PERSONAJES
Retrato de una Lady
A los 18 años abandonó Los Toldos para estudiar teatro en Buenos Aires. Pero el golpe de Onganía y la Noche de los Bastones Largos clausuraron el Instituto de Teatro de la UBA y la llevaron a refugiarse en clases particulares, donde conoció a Alberto Ure y se convirtió en la diva de las efímeras vanguardias de entonces. En 1977, tras una memorable composición de Lady Macbeth a la que le agregaba parlamentos de Marilyn Monroe, se retiró intempestivamente y volvió a Los Toldos. Hasta allá fue Radar para encontrar a Irma Brandemann, todavía ejercitando su “teatro de lo íntimo” en cruces de rutas, estaciones fantasma de trenes o en la intemperie de la llanura.
Por Juan José Becerra
La estación Los Toldos es el reino de lo anónimo, salvo por las marcas famosas de cereales en las chapas galvanizadas de los silos que acopian la riqueza de la patria, junto a alguna rata nadando en cereales como Rico McPato en su fortuna, y el nombre inolvidable que regresa del pasado: Eva Duarte, a quien ya le perdonaron –a cambio de recordárselo siempre a su memoria– haber arrancado del Registro Civil del pueblo su acta de nacimiento para convertirse en otra: la que nació de un repollo. Tal vez en honor a esos perdones de la historia es que la amnistía invade las calles que rodean la plaza principal, su iglesia matriz, el municipio, el patrullero amical que colabora con la fiesta pública. Cientos de escolares se reúnen, obligados, para homenajearse a sí mismos, mientras el aplauso adulto los bendice y los consagra, bajo la voz de Diego Torres que arrasa con los peinados de las primeras filas de invitados, lanzada desde tremendas columnas de sonido.
En un bar apenas retirado del circo público, Irma Brandemann, antiactriz retirada en plena juventud, ángel caído de vanguardias breves, mantiene intactas sus antiguas ideas; es decir: suspende el tiempo, detrás del cual, como si surgieran de un bloque indiferente de eternidad, se asoman las preguntas que se ha venido haciendo desde siempre: ¿actuar para quién?, ¿representar qué cosa?, ¿entregarse a qué tipo de espectáculo?
–A los 18 años me fui del pueblo y empecé a estudiar en el Instituto de Teatro de la Universidad de Buenos Aires, en una salita del subsuelo que pertenecía a la Facultad de Medicina, y luego en lo que ahora es el Rojas. Todo eso termina con el golpe de Onganía. Al día siguiente de la Noche de los Bastones Largos se cerró y Fessler, que era el director del Instituto, terminó dando clases particulares mientras todos comenzamos a dispersarnos. No recuerdo cómo, me conecté con Alberto Ure, quien ya tenía la idea de hacer una obra con actores, escribiéndola entre todos, partiendo prácticamente desde la nada. Éramos seis, entre ellos Arturo Maly y Jorge Mayor. La obra se llamaba Palos y piedras. Nos internábamos en el teatro a ensayar al mediodía y no se sabía cuándo salíamos. Era un trabajo extraño, sin ninguna referencia escrita, nunca hubo un guión de esa obra. La estrenamos en 1967, el año en que salió campeón Racing. Ese era un detalle importante de la obra, porque había una escena con algo de patriótico o de político, cuando los personajes enarbolaban una bandera que tenía que ser de Racing porque en ese momento era imposible aludir directamente a la bandera argentina. La obra giraba alrededor del poder, cuyo emblema era un cetro. Quien lo tenía ejercía ese poder, que tenía la forma de un juego entre seis presos, tres hombres y tres mujeres. Por supuesto, lo más difícil no era obtener ese poder sino mantenerlo. Después de esa experiencia hicimos un taller de teatro y estoy segura de que la palabra taller, vinculada al teatro, la inventamos nosotros. Era un modo de remedar la palabra laboratorio que usaba Grotowski en Polonia.
Jerzy Grotowski: el alma mater, el vademécum, el hacedor del teatro pobre de las 13 filas, el inspirador de un teatro nuevo cuya cuna no era Londres ni Berlín, sino un pueblo perdido en la opacidad de la llanura polaca. Una vez más, Buenos Aires se hacía pronto eco de esa voz que se alzaba en los confines, y las compañías de teatro más innovadoras terminaron cayendo bajo su influencia, sin saber –cómo saber esas cosas antes– que la ascendencia del pope polaco terminaría ridiculizada en un sketch de Alberto Olmedo junto a una supuesta escuela antagónica, la de Stanislavski, donde tanto uno como otro eran invocados en nombre de una farsa personal.
Pero Irma Brandemann no se abandonó sólo al aura de un nombre celebrado, sino que organizó una expedición al teatro del maestro, la pequeña casa de la que hablaba todo el mundo, mareado por los hechizos de su forma.
–En 1970, en un viaje a Europa con quien era mi esposo, fui a Polonia al teatro de Grotowski con la idea de ver de cerca ese tipo deprocedimiento que para todo el mundo era muy novedoso. Vendimos un departamento para irnos. Cosas de la época. Llegamos en pleno invierno a Wroclaw, una ciudad pequeña, en un tren que atravesaba campos nevados sin saber muy bien si estábamos en la dirección correcta. Polonia era muy soviética en ese entonces. No había llegado la Coca-Cola ni la publicidad y era muy llamativo ver el color de esas ciudades, incluso de las ciudades grandes como Varsovia. La escenografía urbana de Wroclaw conservaba las ruinas de la Segunda Guerra; a pesar de que hacía veinticinco años que había terminado, todos los edificios estaban destruidos, excepto unos pocos, entre ellos el del hotel donde parábamos. El día que llegamos nos dicen que esa misma noche hay función en el teatro de Grotowski. Fuimos con toda la ansiedad. Nos sorprendió no ver movimiento en los alrededores del teatro, que en realidad era una casa. Llegamos a la boletería y nos dijeron que no había una sola localidad disponible. Eran treinta en total. “¡Es que venimos de Buenos Aires!”, gritábamos nosotros. No sólo que no se inmutaban, sino que tampoco nos decían con precisión cuándo iba a ser la próxima función, lo que nos decidió a quedarnos en la ciudad. Volvimos al hotel y decidimos esperar una semana si era necesario, pero a la mañana siguiente supimos que el actor principal de la obra, una estrella del nuevo teatro, se había quebrado un brazo en plena función y la obra quedaba suspendida por tiempo indeterminado. Ese fue todo mi contacto con esa escuela. Desde entonces no ha habido muchas novedades en el género, al menos desde los últimos veinte años, excepto la incorporación de la cosa circense. Y como experiencia personal, me quedó eso de que el teatro es para treinta espectadores, no más.
En círculos muy restringidos del teatro de vanguardia de aquellos años, se recuerda la composición que Irma Brandemann hiciera en los años 70 de cierta Lady Macbeth, agregándole a Shakespeare parlamentos de la época que inquietaron a los puritanos del teatro isabelino y atizaron la ironía de los grandes productores de Corrientes.
–El director de aquel Macbeth, que hicimos en una salita pequeña del centro, fue Robertino Granados. Había una idea general sobre la obra pero no instrucciones precisas, o un guión que nos orientara. Por ejemplo, mi Lady, al no ser un Macbeth completo, era muy singular. A esa idea de una mujer obteniendo poder a través del hombre como si éste fuese su instrumento, no le agregábamos remordimiento sino insatisfacción; es decir, la idea de tener y no tener al mismo tiempo. Recuerdo que a mi Lady le habíamos agregado parlamentos de Marilyn Monroe, no de sus personajes sino de su biografía. Fue la última vez que actué en Buenos Aires. Ya tenía un hijo de seis años, era un momento muy complicado del país, yo no terminaba de sentirme arraigada en Buenos Aires y, además, siempre había tenido la idea muy firme de que no iba a ser una profesional del teatro. Para mí el teatro siempre fue una forma de exploración personal, íntima, sin compromisos externos; y nunca me interesó la composición de personajes. Esa fue siempre mi experiencia. Mi investigación nunca fue teatral sino autobiográfica. Pero una de las cosas que me reproché con los años fue haber estado al margen de la política. Estábamos demasiado preocupados por el teatro y prácticamente ajenos a lo que sucedía. No teníamos contacto con la otra realidad que nos tocaba. Estábamos en otra galaxia. Y de esa galaxia regresé al pueblo en 1977.
Desde entonces –un año antes de que se deshiciera el Teatro Laboratorio de Grotowski–, Brandemann vive en Los Toldos, regresando a su teatro de la no representación conforme se presente su necesidad de regreso. Pero el suyo no es un teatro militante, sino una manifestación casi invisible de hacerse presente, como una sombra, en algún hueco del pueblo: cruces de rutas, estaciones fantasma de trenes –donde no hay trenes ni pasajeros ni recuerdos ferroviarios– o la intemperie de la llanura, donde la naturaleza actúa con actos verdaderos, muy lejos de la representación. –No sé si nuestra idea era que la representación puede prescindir del teatro como espacio. No es tan fácil de establecer esto, porque si bien el espectador es necesario, también es cierto que la forma de una obra puede darse en los ensayos. De cualquier modo, no me gusta el pacto del teatro convencional, eso de que yo represento ser otro y un tercero acuerda conmigo creer en esa representación. En estos años he armado varias obras en Los Toldos, algo que llamo ceremonia, tal vez porque detesto la palabra espectáculo. Ese clima de ceremonia se inspira en aquellos años en los que hice las primeras obras en Buenos Aires, porque ése era el efecto que producía. Es otro tipo de pacto, donde lo que se busca es que el espectador participe de esa ceremonia pero sin representar. Una de esas obras, que se llamó Pasajeros, la hicimos en un cruce de caminos, ni siquiera en un espacio que pudiéramos llamar teatral. Eso es lo que me interesa a mí: lo pequeño del teatro, lo íntimo, lo que los actores pueden obtener de sí mismos y entre sí en esa experiencia de encuentro. La elección de los actores del pueblo, todos vocacionales, no está dominada por esa idea más o menos clásica de tener disponibles tales personajes y luego encajar en ellos las personas e indicarles su rol. En realidad busco el modo en que el actor pueda representarse a sí mismo relacionándose con un personaje que pueda interpretar, y que nunca es cualquier personaje. Es ahí donde el actor puede encontrar su principio de identidad como sujeto más que como actor.
Sin ninguna necesidad de trascendencia, el teatro de Irma Brandemann sostiene en el tiempo su sed de vanguardia, su gratuidad y su resplandor de actividad exótica y también desapercibida, instalada en un pueblo cuya máxima heroína representó todos los personajes, dándoles a algunos una vida real, y a esas vidas reales una mitología. Al cabo, todo está hecho con el arte del drama. Menos para esa experiencia de exploración interna por la cual nadie será quien no deba ser, un teatro de la verdad en el que todo el mundo se entrega a su identidad mientras simula que la representa.
–No creo que el arte o la cultura deba producirse necesariamente en la ciudad. Eso puede suceder si se piensa en la idea de éxito o reconocimiento. Por otro lado, siempre me he sentido como sapo de otro pozo, y ni siquiera se puede decir que sea un referente del teatro de Los Toldos. A veces tengo la sensación de estar en una situación pedante en relación a los otros, como si todos habláramos lenguajes diferentes. En realidad, al teatro que hago yo, y al que hacen los otros, los considero disciplinas diferentes.
Detrás de un mostrador, en el comercio que provee de ropas paquetas al pueblo –única condescendencia a lo clásico: de algo hay que vivir–, la Lady Macbeth que tiene adentro una Marilyn Monroe que le dicta parlamentos, se niega a extraer algo de los dramas cotidianos: “No saco nada del pequeño teatro donde atiendo a mis clientes. Tal vez porque tanto para vender como para comprar una se pone una máscara, y a mí me interesan las personas cuando están sin la máscara. Todos nos volvemos más interesantes”.