Lun 21.01.2002
radar

La grandeza y la chiqueza

Por Juan Sasturain
Mezcla rara, lo de Favio. Empezó haciendo películas chiquitas, minimalistas antes de que eso existiera como tendencia y terminó (está terminando) de filmar desmesuras, cosas que no caben de tan grandes: de Crónica de un niño solo a Perón, de fines de los sesenta al dos mil con etapas y estaciones y dos constantes de escenario y palco, exhibición, gestos, modos aparatosos de poner el cuerpo: el canto y la política. Favio es creador de su propio personaje, ese disfrazado de pañuelo en la cabeza que plumerea cada tanto para hacerse unos (auténticos) mangos, vivir de él (de sí mismo).
Al principio, mientras laburaba con su hermano Jorge Zuhair Jury de guionista, manejó con autenticidad ese registro de historias de pantalla chica y blanco y negro natural: La crónica..., El romance del Aniceto y la Francisca –Luppi con el gallo, Elsita Daniel y la Vaner– y la buñueliana El dependiente con un Walter Vidarte reloco y siempre transpirado. Son las películas del rescate cultural de lo pequeño, de lo verdadero por cercano y ausente en el cine industrial o cajetilla. Ahí corre desde abajo y desde atrás, junto con la gente pero por otro carril que los militantes ortodoxos y programáticos a la Pino Solanas.
La transición y el salto –primer tercio de los setenta– es el Moreira, clave, porque es la primera película grande (quería a Toshiro Mifune para el papel, la música de Pocho Leyes suena como un himno, la cámara lenta final hasta que Chirino lo ensarta es Bonnie & Clyde de Penn) en momentos en que la historia misma habla en voz alta y todos son gestos desmesurados: el Regreso de Perón, Ezeiza, la Revolución y la Muerte. Epica popular y rentable, otro carril –¿el de Hugo del?– desocupado y contiguo a los más previsibles de La Patagonia Rebelde y La tregua. Favio llega justo en el momento adecuado con la película que hay que ver. Nunca más le va a pasar.
Porque la audaz Nazareno Cruz y el lobo, un folletín vertido con amorosa fidelidad a los mitos del radioteatro de la hora de la siesta, es más original que lograda –demasiadas palomas, equivalentes a la sangre y las banderas del Gatica– y la pareja se quema, pero no de pasión sino porque es de cartón. Ahí, el Loco Favio comienza a pedalear solo, a quedarse solo y sin red en época de dicotomías moralmente extorsivas.
Y si Juan Moreira fue la apoteosis, Soñar ,soñar es el desencuentro. Porque llega tarde; llega a la hora de los brujos, en el repliegue y la derrota de los sueños. ¿De qué carajo habla este tipo? La película, la hermosa película imperfecta, acaso la más personal y sutilmente programática de Favio, con los incalificables Pagliaro y Monzón en dúo inolvidable, nace muerta: no la ven, nadie la quiere ver. Desde adentro y desde afuera de los bandos político-culturales, lo ignoran o lo destrozan. Favio es un apestado.
Y paremos ahí. A partir de entonces, Favio es como un cometa de elipse irregular que cada tantas improbables décadas pasa y calienta el ambiente, amenaza chocar, el ruido y la furia, exagera, gesticula con talento. Lo suyo es el escenario. Filma, pero es como si cantara esas verdades chicas del corazón distorsionadas por un megáfono cada vez más grande.

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