Domingo, 20 de junio de 2010 | Hoy
Si los festejos del Bicentenario fueron memorables, el espectáculo conmovedor de las carrozas históricas alusivas visto por millones de personas jugó un papel central en esos días. Detrás de ellas estaba Fuerza Bruta, una organización de teatro no convencional cuyos miembros llevan décadas sumergiendo a los espectadores en el asombro y el impacto: a fines de los ’80, con la mítica escalada del Obelisco de La Organización Negra, durante los ’90 con la consagración internacional de De la Guarda y ahora bajo el nombre de Fuerza Bruta, con el espectáculo que se ve a sala llena en el espacio Villa Villa creado especialmente para ellos en el Recoleta. Radar habló con ellos para reconstruir esta larga historia de arneses y vuelos.
Por Angel Berlanga
El oficinista entra caminando, la vista puesta en el suelo. Está sobre una plataforma móvil, elevada, cuyo piso es una gran cinta para correr, o para trasladar objetos de un punto a otro, en medio de un proceso de trabajo. Dentro de la enorme caja negra que es la sala, la multitud le abre paso. Las quinientas personas que entraron hace ocho minutos al espacio Villa-Villa, en el Centro Cultural Recoleta, se encontraron primero con un par de canciones para bailar y luego con una oscuridad patrullada por unas luces que, tras unos bufidos atronadores que cargaron el aire de humo y viento, va ganándose una música de tensión creciente. Y ahora está el tipo ahí, caminando algo más rápido, como parece exigirle la cinta. Enseguida trota. Y después corre. Cierta preocupación en el rostro muta inicialmente a angustia y después a desesperación. Hasta el disparo: la detonación instala en todos un instante de espanto y en la camisa del oficinista, a la altura del pecho, una mancha roja.
Así comienza el espectáculo que Fuerza Bruta, la compañía que realizó el extraordinario desfile de cierre del Bicentenario, monta desde marzo en el Recoleta. Lleno completo desde entonces, nueve funciones semanales, entradas que hay que sacar con un par de semanas de anticipación. No es todo: por estos días trabajan en simultáneo tres clones de la compañía, instalados en Chicago, México DF y Nueva York. “Con la crisis de fines de 2008 y comienzos de 2009 se pinchó mucho todo, pero desde comienzos de este año volvimos a tener muchos pedidos, para que el show esté en varios lugares”, dice Fabio D’Aquila, coordinador general y uno de los fundadores de Fuerza Bruta, en el galpón base que el grupo tiene en Saavedra. La sucursal mexicana ya tiene programada su continuidad en Querétaro, Guadalajara, Monterrey; para la de Chicago se esbozan, en unos meses, actuaciones en Chile y Colombia; la de Nueva York, en cambio, está fija allí desde 2007: en este momento da seis funciones a la semana. Esta última es la única con actores locales: las otras tres están actuadas y montadas por argentinos entrenados (D’Aquila dixit) acá, en el Recoleta. Cada célula, explica, tiene seis actrices, tres actores, técnicos y maquinistas, operador de luces y sonido, stage manager y company manager: entre 17 y 18 personas en total. A eso hay que sumar otros diez técnicos y asistentes locales, que encauzan los movimientos por la sala del público, que permanece de pie toda la función.
“Lo hacemos con gente local por cuestiones de idioma, de modos, de códigos”, dice D’Aquila. “Nuestra intención es que el público se mueva para, por ejemplo, entrar con una escenografía; no se trata de algo autoritario, no es un cana, tiene que haber onda, un feeling: la gente la está pasando bien, no se busca prepotearla. Por eso es importante la sintonía de códigos. Ni hablar cuando es en un lugar como Taiwán: ¿qué le puede decir un asistente argentino? Ahí, por ejemplo, eran extremadamente dóciles, entraban a la sala y se ordenaban ellos solitos, como si fuera un auditorio, en filita. Lo ves en la calle, mil motos puestas una al lado de la otra. Respetuosos y predispuestos al mínimo pedido, hasta temerosos. Y después, con el correr del espectáculo, se sacaban, se desestructuraban: ya empezaban a parecernos loquitos peligrosos”.
Fuerza Bruta hace Fuerza Bruta: compañía y espectáculo se llaman igual. El tipo en la cinta se levanta, se quita la camisa ensangrentada y retoma el camino con otra piel, que es la misma. Esto recién empieza: queda, por delante, fiesta, crisis, sueño, frenesí, encuentros y desencuentros, una pizca de violencia de cotillón, adrenalina. La belleza onírica del agua y las mujeres, en esa asombrosa pileta que viene desde el techo acercándoselas al público. Ni una palabra: no hay texto en el espectáculo. Momento para oír a D’Aquila, para que cuente de dónde viene todo esto.
D’Aquila ingresó en 1989 en La Organización Negra, antepasado evolutivo de Fuerza Bruta. El eslabón intermedio entre ambas criaturas se llamó De la Guarda. De aquel año es el memorable cuelgue y caminata por los lados del Obelisco, La tirolesa. “Aquel fue un espectáculo que contenía, como su mayor atractivo, una escena basada en la técnica de andinismo que se llama así, tirolesa” explica D’Aquila. “Se utiliza para trasladarse de una montaña a otra: se tensa una soga, se cuelga una persona y se traslada. Los actores se desplazaban muy vertiginosamente, porque el ángulo de caída era pronunciado. Luego de eso lo hicimos en México, en el edificio de los ferrocarriles, y en el Valle de Anhangabaú, en el centro histórico de San Pablo. Tenía un contenido visual muy fuerte, adrenalínico, por la dimensión, por tomar el espacio aéreo, urbano. Era, de alguna forma, para nosotros, conquistar ámbitos prohibidos. De hecho, luego de esto, acá salió una ley que prohibió utilizar de este modo el Obelisco”. ¿Contaba algo La tirolesa? “Las imágenes para nosotros tienen un contenido”, dice D’Aquila. “Había un escenario en el que se elevaba una cortina de fuego que unos actores atravesaban, bajando desde el Obelisco, y otros sofocaban, con agua. Era un relato bastante abstracto de situaciones del hombre en su conquista de diferentes espacios y elementos”.
“Diqui James en dirección artística, Gaby Kerpel en música y yo somos los tres que venimos juntos desde La Organización Negra”, cuenta D’Aquila (en las áreas directivas de Fuerza Bruta están, además, Alejandro García –dirección técnica– y Agustina Jams –producción–). “Yo me acerqué como músico, pero enseguida me copé con la parte física, yendo a entrenar a La Palestra, una pared de andinismo que está detrás del Cenard, pegado a la Lugones. Los chicos querían incorporar esto a la teatralidad. Mi debut fue como actor, no como músico”. En 1991 La Organización estrenó en el Recoleta Argumentum Ornithologicum: “Era un espectáculo netamente de imágenes, fotos, luz, cuerpos en diferentes posiciones, basado en el texto de Borges” recuerda D’Aquila. “Nosotros aparecíamos formados en diferentes posiciones, desnudos. Una obra corta, de veinte minutos, que cerraba con la voz de Borges, en off, y los actores como si estuviéramos leyendo libros que se prendían fuego”. La obra pasó a formar parte, al año siguiente en el San Martín, de Almas examinadas, que se complementaba, en díptico, con otro espectáculo teatral: “Ahí salíamos con vestuario de bomberos. Había como unos casquitos de bomberos que se movían a control remoto, y diferentes situaciones escenográficas que lindaban entre lo cómico y lo onírico”.
Tras eso vino el primer quiebre: los directores artísticos de La Organización, Pichón Baldinú y Manuel Hermelo, bifurcaron sus caminos. Baldinú y Diqui James, entonces, junto a D’Aquila y Kerpel, formaron De la Guarda a fines de 1992.
La Organización debe su nombre al color de una lista que, un poco en joda, conformaron Hermelo, Baldinú y James para participar en elecciones en el Conservatorio Nacional de Arte Dramático, mientras eran estudiantes. “Te hablo de cuando todavía no los conocía, año ’85”, dice D’Aquila. “Duraron poco ahí, pero quedó eso, la Negra. La Organización tenía una fuerte impronta del teatro de acción de ese momento, cuyo máximo exponente era La Fura Dels Baus. De hecho habían estado acá, en el Festival Internacional de Córdoba, donde también estuvo Odin Teatret. Fue un revuelo, mucha prueba de cosas”.
De la Guarda, el nombre, deviene del ángel: “Queríamos volver a trabajar con cosas aéreas y necesitábamos una especie de protección”, explica D’Aquila. “Y además queríamos pasar a un planteo artístico opuesto: lo primero fue salir de esa cosa por ahí hermética y oscura que tenía La Organización, un sesgo de choque. Queríamos ir hacia algo más feliz, luminoso. Y retomar lo aéreo, porque tras La tirolesa la experimentación fue más tradicional. Queríamos incorporar otras cosas, componentes como la sensación que tiene el público cuando va a un recital, trabajar lo que pasa en los carnavales, esa cosa al límite entre la alegría y lo violento, el borde en el que todo puede detonar. Ahí empezamos a probar. Al principio era algo muy breve, en Prix D’ami: hacíamos aperturas de unos quince minutos para bandas como La Portuaria, Los Cadillacs, Iggy Pop. Una escena que era un papel, caída de globos, juegos de sombras: terminábamos rompiendo el papel y corriendo arriba de la cabeza de la gente”. Eso creció a una obra ya unitaria llamada Dulce compañía, que se montó en el local durante mes y medio. “Y luego incorporamos a la gente de El descueve e hicimos el show que se llamaba Villa Villa: eso nos hizo despegar. Trabajamos todo el proceso de festivales, giras, Sudamérica, Europa, hasta que nos presentamos por primera vez en el circuito comercial en Nueva York: ahí explotó. Eso llevó a lo que fue De la Guarda después, una gran compañía con muchísima exposición en diferentes ciudades del mundo”. Con las máximas figuras del espectáculo internacional, habría que agregar, alucinadas por la potencia del espectáculo.
Pero antes de esa explosión hubo otra: Doma. Se montó en el Velódromo Municipal en abril del ’98, se hicieron cinco funciones, se convocó a 14.000 espectadores por vez. “Fue un hito, un capricho artístico, más que un show”, –evoca D’Aquila. “Fueron seis o siete meses de trabajo, usamos una pluma para construir edificios”. Treinta actores se colgaron con arneses, hubo una orquesta, decenas de técnicos, los elementos otra vez interactuando con el hombre. Impacto, sorpresa, la idea de imprimir sensaciones imborrables. “Fue tremendo”, reconoce D’Aquila. “Y nos puso, como compañía, en un lugar alucinante”.
Lo de Nueva York fue dos meses después de Doma: antes del fin de ese año les propusieron dejar una compañía estable. Ahí empezaron a entrenar a otros. Se industrializaron, dice D’Aquila. “Además de aprender y construir dentro de ese circuito comercial, de proyectar y programar trabajo, de empezar a pensar en lo redituable. Porque hasta ese momento teníamos que conseguir guita prestada para hacer los shows. Aparecieron un montón de figuras para organizar el trabajo. En 2002 teníamos cinco compañías funcionando a la vez: Nueva York, Las Vegas, México, Corea, Amsterdam. Ahí hubo otra explosión. La explosión interna. Porque después vino la ruptura”.
La sala Villa Villa se llama así por el espectáculo, claro: fue construida a medias entre la compañía y el Gobierno de la Ciudad (con Aníbal Ibarra al frente). El oficinista de Fuerza Bruta por ahí no es oficinista, pero seguro que es un tipo urbano, traje, zapatos, corbata: las virtudes del significado abierto. Rodeado por la multitud, camina en una cinta que se carga de sillas y mesas, personas fugaces, personas que quedan, inclemencias climáticas, muros contra los que estrellarse, camas para soñar y también para arrastrar, desafíos, más caídas. En algún momento entrará, junto con el público, en contacto con un grupo de hombres y mujeres tecno-murgueros que reaccionan vehementes y feroces y felices contra cierto hastío monoambiental. La música y las luces y los cuadros, los originales e impactantes dispositivos –danzas por las paredes, placas que se estrellan contra un grupo que baila–, arman una historia. La del oficinista. O lo que sea. Pero no es cuestión de contar todo aquí.
Fuerza Bruta nació de las ganas de innovar, de salir del estancamiento que significaba seguir con Villa Villa, más allá de su propia vitalidad y sus modificaciones internas. “A fines de 2003 había una necesidad urgente, había ideas, sensaciones, dibujos: empezamos a probar cosas nuevas dentro de De la Guarda”, cuenta D’Aquila. “Alquilamos un galpón con Diqui: Pichón no participaba de eso. Nos empezamos a entusiasmar y sentimos que era el momento de montar otro espectáculo. El prefirió seguir. Así que dijimos ‘bueno, si no lo podemos hacer dentro, tenemos que buscar otra forma’. Lamentablemente pasó eso, se rompió”. Bajo la dirección de Baldinú, De la Guarda continuó hasta 2006.
Dice D’Aquila que Fuerza Bruta parte de un concepto muy primitivo: la acción que antecede al pensamiento. “Mover la piedra”, sintetiza. Con la energía que los impulsaba. Como punto de partida, explica, había que tomar distancia de De la Guarda, diferenciarse de un elemento distintivo: la técnica del colgamiento del péndulo. “Lo aéreo tenía que ser de otra forma, de otra dimensión”, explica. “Así que empezamos a experimentar con materiales. La pileta con agua en la que se mueven las chicas está hecha con mylar, un material alucinante que tiene un cuarto de milímetro de espesor. Las chicas están ahí, sobre las cabezas de los espectadores, y no tienen arnés. Yo creo que en esta y otras cosas nos despegamos; sólo hay una escena que refiere a De la Guarda, con dos chicas que corren en una pared, aunque en otro entorno, con un concepto más acuático y onírico”. La propuesta, subraya, se ciñe a conceptos férreos: no utilización del lenguaje hablado o escrito, entendimiento desde lo visual y sensorial, público en el escenario, utilización de elementos primordiales y del espacio en todas sus dimensiones. “El público interactúa, en un momento le entregamos el espectáculo, lo hace, lo vive”, dice D’Aquila, y se refiere sobre todo a los momentos en que un dj a bocina camionera arenga al baile, o a cuando las manos se extienden para tocar esa transparencia tras la que el cuarteto de mujeres juega, surca, se entrelaza, golpea.
Los últimos en salir del espectáculo son los más mojados, los que más bailaron debajo de la lluvia final. “Mirá los pelitos de papá”, dice una chica; predominio de jóvenes entre el público. Un pibe retuerce una remera que chorrea. “En la parte del agua, una sirena pegó la cara contra el plástico y me dijo hola”, fantasea entusiasmado otro. “Uh, ahora sí que nos vamos a cagar de frío”, alguno más.
Desde el mes que viene seguirán desarrollando las ideas que tienen para el próximo espectáculo, cuyo título provisorio es Fuerzas invisibles. “Ya tenemos dibujos, maquetas, está en script”, cuenta D’Aquila. “Está pensado para una sala más grande, que contenga entre cinco y siete mil espectadores. La burbuja que en el desfile del Bicentenario llamábamos ‘El futuro’ forma parte de una escena. Nos falta masticarlo, todavía, pero vamos a trabajar con el viento: estuvimos en la Universidad de La Plata, aprendiendo y entendiendo los efectos del túnel de viento, que se usa para probar aviones y autos. Hay otras cosas: magnetismo, por ejemplo. Ya veremos. La idea es estrenarlo a mediados de 2011”.
El desfile del Bicentenario significó, para Fuerza Bruta, una especie de consagración contundente. “Fue un logro enorme”, afirma D’Aquila. “De a poco nos van cayendo las fichas de lo que hicimos. En el cierre, cuando cada carroza iba llegando al final, a la avenida Independencia, íbamos sumando un alivio. Hasta que llegó la última y nos abrazamos: lo habíamos logrado. Fue una sensación indescriptible. Esto, a la vez, nos reafirma en nuestro camino de experimentación, en seguir buscando. El teatro callejero era, hasta ahí, una materia pendiente. Siempre quisimos hacer algo en la calle, masivo, y acá tuvimos la oportunidad. La dimensión de esto, como artista, todavía me parece increíble: entender toda la gente que participó, que lo vivió, que se emocionó. Porque, a lo sumo, habíamos hecho un espectáculo para 14.000 personas. ¿Pero dos millones? Uno ahí estaba pendiente de si se prendía o no el fuego, o de si se quedaba un camión, pero también se veía a la gente totalmente conectada con lo que estaba viviendo. El desfile, para nosotros, fue aceptar que hacemos un arte que es popular, y que también puede ser masivo. Porque le llegamos al tipo grande y al pendejo, y le llegamos con la vibración, la onda, y con lo intelectual. El tipo que viene a ver Fuerza Bruta no tiene que saber de teatro: nosotros queremos sacarle la etiqueta. El teatro se fue cerrando mucho, se fue convirtiendo en algo de etiqueta que es solo para los que saben. Esto es una especie de rescate del espíritu popular. En la época de Shakespeare, la gente entraba y salía del Teatro del Globo con familiaridad”.
Para la recreación metafórica de imágenes significativas de los 200 años de historia Fuerza Bruta se valió de 19 carrozas, 2000 actores, 400 técnicos, siete meses de trabajo, coordinación con diversas áreas del Gobierno, el astillero Tandanor y el Museo de la Memoria como sitios de ensayo y construcción, cinco días de efervescencia popular previa y el factor sorpresa. Fue un cierre del festejo fabuloso, inimaginable. Trabajaron con Felipe Pigna para escoger temas y situaciones emblemáticas y se ciñeron a la idea de grupos sociales, sin próceres, en el encuentro con otro grupo social: los que estaban ahí, viendo el defile. Del listado inicial se eliminó la carroza que aludía al fútbol (por difícil de instrumentar, porque es algo muy incorporado) y, en general, lo que aludía a las batallas. “Hubo que consensuar, no fue tan sencillo”, dice D’Aquila. “Participó el secretario de Cultura, la misma Presidenta tomó decisiones. ‘La Vuelta de Obligado’, por ejemplo, fue un pedido, que nos resultó difícil representar. Teníamos el apoyo de Felipe en cuanto al modo de relatar, y creo que él tiene un peso importante. En mayo Diqui fue a Olivos, invitado por Cristina Kirchner, para hablar con Bauer acerca de cómo se iba a filmar, a televisar. Ahí pidió que en el móvil que representaba a la democracia y a los golpes se incendiara todo menos la Justicia”.
“El desfile me generó una esperanza acerca de cómo hacer las cosas”, concluye D’Aquila. “Que convocaran desde el Estado a un grupo como nosotros, no tradicional, y que saliera lo que salió, el efecto que produjo. La gente se va a acordar del barco de los inmigrantes pasando por el Obelisco. Son postales muy intensas, que van a quedar en el colectivo. Y también en la historia”.
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