A principios de los ’70, siguiendo a su amada Velvet Underground, se paró en el borde y fundó los Modern Lovers, una banda hoy mítica que no duró ni un disco pero que llenó de lirismo y angustia adolescente lo que hoy conocemos como punk. Pero enseguida se alejó del éxito esperable y emprendió un camino único: trovador, excéntrico, trashumante de los géneros, desertor de la muerte joven, cantante en castellano, cada vez más cerca de su amado Maurice Chevallier. Todas esas vidas después, Jonathan Richman viene a tocar a Buenos Aires y es una fiesta para sus pocos pero devotos seguidores. Conózcalo y caiga rendido a sus pies.
› Por Martín Pérez
En uno de esos restaurantes italianos de Los Angeles en el que no sólo te hacen probar el vino, sino también el aceite de oliva. Ahí fue donde los hermanos Farrelly le contaron, según recordó alguna vez Jonathan Richman, qué era lo que querían que hiciese en Loco por Mary. Por suerte, no hubo demasiadas explicaciones de por medio. Sólo tuvieron que nombrarle otra película, la comedia La Tigresa del Oeste, que protagonizan Jane Fonda y Lee Marvin, en la que Nat King Cole, con sombrero de cowboy y banjo en mano, hace las veces de narrador. “Me preguntaron si la había visto alguna vez, y yo les respondí que por supuesto”, le contó Richman al semanario Entertainment Weekly unos doce años atrás, cuando la película se transformó en un arrasador éxito mundial. Con eso estuvo todo dicho. Claro que sólo entre los directores y su narrador, porque el estudio no estaba del todo convencido. “Tuvimos que advertirle que íbamos a filmar las escenas dos veces, una con y otra sin él. Y que hasta último momento no íbamos a saber si iba a quedar en el corte final”, aclaró Bobby Farrelly en el mismo artículo. La leyenda cuenta que cuando los ejecutivos del estudio vieron las tomas en las que aparecía Jonathan se desesperaron: “¡No filmen más! ¡Esto no funciona! ¿Quién es este tipo? ¿Se está haciendo el gracioso o qué?”, preguntaban. “Pero cuando fuimos mostrando la película con público en la sala, la gente lo amaba”, contó con orgullo Bobby, que con aquella anécdota no hace más que exponer claramente la más básica paradoja Richman.
Porque eso mismo es lo que sucede cuando alguien queda expuesto por primera vez y sin ningún aviso a Jonathan en acción. Primero, las dudas y las preguntas. “Esto es genial... ¿o es horrible?”, recuerda Greil Marcus en su libro Rastros de carmín que dijo alguien parado a su lado durante el primer concierto que presenció de los Modern Lovers, el grupo original de Richman, en el ’72, cuando aún no había leyenda, ni historia, ni nada. Pero después siempre llega la rendición incondicional. Porque, hay que admitirlo, Jonathan Richman es simplemente irresistible. Tanto en su primera –efímera y al mismo tiempo eterna– encarnación como mito rocker de culto y profeta punk, eslabón perdido entre Velvet Underground y los Sex Pistols. Así como en la subsiguiente negación de todo lo que había hecho hasta entonces, y su reconversión en cantautor de la más sencilla y contundente belleza del mundo, algo que viene haciendo desde que se dio cuenta de que era más revolucionario sonreír que mostrar los dientes.
“En el amor, para vencer hay que rendirse”, canta Jonathan Richman, con una claridad que ciega y al mismo tiempo revela, cándido pero sin vueltas, siempre rocker aun sin sexo, sin drogas e incluso sin rocanrol. “Para mí es el Andy Griffith de los músicos –declaró Peter Farrelly en aquella nota, refiriéndose a una leyenda televisiva norteamericana—. Porque cada vez que lo veo, me río. Pero al mismo tiempo me pongo un poco sentimental. Realmente creo que Jonathan es uno de los grandes artistas de la última mitad del siglo”, decía uno de los directores de Loco por Mary allá por 1998. Y desde entonces, en la década que acaba de terminar Richman sólo se ha dedicado a editar sus mejores discos como solista, y a tocar por todo el mundo junto a su eterno compinche (que también aparece en la película de los Farrelly), el baterista Tommy Larkins, cantando cada vez más en italiano, español y francés, cumpliendo con su sueño de estar cada vez más cerca de Maurice Chevallier. “Tocar en vivo y hacer discos cada vez se me hace más fácil y placentero”, asegura Jonathan desde sus juveniles 58 años. “Gracioso, libre y fabuloso, es una celebración viviente de la vida como debería ser vivida”, se entusiasmó Danny Eccleston en la revista Mojo luego de verlo tocar el año pasado en Londres.
Cada vez más libre, entonces, Jonathan nos hace libres. Tal como cantaban –¿por qué no?— Los Beatles, que nunca lo conocieron y que él adoraba: Baby you’re a Richman, too.
Una de las cosas que suele reconocer Jonathan es que nadie conoce su nombre. “Si decís Jonathan Richman, la gente no sabe de quién les estás hablando. Pero si preguntás por los tipitos que cantaban las canciones de Loco por Mary, enseguida te dicen: ‘Ah, sí, ésos’”, asegura, y es posible imaginar una sonrisa de satisfacción detrás de esa confesión. Porque si algo demuestra su larga historia es que Richman es de esos artistas que durante toda su carrera se han dedicado a escapar de toda posibilidad de éxito. “Jonathan siempre fue un tipo raro: mientras el resto del grupo se iba a bailar, se quedaba encerrado en su habitación”, recuerda John Cale en su autobiografía What’s welsh for zen. Integrante de Velvet Underground, grupo venerado por Jonathan, Cale comandó las sesiones de los míticos demos de Modern Lovers, que se separaron antes de llegar grabar un disco como corresponde. Fueron aquellas cintas las que, años después, fueron rescatadas para un álbum que apenas si testimonia lo que significó el grupo. Según relata Cale, entre marzo y abril del ’73, fueron a Bermuda con la intención de grabar el álbum debut, pero una vez ahí resultó imposible ponerse de acuerdo con él. “Cualquier cosa en la que te ponías de acuerdo, inmediatamente después la contradecía. Se convirtió en un show del horror en el estudio –escribe–. Quedó claro para todos en Warner que Jonathan no quería el éxito, o cualquier beneficio que tuviese que ser ganado haciendo lo que hacía de una manera organizada. Siempre estuvo en la suya, y eventualmente terminó así. Y así sigue. Más allá de eso, es muy divertido escucharlo y verlo tocar.”
Pero si bien es verdad que la mayoría de la gente no responde al nombre de Jonathan Richman, quienes sí lo hacen son los que conocen la leyenda. La del joven que miró en los ojos del rock. Del mesías eléctrico que, según decía Greil Marcus, tenía una marcha más que los demás. Y por eso anunciaba “uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis”, antes de comenzar con cada una de las tantas versiones que hay grabadas de ese aleph rocker que es “Roadrunner” (“La canción más obvia del mundo, pero también la más extraña”, según Marcus), el tema por el que Richman tiene un sitio reservado en el panteón de la otra historia del rock’n’roll. Apenas dos acordes –el tema en el que está basado, “Sister Ray”, de Velvet, tiene solo uno más– con los que se describe un paseo nocturno en auto, con la radio encendida. El cantante sólo describe lo que lo rodea, y la banda le contesta: “¡Radio on!”. Y sigue, y sigue. Siempre con la radio encendida. “El paseo que me imaginé era el de una noche con mucho frío, nada que ver con American Graffiti y esos chicos felices buscando hamburguesas”, explicó Jonathan recientemente en una de sus pocas entrevistas, en las que accedió a hablar de su historia y su música, incluidas como extras en Take me to the Plaza, un DVD con un show realizado en 2002. “Nunca pensé que a nadie le pudiese gustar esa canción. Eran las composiciones de un chico solitario, muy crítico con el mundo, que la pasaba mal, pero que tenía toda la culpa de estar pasándolo tan mal, no podía acusar a nadie.”
Aun sin llegar a ser jamás lo que podrían haber sido, aquellos demos de los Modern Lovers siguen siendo sorprendentes. Cuando aparecieron, a mediados de los ’70, Jonathan pretendía seguir adelante con su vida, abandonando la electricidad, tocando otra clase de canciones. O, al menos, dejando atrás aquel chico que la pasaba tan mal y encima tenía el tupé de echárselo en cara al mundo. Pero el fantasma de aquellas grabaciones nunca lo dejó en paz. Por eso es entendible que las haya negado durante tanto tiempo. Ultimamente, sin embargo, ha empezado a rescatarlas. “Aunque siempre las negué porque para mí sólo eran unos demos, son mejores que muchos de mis discos de estudio –concede en Take me to the Plaza–. Me gusta el solo de guitarra de ‘Girlfriend’, ‘Pablo Picasso’ porque Cale toca el piano y ‘Hospital’, porque así era como realmente sonábamos entonces. Y el disco que realmente suena tal cómo éramos es un pirata llamado Precise Modern Lovers Order. ¡Es horrible! Me sonrojé al escucharlo. Qué pendejo insoportable que era entonces.”
Hay una anécdota que Jonathan cuenta en una extraña biografía en tercera persona (subtitulada Primeros 20 años en el negocio de la música), escrita para acompañar el lanzamiento de su disco Modern Lovers 88 por el sello Rounder. Allí recuerda el breve tiempo que pasó en Nueva York detrás de Velvet Underground, el grupo por el que enloqueció cuando fue a la casa de un amigo que quería su disco de los Fugs, y para cambiárselo le hizo escuchar el de sus futuros ídolos. “Cuando los escuché, pensé: ‘Estos tipos me van a entender’”, recuerda con los ojos desorbitados en la entrevista de Take me to the Plaza. “Jonathan solía ponerte poemas enfrente de tu cara: ‘Miren, escribí un poema sobre ustedes tocando en Boston’”, lo retrata Cale en su libro. Pero la anécdota que recuerda Jonathan lo sitúa al final de sus días en Nueva York, a comienzos de los ’70, justo antes de volver a casa y formar a los Modern Lovers. Una tarde, frustrado por no poder encontrar un lugar donde cantar sus nuevas canciones, subió a la terraza del Hotel Albert, escribe Richman. Allí arriba se paró cerca del borde y, acompañado por una guitarra eléctrica sin amplificador, empezó a aullar sus canciones a la gente que se empezó a juntar ocho pisos debajo. A Jonathan le encantó la atención que le comenzaron a prestar, aunque él creía que lo estaban mirando porque sus canciones eran geniales, y no porque efectivamente temían que saltara. “Ahí fue cuando llegó la policía, y supe que era hora de terminar mi show.”
Aunque fue después de ese espectáculo que regresó a Boston y empezó su carrera con los Modern Lovers cantando algunas de las canciones que tocó en aquella terraza (entre las que menciona “Roadrunner”, “Pablo Picasso” y “Girlfriend”), la escena bien puede resumir toda su futura primera etapa de joven enojado. Y a punto de saltar, claro. De hecho, si algo se le estaba reprochando a Jonathan cada vez que durante los ’90 se comparaban sus últimos trabajos con los de los míticos Modern Lovers era que se hubiese alejado del borde. Y justo en una década en la que el grunge coqueteaba con un salto al vacío similar. Es que, con todos los boletos para seguir el camino de sus ídolos más trágicos, Richman eligió devolver ese particular pasaje a la eternidad. Y decidió quedarse en el momento. “Una de las últimas cosas que escuché de Jonathan era que había decidido contratar cinco personas para que golpeasen diarios a modo de percusión sobre el escenario”, cuenta Cale, y se puede decir que ése fue el camino que lo llevó, disco a disco, a reconstruir su carrera, sin apuro por llegar a ningún lado, y evitando conscientemente cualquier atajo. Reformó una y mil veces a los Modern Lovers, hizo rock con instrumentos acústicos (Rock ‘n’ roll with the Modern Lovers, 1977), un disco country (Jonathan goes country, 1990), otro en castellano (Jonathan, te vas a emocionar!, 1994) y siguió apilando –además de los temas a cada cosa viviente, o ni siquiera eso– canciones de amor –o de chicas, más bien– con títulos irresistibles, como “Su misterio, no el de tacos altos y sombras en los ojos”, “El verdadero amor no es amable” o “La puedo escuchar luchando con ella misma”.
“Lo mejor de mis viejos discos solistas es que me dieron completo control sobre ellos”, explica hoy en día. “Y lo peor, ¡es exactamente eso! Es que nunca entendí esta cuestión de las tomas. Cuando hago una canción, ya está hecha. Es como si cuando para almorzar te comés una pizza y alguien viene y te dice: ‘Ok, toma dos, vamos a comernos otra’. ‘No gracias, ya comí’”, dice Jonathan, que se preocupa siempre por negar todas y cada una de sus declaraciones anteriores. De hecho, en este último DVD asegura que, aunque le gusta cómo salió, se ha dado cuenta que la música en vivo no debe ser grabada. Así que no lo va a hacer nunca más. Y, por supuesto, también niega todas sus decisiones. “Lo peor que te puede pasar es que yo te contrate. Si eso sucede: ¡renunciá!”, bromea el cantante, cuyos últimos discos lo muestran cada vez más asentado y maduro, dominando su arte. Y también sabiendo que su arte es lo de todos los días: “Es como el pan, tiene que ser del día”, canta en un tema en castellano de su hermoso último disco, Because her beauty is raw and wild.
En tiempos de giras con pedidos exorbitantes, a la heroica productora independiente responsable de la aún más heroica gira que lo trae por primera vez a la Argentina, Jonathan sólo le pidió que la gira no incluyera viajes en avión (salvo el de ida y vuelta a los Estados Unidos, claro está), tocar en lugares que no sean habituales para el rock y que no lo hospedasen en ningún hotel lujoso. “Cuando alguien viene y me dice que tiene a un grupo nuevo ensayando doce horas por día, yo pienso: ‘Van a ser horribles’. Porque para mí la música tiene que ver con el sentimiento. Y ese sentimiento es vida, sentir, gente. Más vida, no música: ésa es la música de mi música”.
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