! ¡No ves que no hace nada!”. Le pedí al policía que por favor lo detuviera, que se lo llevara porque me estaba quemando la cabeza desde temprano. Esto le causó gracia y nos dejó pasar. Ya en la cancha, nos subimos bien alto en la popular y mientras pasaban los minutos para que empezara el partido, la tribuna se fue llenando hasta que no cabía ni un alfiler. Parecíamos un dibujo de Escher, cada cuerpo era la continuidad del otro. Estratégicamente, yo estaba parado frente a un paraavalancha y mi viejo estaba debajo de mí, al alcance de un manotazo. Seguía entrando más y más gente y me agarró claustrofobia. Le dije a mi viejo que me iba. Tenía sudadas las manos y el pecho, me faltaba el aire. Mi viejo, ya convertido en un mandril de ochenta años con el culo rojo, me gritó: “Esperá, esperá, ya no entra nadie más. ¡Mirá que si hoy ganamos quedamos punteros, eh!”. Estábamos a presión, casi no tocábamos el piso con los pies. Entonces escucho que alguien, detrás de mí, dice: “¡Ahí viene la hinchada!”. Casi me vuelvo loco. Por una de las puertas de abajo hacía su irrupción la gloriosa de Boedo con banderas y pitos y paraguas. Por una cuestión física, la gente que sobraba empezó a salir disparada como si fueran jabones que se escapaban de las manos. Se iban contra el alambrado como fuegos artificiales. Piuff, piuff. Me agarré del paraavalanchas y agarré a mi viejo. Logramos resistir la presión. Empezó el partido. Fue cero a cero el primer tiempo y casi todo el segundo. Yo rezaba para que saliéramos así, ya que un gol nuestro era garantía de una avalancha letal. Cuando faltaban dos minutos, Romeo la embocó y vino el momento tan temido. Estalló la tribuna y como si alguien hubiera apretado el botón de un inodoro de gente, mi viejo se perdió en el maremágnum. Quise manotearlo pero la ola se lo había llevado. Quedé paralizado. Pero de golpe el movimiento sísmico de cuerpos, respetando una ley algebraica de flujo y reflujo, lo traía de vuelta. Frente a mi estupor, ahí estaba, viniendo hacia mí a la cabeza de la ola de monos, con algo en la mano. ¡Era un alfajor que se había encontrado en el camino! “Agarrá, agarrá”, me decía pasándomelo, como hace Dios con Miguel Angel en los techos de la Capilla Sixtina.
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