MODA > ADIóS A ALEXANDER MCQUEEN, EL GRAN DISEñADOR BRITáNICO
El 11 de febrero, el mundo de la moda recibió una noticia tan inesperada como impactante: Alexander McQueen había muerto. Pocos días después se supo que se había ahorcado en el placard y mientras sus hermanos velaban a su madre. Con apenas 40 años, había revolucionado la moda, introducido la clase obrera en la alta costura, respondido a la prensa que lo criticó, recibido una condecoración de la Reina Madre a pesar de haber injuriado en un traje a medida al príncipe Carlos, subido el espanto cotidiano a las pasarelas, escandalizado a un mundo que vive del escándalo.
› Por Victoria Lescano
Flores dispuestas cual ofrenda rocker por los fans de la moda en las fachadas de las tiendas McQueen de Nueva York, Los Angeles, Londres y Milán, sumadas a un repentino furor por los foulards con estampas de calaveras cotizadas en 225 euros, esos pañuelos que luego de los pantalones bumsters que durante 1996 marcaron el reinado del tiro bajo fueron uno de sus diseños más democráticos, sumado al incremento en un 120 por ciento en las tiendas departamentales Selfridges y Liberty de prendas con su etiqueta, son algunas de las acciones de moda que siguieron al estupor que generó la noticia de la muerte del diseñador inglés Alexander McQueen.
El contexto fue tan dramático como sus puestas: el diseñador que tuvo predilección por cubrir el rostro propio y los ajenos con máscaras se suicidó el 11 de febrero colgándose de una soga, en su hogar de Mayfair, mientras que el resto de su familia –seis hermanos y su padre taxista– velaban el cuerpo de Mrs Joyce McQueen –su venerada madre–, una asistente social que había alimentado en el pequeño Lee el gusto por la moda, pero también por la tradición scottish y las tramas sangrientas.
Tenía 40 años y revolucionó las pasarelas de alta costura de fines del siglo XX y comienzos del XXI con ardides emparentados con el cine de horror, la ciencia ficción y las construcciones sartoriales de belleza inédita ricas en citas historicistas. Muchas de sus construcciones podrían pasar por piezas de un raro museo con eje en la historia del traje, aunque con anclaje visionario, pues McQueen trabajaba en las siluetas del presente y anticipaba las del futuro.
Otro de sus aportes consistió en disparar el ingreso de la clase obrera a los ateliers parisinos: en 1996 trasladó sus storyboards para colecciones con escarabajos, plumas de pájaros, escenas de sadomasoquismo, ironías sobre amigos drag queens y botas de madera que emulaban piernas ortopédicas al mismo salón de la avenida George V de París donde Hubert de Givenchy diseñó los trajes para Audrey Hepburn en los films Sabrina y Desayuno en Tiffanys. La varita ejecutiva de Bernard Arnault –entonces presidente del holding LMVH– lo había designado sucesor de John Galliano como consecuencia de una estrategia de marketing destinada a remozar la imagen de mausoleo de las firmas más tradicionales para así cautivar a las nuevas generaciones de consumidores.
El joven inglés –quien con facilismos fue calificado de “niño terrible” y también de “hooligan de la moda”– aterrizó con su figura regordeta y sus bandejas de comida chatarra sin siquiera hablar ni una palabra de francés. Pero sus vastos conocimientos de las técnicas de corte y de realización de moldería derribaron toda barrera lingüística. Vale mencionar que en cuestiones de argot fue experto en deslizar las mejores puteadas dirigidas hacia las cronistas de moda que con frecuencia se escandalizaron en el transcurso de sus desfiles. Pasó con “Highland Rape”, la colección de 1996 que admitió faldas kilt de primorosa factura en modelos con las piernas ensangrentadas y cordones de tampones a modo de accesorio (él argumentó como leitmotiv su homenaje a una masacre del siglo XVIII). Y los improperios continuaron luego de la presentación de “The Birds”, un homenaje a Alfred Hitchcock que hizo volar plumíferos en la pasarela y exaltó vestidos y sombreros símil pájaros. O cuando una cronista del Women’s Wear Daily tuvo la pésima idea de dudar acerca de la autenticidad de un tartán en tonos de amarillo, rojo y negro que él designó como icono de su historia familiar: “Nuestra insignia es una cabeza de lobo, el slogan Constante y Leal y la trama, la de un tipo diabólico llamado John, quien enterró vivas a sus dos hijas para impedir que se unieran en matrimonio a los hermanos McQueen”, fundamentó Lee. Acto seguido, la cronista tembló en silencio y nunca más le cuestionó ninguna gama cromática.
La biopic de McQueen admite otros matices dignos de sus compatriotas del punk couture: abandonó el colegio a los 16 años, fue aprendiz de Anderson & Sheppard, una sastrería del barrio Saville Row que realizaba trajes a medida para el príncipe de Gales. Fue allí donde en la entretela de un traje a la medida de Charles el joven Lee bordó la expresión I am a cunt. (Pese a ello, en 2003 fue condecorado con la Orden del Imperio Británico de manos de la Reina Madre. Asistió al Palacio de Buckingham ataviado con falda kilt y un sombrero al que describió como “una banana en la cabeza”. “Fue todo muy extraño, venía de bailar en el Claridge, fui casi sin dormir, pero mi madre adoró la ceremonia”, dijo luego a la periodista Sarah Mower.)
Entre sus etapas de aprendizaje hubo ratos de sosiego, tanto en pasantías en el atelier del diseñador japonés Koji Tatsuno como con el italiano Romeo Gigli. O el posterior paso por la casa especializada en vestuario teatral Berman and Nathan, su escuela para emular geishas, las variaciones sobre la silueta victoriana e imponer el maquillaje guerrilla style que luego copiaron una y otra vez los estudiantes de diseño del mundo entero.
Su graduación oficial remite a 1994 y a la escuela Central Saint Martin’s. Allí presentó la colección “Jack The Ripper Stalking his Victims”: había sido confeccionada gracias al dinero del seguro de desempleo y, según cuentan, con telas de encaje y tartanes robados a sus compañeros de piso. Apenas irrumpió en la pasarela fue adquirida por la excéntrica editora Isabella Blow, por entonces lupa cazatalentos y editora de la publicación Tatler.
A comienzos de 2000, además de casarse con el documentalista George Forsyth y de celebrar la boda con una fiesta en un yate en las aguas de Ibiza con Kate Moss oficiando de madrina, Lee vendió el 51 por ciento de su marca propia al grupo Gucci por una cifra millonaria.
Su dieta de fast food ya había sido reemplazada por otra más nutritiva y selecta, y cultivaba una disciplina digna de un gimnasta. El matrimonio con el joven director fue extenso y culminó en 2007. En 2008, Lee contó a la crítica de modas del New York Times, Cathy Horyn, que su actual vida afectiva consistía en citas con un actor porno. En 2006, Kate, la madrina de la boda, tras aparecer posando en un tabloide inglés consumiendo cocaína, fue redimida del escándalo por su amigo diseñador mediante un holograma que reproducía su silueta flotando, mientras modelos reales desfilaban al ritmo de “The Last Dance”.
En un intento de retrospectiva del estilo McQueen, “La Dame Blue”, en el invierno 2008, ofició de homenaje post-mortem a su principal mentora, la editora inglesa Isabella Blow. Tuvo vestidos de cóctel con técnicas sartoriales y cinturas exageradas, robes de colores, trajes negros y tocados desarrollados para la ocasión por el sombrerero Philip Treacy. El bastidor para tales artificios fue una estructura de metal con alas, mitad mariposa, mitad flamingo, que cambiaba de colores en cada pasada. Y allí otra trama de moda inglesa con final trágico: en mayo de 2007, luego de hacer un cameo en Vida acuática de Wes Anderson –y, dicen, enferma de un cáncer de ovarios–, Blow se suicidó con una variedad de veneno mataplantas.
La última colección de Alexander se vio en el marco de las colecciones masculinas de Milán, léase enero de 2010, y entre sus recursos de buena sastrería expuso estampas emparentadas con el cine de David Cronenberg: de patterns con calaveras sobre bastidores color piel que emularon planos macro de anatomía patológica remixados con rituales de alguna tribu: los modelos, en su mayoría pelirrojos, los combinaron con... ¡barbijos negros! La llamó “Ann Balitheor Cnámh” y, al cierre, Lee salió a saludar ataviado con la simpleza de jeans, camisa blanca, un suéter de pura lana inglesa con escote en V y botitas de gamuza. Un año antes, también en Milán, su manifiesto de moda para hombres respondió al título “The McQueensberry Rules” y simuló un tour por estilos de un aristócrata del siglo XVIII, orgulloso de su colección de bastones tallados, pero estilizado cual pandillero dark. Los abrigos de paño con piel, los sombreros superpuestos sobre cofias, los ojos delineados con kohol, algunos delantales de cultor del leather y, como máxima provocación, medias de bailarín en color piel, se matizaron con trajes en estampas escocesas y holgados cardigan que emularon la factura casera. En el medio de una y otra hubo un homenaje a surfers en technicolor.
En octubre de 2009, desde la colección femenina “La Atlantis de Platón”, ideada para el verano 2010, hizo apología de las texturas desarrolladas con tecnología digital mediante una recreación de vestidos para mujeres anfibias usuarias de minicrinolinas. Al inicio del fashion show y desde un corto, la modelo brasileña Raquel Zimmerman posó desnuda en alguna playa y rodeada de serpientes, filmada por el fotógrafo Nick Knight. Hubo robots que oficiaron de camarógrafos y que luego dieron paso a la multitud femenina con sus animal prints tecnologizados y en colores inéditos. Iban montadas sobre los zapatos más excéntricos y fetichistas desde los creados por Yantourny (el zapatero que a comienzos del siglo XIX inició la modalidad de lista en espera, pues se tomaba años en entregar a sus clientas sus creaciones risquée) y de los que podemos ver ejemplares en YouTube, en los clips de alta rotación de Lady Gaga.
“La Atlantis” se transmitió online desde la web del fotógrafo y tuvo una audiencia de 40 millones de espectadores.
El diseñador que llevó el espanto de lo cotidiano a la pasarela, recientemente con la colaboración del productor de imagen y sonido Sam Gainsbury y antaño con Simon Costin, en varias ocasiones destacó las influencias en su obra del performer inglés Leigh Bowery. Establecer analogías con las calaveras con diamantes de Damien Hirst es una frivolidad indigna de McQueen, quien innovó los modos de abordar la pasarela una temporada tras otra. Dispuso modelos caminando sobre el agua o paseando lobos como si se tratasen de adorables mascotas, prendió fuego en los catwalks, encendió maquinarias que simularon las técnicas de action painting sobre el corsage de un vestido de la modelo Shalom Harlow. Además mudó y dejó sin habla a los habitúes de la primera fila con réplicas de pabellones de neuropsiquiátricos concebidos como salitas para ver moda inusual.
En la reciente New York Fashion Week –esta semana– hubo un homenaje espontáneo a su obra: fue casi un funeral en la pasarela bocetado por la modelo Naomi Campbell. Si bien inicialmente respondió al propósito de recaudar fondos para las víctimas del terremoto de Haití –con el título Fashion for Relief– devino en tributo al diseñador. En señal de duelo fashionista y sin alivio, las modelos-lloronas Helena Christensen, Karen Elson, Angela Lindvall y Daphne Guinness iban fabulosamente ataviadas con los rescates de originales McQueen de sus buenos fondos de placard: llevaron vestidos con crinolinas, sastrería iconoclasta, botas y zapatos descollantes, mientras secaban sus lágrimas en los velos de alta costura tramados por McQueen.
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