CINE > CHRISTOPHER “MEMENTO” NOLAN FILMA EL MUNDO DE LOS SUEñOS
Finalmente, Christopher Nolan materializa el sueño que tenía en mente antes de convertirse en el director de una obra que merodea todo el tiempo los mecanismos de la mente (la insomne Noches blancas, la amnésica Memento y la psicopática El caballero de la noche). El origen se mete de lleno en el mundo de los sueños: detectives, espías e inflitrados que manipulan el universo onírico de los otros. El resultado, paradójicamente, es somnífero.
› Por Mariano Kairuz
Hace ya once años que se estrenó Matrix: un tiempo considerable para la película más moderna de la ciencia ficción contemporánea, y a la vez demasiado poco como para esperar otro hito capaz de dejar una marca semejante. Ahora bien, ¿qué tiene que ver El origen, de Christopher Nolan, con la película de los hermanos Wachowski? Bueno, para empezar, que ambas apuestan bastante a la creación de mundos en los que no se puede distinguir la realidad de algo que no lo es. En Matrix, ese algo que no es la realidad, es una realidad virtual. En El origen es el sueño, el mundo del subconsciente. Sólo que la película de Nolan trata al sueño –un tema no agotado pero sí bastante explorado por el cine– como si fuera realidad virtual.
La comparación no es forzada. La costosa campaña diseñada por Warner Bros. (el estudio que distribuyó ambas películas) hizo cierto esfuerzo por sugerir esa afinidad. Durante meses pudo verse en los cines un enigmático trailer donde se imponía (además de la presencia de Leonardo DiCaprio) una serie de imágenes no del todo inteligibles pero claramente signadas por la acción en gravedad cero. Con un efecto bastante parecido a ese “bullet time” –en el que dos personajes se trenzan en el aire, o esquivan balas en ralenti– que lanzó Matrix y que fue imitado por el 80 por ciento de las películas de acción posteriores. La ininteligibilidad del trailer de El origen no se debe a que sea una película difícil de entender; de hecho, se toma un buen rato para exponer ordenada, mecánicamente sus reglas, para después aplicarlas a un argumento de película de acción con un despliegue de escenas que podrían pertenecer a la próxima de James Bond. Si uno no alcanzaba a saber muy bien de qué iba El origen viendo ese par de minutos (ni mucho más tampoco a partir del slogan “Tu mente es la escena del crimen”), se debe a que su producción se encargó de mantenerlo en secreto hasta último momento. Por un lado, como ha dicho Nolan, porque quería recuperar la gratificante experiencia de su infancia y su adolescencia de entrar a un cine sin saber de qué trata exactamente lo que está a punto de ver (así, dice, fue que le voló la cabeza La guerra de las galaxias en su momento). Nolan opina que hoy el público sabe demasiado sobre las películas antes de entrar a verlas, y tiene razón. Por otro lado, mantener ese misterio alrededor de la nueva película del responsable del más sofisticado de los films de superhéroes (Batman, el caballero de la noche) es también una estrategia de marketing. Una forma de insinuarle al público que no se trata de tan sólo una buena película, sino de una experiencia totalmente nueva, de uno de esos estrenos-evento. Y de ese modo generar esa cosa tan preciada que los norteamericanos llaman hype: una suerte de bola de anticipación y expectativas que crece hasta hacer que la película sea casi un éxito millonario antes de estar estrenada. La contra de esta estrategia es que, a la hora del estreno, la película tiene que estar mínimamente a la altura de ese hype. En el caso de El origen, casi de ser capaz de ser la nueva Matrix. Finalmente, acá está: estrenada mundialmente la semana pasada, llega a los cines argentinos el jueves que viene.
Nolan presentó a la Warner su idea original para lo que luego se transformó en Inception (el título en inglés) ocho años atrás, apenas después de terminar Noches blancas, aquel thriller insomne con Al Pacino y Robin Williams ambientado en Alaska. Se perfilaba una obsesión temática en la carrera del wunderkind que venía de dirigir Memento, ese film sobre la naturaleza fragmentaria de la memoria: historias que combinaban los elementos duros del policial con la materia maleable y misteriosa que provee la mente humana y todo lo que se desconoce acerca de su funcionamiento. Por esos años, la idea –que, dice, lo venía acosando desde su adolescencia– tomó ímpetu bajo el influjo de una serie de films de ciencia ficción recientes como Matrix, El Piso 13 (otra con realidad virtual pero mucho menos recordada) y Dark City.
Los protagonistas de El origen son un grupo de expertos en una técnica que ellos mismos definen como “navegar por los sueños”. Esto significa: poder meterse en los sueños de otros o meter a otros en los sueños de uno, y manipularlos a través de proyecciones del subconsciente cuidadosamente planificadas. Eso incluye, entre otras cosas, el diseño del escenario en el que transcurren los sueños, para lo cual se requiere un arquitecto con intuición y creatividad. El uso que le dan los protagonistas de El origen a esta técnica es delictivo, y está aplicado al espionaje industrial: los navegadores de sueños se meten en las cabezas de otros para robarles información.
La película empieza planteando una misión más complicada: un pez gordo corporativo (Ken Watanabe) le encarga al espía onírico Dom Cobb (DiCaprio) la tarea de entrar al subconsciente de un competidor pero esta vez no para robarle información, sino para plantar una idea en él de modo tal que el hombre la crea propia. El planteo, para qué negarlo, es fascinante (y tiene más de un punto en común con una película que, extrañamente, nadie se molestó en recordar por estos días: La celda, en la que Jennifer Lopez ingresaba al subconsciente de un asesino serial). El tema es cómo decide desarrollarlo Nolan, cómo pretende hacernos ingresar en esa masa deforme y de infinitas posibilidades que son los sueños en un estreno programado para las vacaciones boreales, en medio de superproducciones entre cuyos rasgos principales se cuenta justamente el de tener guiones como masas deformes llenas de infinitas posibilidades digitales (o, traduciendo, en los que toda explicación racional queda descartada y cualquier cosa, lógica o absurda, puede pasar).
A los pocos minutos de empezar, los expertos en sueños apelan a un truco poderoso que tiene que ver con el sueño lúcido: ese momento raro en algunos sueños en que nos damos cuenta de que estamos soñando y creemos haber despertado, pero en realidad seguimos dormidos. Cualquiera que lo haya experimentado conoce la extrañeza de esa sensación, e incluso lo atemorizante que puede llegar a ser. Esa sensación de ya no distinguir qué es realidad y qué es sueño. Los protagonistas utilizan una expresión muy sugestiva para referirse a la entrada al mundo onírico: hablan de bajar a un sueño. La vida real para ellos está arriba. Abajo está el subconsciente, como lo indica el prefijo, y Nolan materializa este concepto con cerrada literalidad, mientras sus personajes se encargan de poner en palabras, en blanco sobre negro, sin ambigüedad alguna, todo aquello que las imágenes hubieran podido dejar librado a nuestra interpretación.
El sueño tiene una larga historia en el cine: desde los experimentos de los surrealistas que intentaron imitar su lógica, hasta las películas de terror adolescente, que supieron reproducir ese violento desajuste sensorial de aquello que sin solución de continuidad de pronto se transforma en pesadilla (Freddy Krueger), y por supuesto las fantasmagóricas sutilezas de David Lynch, donde la vida cotidiana siempre puede tener la textura de un sueño, el recuerdo nublado por las emociones, un estado noctámbulo y narcotizante, a veces liberador y otras veces opresivo. Muchos directores explotaron al máximo aquella idea primigenia de que el cine es como el sueño, sin filmar necesariamente el mundo del inconsciente, sino rodeándolo para sugerir la naturaleza tan a menudo abstracta de la realidad: las imágenes de algunos films de Terry Gilliam y David Cronenberg parecen concebidas con los ojos cerrados y en camino sin retorno al estado alfa. También las de los menos conocidos y de culto hermanos Quay, y alguna vez incluso las de David Fincher, en cuya adaptación de El club de la pelea Edward Norton precisaba esa disociación neurológica que se produce cuando uno ya carga con muchas noches de insomnio y la cotidianidad se empieza a parecer a “una fotocopia de una fotocopia”.
Aunque probablemente pocos hayan sabido filmar estados de la mente como lo hizo Hitchcock, en su caso ocurrió algo sintomático. Si films como Vértigo y Notorious eran, según Truffaut, como “sueños filmados”, cuando Hitchcock abordó de manera directa el psicoanálisis, en Cuéntame tu vida, con su famosa escena onírica diseñada por Dalí, se alejó fatalmente del camino de los sueños. “Al ver Cuéntame tu vida uno espera encontrarse ante algo completamente loco, delirante, y finalmente, es uno de sus films más razonables, con muchos diálogos: le falta fantasía en relación con sus otras obras”, le espeta Truffaut al director de Psicosis, y podría estar hablando de Nolan y El origen. Bajo el pretexto de que, como dice el personaje de DiCaprio, “un sueño se parece tanto a la realidad que uno no puede distinguirlo hasta después de despertarse”, Nolan filma cada sueño en los mismos términos cinematográficos que las escenas de vigilia. En unos pocos momentos se permite una serie de imágenes imponentes, como la de una ciudad que se pliega sobre sí misma en 90 grados, personajes que atraviesan espejos, o un tren que se materializa como salido de la nada, arrasando con todo en medio de una avenida. Pero no hay suficiente locura, nada que no pueda pasar en, digamos, un film catástrofe apocalíptico como 2012, o en Iron Man; son apenas discretos desafíos a una lógica racional que la superproducción promedio ya no respeta.
Para cuando Nolan saca de la galera su gran truco final que es el sueño dentro del sueño dentro del sueño, ya no consigue proveer la sugestión de un juego de cajas chinas, ni de muñecas rusas, ni un poco de vértigo hitchcockiano, sino apenas el mareo de tres secuencias de acción más o menos corrientes montadas en paralelo. Y así como Nolan no crea una imagen distintiva para el sueño, tampoco lo hace para la realidad: no sabemos qué son esas corporaciones competidoras, ni cuál es la historia de sus jefes ni por qué son tan poderosos, ni si es bueno o malo para el mundo que el (anti) héroe consiga su objetivo. Toda información que, podría decirse, es prescindible, puro Mac Guffin, sí, pero que también, como se sabe, es el tipo de pretexto argumental que echa a andar una historia, y permite que nos identifiquemos con sus protagonistas y suframos con ellos.
El estreno de El origen fue celebrado casi unánimemente en Estados Unidos e Inglaterra, con un 86 por ciento de aprobación en el Tomatómetro –el medidor del popular sitio RottenTomatoes, que promedia un buen número de las críticas de los medios más importantes más influyentes–, y recibido con adjetivos tales como “innovadora” y “brillante”. Sus detractores son pocos pero sin embargo ahí están, cargándose a Nolan por la frialdad, el cálculo y la falta de emoción y de verdadera aventura de un proyecto ambicioso llevado adelante con, por momentos, una enorme maestría técnica. En Salon.com, Andrew O’Hehir escribió: “Esta es la visión más contracturada del interior de la psiquis humana que he visto jamás. Mientras que las imágenes de Nolan son visualmente impresionantes y están motorizadas por efectos de última generación y un logrado trabajo físico, también están siempre ordenadas y organizadas con precisión anal. No se ven ni se sienten para nada como sueños. (O, al menos, no como mis sueños)”, y agrega, en una de sus definiciones más lúcidas: “El origen estará dirigida por Christopher Nolan pero los sueños de Nolan parecen dirigidos por el director de Transformers”. El Village Voice tituló su reseña “El sueño ha muerto”.
Y a los que lo acusen de tener un corazón de corcho, Nolan les dirá que El origen es, en buena medida, y en alguna de sus capas, una historia de amor. A lo que se refiere en realidad es a una subtrama culposa que apunta a tender esa conexión emocional ausente de la gélida, prolija, pulida (y carísima) puesta en escena, a través del trauma que arrastra el personaje de DiCaprio, que como en su última película (La isla siniestra, de Scorsese) tiene que ver con la mujer perdida. El trauma habilita, de manera aislada, varias de las mejores ideas de la película; la de la vida dentro del sueño como un estado peligrosamente adictivo, la posibilidad de vivir años y hasta décadas encerrados en esa ficción perfecta, y hasta la mejor imagen de sus largas dos horas y media: la de DiCaprio y su mujer (Marion Cotillard, la francesa que ganó el Oscar por hacer de Edith Piaf en La vida en rosa) creando y derribando un mundo como castillos en la arena de la playa. Sólo que ese mundo de ensueño amoroso está asombrosamente desexualizado. Como si Freud y sus análisis de ese universo interior que se ilumina cuando apagamos la luz, cerramos los ojos y empezamos a mirar hacia adentro no hubieran sido más que los devaneos de un chiflado. Cine sobre sueños sin psicoanálisis. O una versión límpida, apta para todo público, sin verdaderos misterios, del rincón más secreto de nuestro insondable marulo.
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