DESPEDIDA
Superficies de placer
Fue anterior y posterior al cocktail del HIV. Fue glamoroso, superficial y homosexual: fue un poco Oscar Wilde, otro poco Truman Capote, un poco decadente y otro poco cronista de la decadencia argentina. Buscó la sutileza en la obviedad y el remedio contra la depresión en la belleza. María Moreno traza el retrato póstumo del fotógrafo Alejandro Kuropatwa, que murió esta semana.
› Por María Moreno
El 5 de febrero de 2003 falleció el artista Alejandro Kuropatwa. Tal vez a él no le hubiera disgustado un comienzo tan austero para una despedida que siempre hubiera preferido en los términos lacónicos de La Nación a los personajes que suelen caminar por esa zona de Corrientes que las modelos de Kuropatwa han bautizado “Cuba”. Cronista visual sutilísimo de la decadencia nacional a través de sus bellezones de country y sus escrachos enjoyados, falso profesional del fashion que gozaba dando la apariencia de tapa de Vogue a retratos donde siempre un detalle minúsculo funcionaba como una confesión mayúscula –una prótesis, un pelo encarnado, el colágeno corrido, la garra de un dinosaurio–, fue uno de esos diez que Manucho juzgaba necesarios para la existencia de una fama, una ciudad, una fiesta. Fue también uno de los primeros en testimoniar ante los medios de comunicación, en clave autobiográfica, los avatares de su convivencia con el virus HIV, que sólo fue clave en una oportunidad de su experiencia estética (Cocktail, 1996). El título de su última exposición en el Museo de Bellas Artes, Manifiesto, no es en ese sentido ningún chiste. “La belleza es el único antidepresivo”, “Lo obvio puede ser muy sutil” y “¿Fotografía digital? Yo soy de lápiz, papel y goma”, eran sus divisas.
El saber sobre la existencia de una enfermedad que pone en riesgo la vida del artista genera en el espectador una disposición a encontrar en su obra claves ocultas. Para ejercer la tarea crítica, el hacer caso omiso de ese saber, cuando la obra guarda silencio al respecto, se ofrece como una resolución demasiado sencilla. También la de leer las diversas operaciones que el artista realiza sólo en función de lo que la obra no dice. Quizás el desafío consista en aceptar que lo callado por el artista y el crítico se mantiene como un pacto de silencio entre los dos, silencio que se romperá cuando el primero decida hacer jugar a la enfermedad en su propuesta estética. En dos momentos de su convivencia con el HIV, Alejandro Kuropatwa y Liliana Maresca presentaron muestras que eran a la vez una prórroga de sus vidas y una resistencia a otra militancia que no fuera la estética. Sin embargo, en las dos había una suerte de guiño al espectador enterado, algo no enunciado, pero tampoco oculto, quizás a la manera de un conjuro que se invitaba a compartir callando. En la muestra de Liliana Maresca, titulada Altas esferas, el pacto secreto con la artista era sobre aquello que su sangre informaba y sobre lo que ella ironizaba al montar una obra conceptual sobre la información y las posibles metáforas de la sangre: por ejemplo, la tinta gastada por la prensa amarilla en hechos de sangre políticos y policiales. También sobre lo manifiesto de la obra: la fantasía de transformar la sangre en tinta, o al revés, es decir, la de controlar la sangre, cambiándola.
En 1995, Alejandro Kuropatwa presentó la exposición Mi amor, que estaba dividida en cinco secciones donde el autor parecía querer evocar la tarea de la naturaleza: la historia de lo seco, de lo muerto y del fondo, Se fue para allá y Un instante en la vida de A. En su mayoría eran fotos de flores y frutos. Allí, Kuropatwa exploraba las diversas mutaciones de la vida bajo el peso de la corrupción y de la muerte. Más allá de la idea ya instalada de que la fotografía es resurrección, allí no había muerte sino estados de vida no sometidos a la tasa jerárquica humana –vida superior o elemental–: cuadrillas microscópicas de organismos que iban hilando los pasajes entre lo húmedo, lo muerto y lo seco, la juventud de la corola, el nacimiento del fruto, su despojamiento para el derramar de las semillas (resurrección) y la ajadura que llama al recomienzo de las secuencias. Las flores y los frutos fotografiados ya no estaban, se fueron para allá, pero participaban de otras constelaciones bullentes de vidas invisibles, eran relevados día a día en los canteros del planeta. Triunfo de la especie sobre los individuos que, finitos en su particularidad, pueden arroparseen el universo; ni comienzo ni fin sino ciclos que repiten con animación infinita una belleza organizada. Mi amor decía: Se vive de todas formas.
En 1996, Kuropatwa presentó su muestra Cocktail: “retratos” de blisters, cápsulas y pastillas de los nuevos medicamentos para el sida. Roberto Jacoby notó desde el catálogo que los había fotografiado como piedras preciosas de un tesoro que se desborda. Eran los documentos de quien dice: Tengo. Como si Kuropatwa fuera el zar Nicolás II exhibiendo su cigarrera de Fabergé en cuya tapa estaba el mapa detallado de su lugar de veraneo en el Mar Negro, con sus montañas de oro texturizado, sus carreteras de rubíes, donde la línea del ferrocarril estaba representada por una fila de esmeraldas, y el mar era una apiñamiento de zafiros azules.
De Kuropatwa se dijo siempre que era superficial. Lo era paradójicamente. Si en su condición de fotógrafo para él todo estaba ahí, en la superficie, su ojo lograba extraer de los poros cerrados de un rostro de veinte años una profecía sobre su envejecimiento. Era un arqueólogo de pellejos, pero no trabajaba para adelantar una decadencia en detalle sino como quien registra signos de nobleza. Las arrugas y las esmeraldas, no las cirugías estéticas y las alhajas, eran para él de la misma naturaleza geológica para certificar un linaje bautizado “Talcahuano y Arenales”: el de viejas gárgolas que terminaron lavando dinero en Vichy.
En los últimos tiempos, Kuropatwa invitaba a refugiarse en el oficio, a volver a los 35 mm, al Súper Ocho con grano, y llegó a jactarse de que su muestra Mujer hubiera sido realizada con rollos de esos de “4 pesos, 2 rollos”, 125 asas de Casa Tía.
Alejandro Kuropatwa fue muy valiente. Incluso para seguir siendo frívolo, ególatra y de lengua mordaz, contrariamente a los que, con la hora señalada, se refugian en un cristianismo prêt-à-porter y comienzan a derramar amor como quien invierte en el cielo.
Y si años atrás, metido en un pijama de seda, una mano agarrada de la de cada amigo visitante, se tiraba en la cama con aire de niño rico que tiene dinero, mientras obligaba a compartir la oración “ahora que me estoy yendo a dormir/ le pido a Dios que cuide mi alma/ y si muero antes de despertar/ le pido al Señor que se la lleve”, era porque se había convertido en tema de rock aunque entonces, más que nunca –antes de Cocktail–, imaginara el inminente fin.
Así como en general Mansilla fue hombre de tres épocas –la del rosismo y la de la reorganización nacional y la consolidación del Estado– (acá Claudio Zeiger me acota que es agobiante que siempre cite a Mansilla, pero es que viene tan a cuento), Kuropatwa también lo fue: la de los paraísos artificiales con efectos colaterales combatibles mediante antibióticos, la del sida como diagnóstico trágico y la de la química compatible con paraísos artificiales y caucho. Pero fue algo más: una referencia esperanzadora, un ejemplo que, aunque él no lo diera por su voluntad, su vida lo daba por él. En eso, el celebre niño malo fue, lo supiera o no, generoso hasta el punto de que quienes hoy conviven con el virus pueden quitar a la expresión “sobrevida” las dos primeras sílabas.
“¡Con H de homosexual y de hijo de puta!”, solía decir Kuropatwa para indicar su departamento de la calle Seguí. Sin embargo, no desdeñaba el valor machorro de la palabra “pelotas”. Una vez le pregunté si había preparado la muestra Mujer inmediatamente después de la muerte de su padre. Me contestó con ese estilo que mimaba al de Truman Capote y, al mismo tiempo, dejando traslucir esa idea de dignidad que adjudicaba a Jacqueline Kennedy: “No, mamá, psicótico tampoco soy. Hice el duelo, estuve mal, muy mal. Quedé touché. Papá tenía pelotas. Cuando el médico le dijo que no podía comer manteca, pletzale y comida idisch, él dijo no, yo ya tengo dos años de vida todavía lúcido, no me van a prohibir nada, voy a hacer lo que se me da la gana. Ya era la despedida. Cuando murió, pensé qué iba a ser de mi mamá en el futuro, no en mi papá que ya estaba muerto.Pero tuvimos una despedida verdaderamente muy hermosa. Estaba internado en terapia intensiva en el sanatorio La Trinidad y yo le había llevado un arreglo chiquitito con unas bolitas. Entonces me dejaron entrar –las enfermeras son tan cholulas que si saliste en una revista, ya entrás a terapia–. Papá estaba inconsciente. El médico me dijo: ‘Tocalo, a ver si responde’. Lo toqué exactamente donde me dijo y papá me cerró el puño alrededor del dedo. Y, al margen de eso, después encontré tortas de 35 mm de él filmando a mi vieja en la Unión Soviética. El 1º de Mayo. Dos veces fueron. Tenía pelotas, y yo tengo pelotas por él. ¿O no?”.
Sí, Alejandro.