› Por Santiago Rial Ungaro
Recuerdo perfectamente la primera vez que escuché a Jonathan Richman. Estábamos con Guillermo “Arizona” Moreno, en la casa de Pipo y Marisa, los tíos solterones de mi amigo Marcos, donde nos habíamos atrincherado con él y mi hermano para mostrarle unas canciones y hacer alguna. Guille era más grande de edad y tocaba en Morfi Vinacho, legendario grupo de rock por el que pasaron, entre otros, Andrés Calamaro, Willy Crook y Guillermo Piccolini. Era mi ídolo, pero la banda era tan “underground” que fue inevitable que me aceptara como amigo. Guille puso un cassette (de esto hace unos 17 o 18 años, y escuchar música no editada en el país era casi comparable a recibir una iniciación de tipo esotérico: algo a lo que pocos podían acceder y que además a casi nadie le interesaba hacerlo) y arrancó, en inglés, el “1, 2, 3, 4, 5, 6....” que abre “Roadrunner”, del primer disco de The Modern Lovers. Era una banda que sonaba como Velvet Underground... pero que no era Velvet Underground. Después me enteré de que, efectivamente, Richman había sido en su adolescencia un verdadero fanático de Velvet, siguiéndolos a todos lados. Al rato de estar escuchando, me confesó: “A veces pienso que me gusta más Modern Lovers que Velvet Underground”. Me sorprendió mucho, sobre todo porque me lo dijo muy preocupado, como si le estuviese diciendo a su mujer que se había enamorado de otra persona. Tuve que escuchar un par de discos más para entender por qué mi amigo Guille (que murió un par de años después de un ataque al corazón) se había enamorado así de Jonathan. Su salvaje forma de tocar, su inocencia para cantarle a cualquier cosa con la misma alegría y su ternura para cantar quizá nunca iban a estar de moda. Pero, quizá por eso mismo, Guille sabía que esas canciones no sólo no iban a pasar nunca de moda, sino que también escondían, detrás de su aparente ridiculez, el secreto para ser un amante moderno: Jonathan siempre iba a estar enamorado, pasara lo que pasara.
Y si, en líneas generales, el rock se ha vuelto cínico, aburrido, autodestructivo, ruidoso, y frío, este hombre que nos visita por primera vez, con su eterna sonrisa y su infantil capacidad de asombro bien puede ser considerado como un héroe o un santo.
Y aunque su participación en Loco por Mary y todos los rescates emotivos que se le hagan tienen no sólo el mérito de hacer justicia poética (la única justicia verdaderamente infalible) sino también el de presentar a Jojo a millones de potenciales fans, Jonathan Richman, el artista de las canciones más tiernas jamás escritas, es y será siempre un rebelde que encarna el rock más puro, un artista al que le alcanza con una guitarra acústica y con batir las palmas para hacer bailar, vibrar. Y emocionar. Punk sin nihilismo, guitarrista virtuoso sin hacer solos, cantautor genial sin ser pretencioso, Jonathan es quizá el mejor ejemplo de aquello que escribió Salinger de que el verdadero poeta no elige su material, sino que es el material el que lo elige a él. Las secretarias que pegan estampillas en el Centro del Gobierno, una malteada de chocolate doble, una novia junkie internada en un hospital o un viaje en auto evocando Boston, Massachusetts, a otro no le hubieran inspirado absolutamente nada. Son cosas banales, cotidianas, hasta estúpidas. Pero, como intuía Guille Arizona (que no sabía inglés) y probablemente también sepa Lou Reed, estar “straight” (sobrio, careta) es mucho mejor que estar “stoned” (drogado, colgado): Jonathan Richman nos enseña que, si estamos atentos, no hay ninguna cosa que sea estúpida. Todas las cosas tienen música. Bye bye.
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