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Domingo, 21 de febrero de 2010

Un collar persa

Yo volvía del trabajo, nos sentábamos en el piso a comer spaghetti y a examinar su trabajo. Me atraía el trabajo de Robert porque su vocabulario visual estaba cerca de mi vocabulario poético, incluso cuando parecía que nos movíamos hacia destinos diferentes. Robert siempre me decía: “Nada está terminado para mí hasta que te lo muestro”.

Patti con Rickenbaker, año 78. Tanto esta foto como la de tapa de este numero son de Robert Mapplethorpe.
A los 20 años tomé el autobús de Filadelfia a Nueva York. Usaba mis dungarees, una polera negra, y el viejo piloto gris que había comprado en Camden. Mi pequeña valija, amarilla y roja, contenía algunos lápices de dibujo, un anotador, las Iluminaciones de Rimbaud, alguna ropa y fotos de mis hermanos. Yo era supersticiosa. Era lunes: yo había nacido un lunes. Era un muy buen día para llegar a Nueva York. Nadie me esperaba. Todo me esperaba. Inmediatamente tomé el subte desde Port Authority hasta DeKalb Avenue en Brooklyn. Era una tarde de sol. Esperaba que mis amigos pudieran albergarme hasta que encontrara un lugar propio. Llegué a la dirección que tenía, pero mis amigos se habían mudado. El nuevo inquilino me llevó hasta una habitación al final del piso y sugirió que su compañero de habitación a lo mejor tenía la nueva dirección de mis amigos. Entré en la habitación. En una simple cama de hierro estaba durmiendo un chico. Era pálido y delgado y tenía grandes rulos oscuros; estaba acostado con el torso desnudo y collares de mostacillas le colgaban del cuello. Me quedé parada ahí. El abrió los ojos y sonrió. Cuando le conté mi problema, se levantó de un solo movimiento, se puso sus pantalones y una remera blanca, y me pidió que lo siguiera. Lo miré mientras caminaba delante mío, guiándome con su paso liviano, un poco chueco. Le miré las manos mientras tamborileaba los dedos contra su cadera. Nunca había visto a nadie como él. Me llevó a otro edificio en Clinton Avenue, me dedicó un saludo de despedida, sonrió y se fue... Hacía calor en la ciudad, pero yo seguía usando mi piloto. Me daba confianza cuando salía a la calle a buscar trabajo. Fue un alivio cuando me contrataron como cajera en la sucursal uptown de la librería Brentano’s. Hubiera preferido hacerme cargo de la sección de poesía a las ofertas de joyería étnica, pero me gustaba mirar artesanías de países lejanos. Mi objeto favorito era un modesto collar de Persia. Estaba hecho con dos placas de metal unidas con pesados hilos negros y blancos, como un viejo y exótico escapulario. Costaba 18 dólares, lo que me parecía mucho dinero. Cuando la librería estaba tranquila, me gustaba sacarlo de caja y trazar la caligrafía escrita sobre su superficie violeta, mientras soñaba con la historia de su origen. Poco después de empezar a trabajar ahí, el chico que había visto brevemente en Brooklyn vino al negocio. Se veía bastante diferente con su camisa blanca y una corbata, como un chico de colegio católico. Me explicó que trabajaba en la sucursal de Brentano’s de downtown y que tenía un crédito de la empresa que quería usar. Pasó un rato mirando todo, las mostacillas, las pequeñas cerámicas, los anillos de turquesa. Finalmente dijo: “Quiero éste”. Se trataba del collar persa. “Oh, es mi favorito también”, le dije. “Me recuerda a un escapulario.” “¿Sos católica?”, me preguntó. “No, solamente me gustan las cosas católicas.” “Yo era monaguillo”, me sonrió. “Me encantaba revolear el incensario.” Yo estaba contenta porque él había elegido mi pieza preferida, pero también estaba triste porque se la iba a llevar. Cuando la envolví y se la entregué, le dije impulsivamente: “No se la des a ninguna chica. Salvo a mí”. Inmediatamente me sentí avergonzada, pero él ya había sonreído y dicho: “No lo haré”. Hacia el final de mi primera semana en la ciudad seguía con mucha hambre y sin lugar adónde ir. Empecé a dormir en el negocio. Me escondía en el baño mientras los otros empleados se iban, y cuando el sereno cerraba me echaba a dormir arropada en mi propio saco. Por la mañana, parecía que había llegado temprano a trabajar. No tenía un peso, y revolvía los bolsillos de los sacos colgados de los empleados buscando monedas para comprar maníes en la máquina de golosinas. Desmoralizada por el hambre, quedé shockeada cuando no llegó un sobre para mí el día de pago. No había entendido que el pago de la primera semana era retenido, y me fui al guardarropas llorando. Cuando volví al mostrador, noté a un tipo de barba acechando, que me miraba. El supervisor nos presentó. Era un escritor de ciencia ficción y me quería invitar a cenar. Aunque ya tenía 20 años, el consejo de mi madre de no ir a ningún lado con extraños reverberaba en mi mente. Pero la perspectiva de una cena me debilitó y acepté. Caminamos hasta un restaurante que quedaba en la planta baja del Empire State. Nunca había comido en un lugar lindo en Nueva York. Pero aunque estaba muerta de hambre, apenas lo disfruté. Me sentía incómoda y no tenía idea de cómo manejar la situación. El parecía estar gastando mucho dinero en mí y me preocupaba qué podía pedir a cambio. Después de la cena caminamos hacia el downtown. Me sugirió subir a su departamento para tomar un trago. Este era el momento sobre el que mi madre me había prevenido, pensé. Miraba desesperadamente a mi alrededor cuando vi que se acercaba un hombre joven. Fue como si se hubiera abierto un pequeño portal del futuro, y de él salía el chico de Brooklyn que había elegido el collar persa, como una respuesta a una plegaria adolescente. Inmediatamente reconocí su caminar algo chueco y sus rulos. Estaba vestido con sus pantalones y un chaleco de pelo de oveja. Alrededor de su cuello colgaban cantidad de collares de mostacillas, un joven pastor hippie. Corrí hacia él y lo agarré del brazo. “Hola, ¿te acordás de mí?” “Claro”, sonrió. “Necesito ayuda”, exclamé. “¿Podrías fingir que sos mi novio?” “Seguro”, dijo, como si mi súbita aparición no lo sorprendiera. Lo arrastré hasta el escritor de ciencia ficción. “Este es mi novio”, dije, sin aliento. “Me estaba buscando. Está muy enojado. Quiere que vaya a casa con él ahora.” El tipo nos miró a los dos confuso. “Corramos”, grité, y el chico me tomó de la mano y huimos a través del parque, hacia el otro lado. Sin aliento, colapsamos en la entrada de algún edificio. “Gracias, me salvaste la vida”, le dije. Aceptó estas noticias con una expresión divertida. “Nunca te dije mi nombre; me llamo Patti.” “Yo me llamo Bob.” “Bob”, dije, mirándolo de verdad por primera vez. “De alguna manera no parecés un Bob. ¿Está bien si te llamo Robert?” El sol había caído sobre Avenue B. Me tomó de la mano y caminamos por el East Village. Yo hablé la mayor parte del tiempo. El sonreía y escuchaba. Le conté historias de infancia, las primeras de muchas. Me sorprendía lo cómoda y abierta que me sentía con él. Después me contó que estaba viajando en ácido. Yo solamente había leído sobre el LSD y no tenía idea de la cultura de la droga que estaba floreciendo en el verano del ’67. Pero Robert no parecía alterado ni raro, al menos no de las maneras que yo había imaginado. Irradiaba un encanto que era dulce y travieso, tímido y protector. Caminamos hasta las dos de la mañana y finalmente, casi en simultáneo, nos revelamos que ninguno de los dos tenía un lugar donde dormir. Nos reímos. Pero era tarde y estábamos cansados. “Creo que sé de un lugar donde podemos quedarnos”, me dijo. Su último compañero de habitación no estaba en la ciudad. “Sé donde esconde la llave. No creo que se moleste.” Nos tomamos el subte hasta Brooklyn, encontramos la llave y entramos al departamento. Los dos sentimos timidez cuando entramos, no tanto por estar juntos y solos sino porque era casa ajena. Robert se preocupó por hacerme sentir cómoda y después, a pesar de la hora, me preguntó si quería ver su trabajo, que estaba almacenado en una habitación de atrás. Robert lo extendió sobre el suelo para que lo viera. Había dibujos, bosquejos y pinturas. Pinturas y dibujos que parecían salir del subconsciente. Yo nunca había visto algo así. Miramos libros sobre dadaísmo y surrealismo, y terminamos la noche inmersos en Miguel Angel. Cuando amaneció, nos dormimos abrazados. Cuando despertamos, él me saludó con su sonrisa torcida, y yo supe que era mi caballero. Como si fuera lo más natural del mundo, nos quedamos juntos, y nos separábamos sólo para ir a trabajar. No siquiera lo hablamos: el entendimiento era mutuo.

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