› Por Marta Dillon
Fue la curiosidad lo que me llevó el domingo pasado a ver la película de Rafael Filippelli, Secuestro y muerte. Y la curiosidad, dicen, mata al gato. O puede llegar a dormirlo de aburrimiento como sucedió con algunos compañeros de sala que se babearon a gusto en su butaca mientras transcurría este film que trata sobre el secuestro de Aramburu, acción inaugural de Montoneros, pero que a la vez –según las palabras del director– no trata sobre ese hecho puntual sino que “lo cita” a modo de metáfora errante y a mi gusto bastante banal. Banal digo porque el autor ha abusado de la cita para la promoción de su película tanto en entrevistas como en el mismo afiche, con la frase “en 72 horas van a decidir mucho más que el destino de un hombre, van a cambiar el destino de un país”, algo que nunca se deja ver en la pantalla. En rigor de verdad, apenas se ve que ese país es Argentina y sabemos de la época por poco más que la ropa de la única mujer, una de los cuatro secuestradores que ni siquiera parecen ser militantes políticos, sólo un conjunto de autómatas que se arrogan la representación del pueblo –lo dicen expresamente, no hay otra forma de enterarse– y cuyo único vínculo es la comida y el secuestro y muerte del personaje del General –que no es Aramburu, insiste Filippelli, porque Aramburu no usaba bigote y éste en cambio usa uno claramente postizo–. Sin embargo, por detrás de la banalidad de ciertos gestos como el de creer que alcanza con un bigote artificial para despegarse del hecho histórico, hay en Secuestro y muerte una acabada programación de cada diálogo y de cada decisión estética destinada a la provocación. Y en esto, más allá del aburrimiento, logra su cometido, al menos para la gata aburrida que esto escribe casi una semana después de haber visto la película. ¿Cómo leer si no en términos de provocación el hecho de haber convertido al grupo de militantes políticos en cuatro jóvenes que sólo hablan pavadas en el tiempo muerto que dura el secuestro hasta la muerte inexorable del secuestrado? Desde el vamos, decir que son militantes políticos es una interpretación libre que elude el texto del film. Más que motivaciones políticas parecen tener motivos narcisistas en sus acciones, ya que la única reflexión que hacen sobre éstas es una pregunta anodina: “¿Cómo crees que nos van a ver?”. A esa pregunta, se ve, contesta Filippelli con su película: él, al menos, los ve frívolos, desencantados, tan aburridos como su propia obra –esta obra–, como si esa casa que forzosamente comparten con el secuestrado fuera un country y no lo que –pomposamente, sí, ese adjetivo se puede usar desde este presente– los protagonistas de entonces llamaban “cárcel del pueblo”. De hecho, mientras juegan a las adivinanzas para matar el tiempo muerto a ninguno de ellos se le ocurre decir Perón después de una serie de pistas tan obvias que cuarenta años después de los hechos que se citan se cae de maduro sobre la platea. En cambio –en una reinscripción de la teoría de los dos demonios que el director abonará cada vez que se le pregunte tanto por qué ni Aramburu ni los Montoneros le caían “simpáticos” como por qué, según afirmó, “tenían proyectos distintos pero el mismo método, la violencia”– el General sí que utiliza la palabra: se la habilitan sus secuestradores –sólo eso son en la película– con un interrogatorio moroso, en etapas perfectamente pautadas –es que los chicos tienen que irse pronto a seguir hablando de alunizajes– y en el que se despliegan las razones que tuvo el secuestrado para fusilar a un grupo de “sediciosos” tanto civiles como militares. Allí se despliega una filosofía del poder, es cierto, y la soledad del poderoso frente a decisiones complicadas y urgentes que no tienen que ver con el bien sino con el mal menor. El General se hace responsable de sus actos y los justifica. Hasta tiene tiempo de exhibir el dilema moral de haber sustraído y ocultado un cadáver que nunca se nombra aunque, oh casualidad, se puede ver perfectamente la foto de Eva Duarte en un diario que le muestran para preguntarle qué hizo “con el cuerpo de esta mujer”, como si fueran a recibir una prenda si llegan a decir “Evita”. Y más aún, mientras los cuatro jóvenes se mueven cual marionetas en el encierro, no tienen relación afectiva entre ellos, ponen a la mujer y al único de los varones al que acusan de tener miedo en la cocina, juegan sus infantiles jueguitos –que podría ser, por qué no, ¿pero eso es todo?– y se niegan rotunda y expresamente a conseguir un diario o a sintonizar correctamente una radio para ver qué tipo de repercusión tiene su acto justiciero –¿o no están haciendo un juicio? Claro que este justiciero se parece más a esos comerciantes que disparan contra los ladrones ahora que los discursos sobre la inseguridad le dan un sentido ajustado a las palabras “secuestro” y “muerte”–; el General se preocupa por el dolor de su esposa, por lo que quede de él en la memoria de su hijo, por el destino que darán a su cuerpo. En definitiva, el General es humano. Los otros también, porque comen regularmente, es cierto.
Hacer ficción con un hecho fundante de la década del ‘70 es una forma política de la memoria. Que esa ficción convierta en una frivolidad aquel hecho político es una postura política tomada en tiempos en que frívolamente se acusa de “montoneros” tanto a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner como a su marido, el ex presidente. Es como haber puesto en el lavarropas del desencanto presente –tal vez del desencanto de los ‘90– nuestra historia reciente con la banalidad que lava más blanco. Pero ojo, que el director no quiso hacer una película sobre la historia reciente, dijo al fin de la proyección de su aburrida película –lo que también es mucho decir– sino “sobre qué hacen cuatro tipos encerrados en una casa tres días antes de matar a otro”. ¿Entonces por qué habrá citado el secuestro de Aramburu? Filippelli y sus guionistas Beatriz Sarlo, Mariano Llinás y David Oubiña, evidentemente, pasaron la prueba de blancura, su banalidad es capaz de borrar incluso las manchas más rebeldes.
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