Algunos críticos compararon Just Kids con Crónicas de Dylan, y es cierto que se parecen. Sólo que Patti Smith es una alumna de Dylan. O se siente una, que es lo mismo. Entonces hay algo de fan y de suburbio en su libro, un ansia de hablar de su generación para que esa juventud que de verdad hizo la escena neoyorquina de los ’70 no se quede sin voz, una preocupación por mostrar de qué se alimenta un artista antes que un desvelo sobre cómo escaparle a la fama.
Patti y Robert: ella todavia no era musica ni el fotografo, pero los dos estaban seguros de que serian artistas y conquistarian la ciudad.
Cuando era muy joven, mi madre me llevaba a caminar por Humboldt Park, en las orillas del río Prairie. Tengo vagos recuerdos, como impresiones en platos de vidrio, de un viejo galpón lleno de botes, una playa de conchillas y un puente de piedra. El río desembocaba en una amplia laguna y sobre su superficie vi un milagro singular. Un largo cuello curvo se elevó desde un vestido de plumaje blanco.
Cisne, dijo mi madre, al darse cuenta de mi excitación. Palmeó el agua brillante con sus grandes alas y se elevó al cielo.
La palabra apenas daba cuenta de su magnificencia y no atrapaba la emoción que producía. Verlo me generó una necesidad para la que no tenía palabras, un deseo de hablar del cisne, de decir algo de su blancura, de la naturaleza explosiva de su movimiento, del lento batir de sus alas. El cisne se unió al cielo. Yo luchaba para encontrar palabras que le dieran sentido a lo que sentía. Cisne, repetí, no del todo satisfecha, y sentí un cosquilleo, un curioso deseo, imperceptible para los que caminaban a mi lado, para mi madre, los árboles o las nubes.
Nací un lunes, en el norte de Chicago, durante la gran tormenta de nieve de 1946. Llegué un día antes de lo planeado, mientras los niños nacidos en Año Nuevo se iban del hospital con un refrigerador nuevo. A pesar de los esfuerzos de mi madre por mantenerme en su vientre, entró en trabajo de parto mientras el taxi se arrastraba bordeando el lago Michigan, a través de una cortina de viento y nieve. Según el relato de mi padre, llegué siendo una cosita larga y delgada, con neumonía, y me mantuvo viva sosteniéndome sobre el vapor de una humeante bañera.
Mi hermana Linda llegó durante otra tormenta, la de 1948. Por necesidad, me vi obligada a crecer rápido. Mi madre planchaba en casa y yo me sentaba en la entrada esperando al heladero y al último de los vagones pintados con dragones. Me daba hojas de hielo envueltas en papel marrón. Yo me metía una en el bolsillo para mi hermanita, pero cuando más tarde trataba de sacarla, descubría que había desaparecido.
Cuando mi madre quedó embarazada de mi hermano Todd dejamos nuestras saturadas habitaciones de Logan Square y migramos a Germantown, Pennsylvania. Durante los años siguientes vivimos en casas para familias de personal doméstico, barracas blancas que daban a un campo abandonado plagado de flores salvajes. Llamábamos al campo The Patch, y en el verano los adultos se sentaban y hablaban, fumaban cigarrillos, y se pasaban jarras de vino de diente de león mientras los chicos jugábamos. Mi madre nos enseñó los juegos de su infancia: estatuas, Red Rover y Simón Dice. Hacíamos collares de margaritas para adornarnos el pelo y coronar nuestras cabezas. En las noches juntábamos luciérnagas en frascos, les sacábamos las luces y hacíamos anillos para nuestros dedos.
Mi madre me enseñó a rezar; me enseñó la plegaria que su madre le había enseñado. Ahora me acuesto a dormir, ruego a Dios que cuide de mi alma. A la noche me arrodillaba frente a mi camita mientras ella se paraba a mi lado, con su infaltable cigarrillo, para escuchar cómo repetía después de ella. No deseaba nada tanto como decir mis plegarias, pero sin embargo estas palabras me atormentaban y la llenaba de preguntas. ¿Qué es el alma? ¿De qué color es? Yo sospechaba que mi alma, siendo traviesa, se iba a marchar mientras dormía y no iba a poder volver. Intentaba no quedarme dormida lo mejor que podía, para mantenerla dentro mío, adonde pertenecía. Quizá para satisfacer mi curiosidad, mi madre me mandó a catecismo. Nos enseñaban versículos de la Biblia y la palabra de Jesucristo. Después nos ponían en fila y nos recompensaban con una cucharada de miel. Había sólo una cuchara en la jarra para servir a muchos chicos con tos.
Instintivamente me alejaba de la cuchara, pero rápidamente acepté la noción de Dios. Me alegraba pensar en una presencia sobre nosotros, en movimiento continuo, como una estrella líquida. Insatisfecha con mi plegaria infantil, pronto le pedí a mi madre que me dejara inventar una propia. Me alivió no tener que decir “si me muero antes de despertar, le pido a Dios que se lleve mi alma”, y poder decir en cambio lo que estaba en mi corazón. Liberada, me acostaba en la cama cerca de la estufa de carbón, recitándole a Dios largas cartas. No dormía mucho y debo haberlo agobiado con mis interminables votos, visiones y planes. Pero con el paso del tiempo empecé a experimentar un tipo de plegaria diferente, una silenciosa, que requería más escuchar que hablar.
Mi pequeño torrente de palabras se disipó en una elaborada sensación de expansión y recesión. Fue mi entrada en el brillo de la imaginación. Este proceso era especialmente magnificado por las fiebres de la gripe, paperas, sarampión y varicela. Las tuve todas y con cada una era privilegiada con un nuevo nivel de alerta. Yaciendo profundo dentro mío, la simetría de un copo de nieve que giraba sobre mí se intensificaba a través de mis párpados y atrapaba un valioso souvenir, un jirón del calidoscopio del cielo.
Mi amor por la plegaria rápidamente rivalizó con mi amor por los libros. Solía sentarme a los pies de mi madre y la miraba tomar café y fumar cigarrillos con un libro en su falda. Estaba tan absorta que me intrigaba. Incluso antes de ir a la guardería me gustaba mirar sus libros, sentir el papel, y alzar esa primera página hecha de papel biblia. Quería saber qué había en ellos, qué capturaba su atención tan profundamente. Cuando mi madre descubrió que había escondido su copia escarlata del Libro de los mártires de Foxe bajo mi almohada, se sentó a mi lado y empezó el laborioso proceso de enseñarme a leer. Con gran esfuerzo pasamos de Mamá Gansa a Dr. Seuss. Cuando avancé hacia el terreno donde ya no necesitaba instrucción, se me permitió unirme a ella en nuestro repleto sofá, ella leyendo Las sandalias del pescador y yo Zapatos rojos.
Estaba fascinada por los libros. Quería leerlos todos, y las cosas que leía provocaban nuevos deseos. Quizá me fuera a Africa y ofreciera mis servicios a Albert Schweitzer, o podría defender al pueblo como Davy Crockett. Podía escalar el Himalaya y vivir en una cueva haciendo girar una rueda de plegarias que hacía girar la tierra. Pero la necesidad de expresarme era mi deseo más fuerte, y mis hermanos fueron mis primeros coconspiradores en la cosecha de mi imaginación. Escuchaban con atención mis historias, actuaban con gusto mis obras de teatro y peleaban con valentía en mis guerras. Con ellos de mi lado todo parecía posible.
En los meses de la primavera yo solía estar enferma y condenada a la cama, obligada a escuchar los juegos de mis camaradas a través de la ventana abierta. En los meses de verano, los más jóvenes reportaban cuánto de nuestro campo salvaje había sido salvado del enemigo. Perdimos muchas batallas durante mis ausencias y mis cansadas tropas se juntaban alrededor de mi cama para que yo les ofreciera la bendición, sacada de la biblia de los niños soldados, A Child’s Garden of Verses de Robert Louis Stevenson.