PLáSTICA > LA RETROSPECTIVA DE LUX LINDNER EN EL RECOLETA
Si su dibujo, su monocromo y su línea rigurosa permiten ubicarlo junto a los artistas más representativos de los ’90, lo que hay debajo de eso permite también ubicarlo en un lugar único. Con materiales residuales de un conocimiento técnico en un país con una industria que caía a pique, un humor solapado en el que sonaba el eco de la devastación y una constante reflexión política sobre el presente y el pasado reciente, Lux Lindner construyó una obra que la muestra 1990-2010 permite ver en perspectiva como un espejo oscuro que refleja las sombras de lo que fue y los fantasmas de lo que quedó.
› Por Claudio Iglesias
En 1990, un jovencísimo y quizá todavía algo atildado Lux Lindner exponía por primera vez, en una sala del Centro Cultural Recoleta. La muestra, llamada Todo es lindo, incluía unas pinturas muy cercanas a la gráfica, compuestas exclusivamente de líneas gruesas sobre fondos planos. Líneas blancas, nerviosas, sobre un fondo negro un tanto denso. Figuras torturadas y empequeñecidas como los Yuppies del Tercer Mundo con su consabida neurastenia. No se trataba de nada muy estudiado, pero la decisión era clara: inspirado por bandas como Los Corrosivos, por el diseño gráfico, los videoclips y el ejercicio de la batería que entonces lo ocupaban en su condición de adolescente de gran ciudad a fines de los ‘80, Lindner decidía dejar atrás la carrera de diseño gráfico y entrar en el terreno de las artes visuales. Veinte años después, algunas de las piezas de ese momento vuelven al punto de origen en Acercamiento infinito / Unendliche Annäherung, un esbozo de retrospectiva organizado como un popurrí de pinturas y dibujos de los muchas que Lindner realizó a lo largo de dos décadas, hasta llegar a su producción más reciente, como los resentigramas (que el artista actualmente da a conocer a través de su blog El ancla de tinta) y los relatos visuales de El Niño Mierda, el personaje que Lindner produjo para sus dos últimas muestras individuales. Veinte años de aventuras, muestras, becas, viajes, romances, polémicas, conflictos familiares y mucha producción a la vera de la convertibilidad, la recesión y la crisis, las tres instancias encadenadas de la historia argentina reciente que funcionan como el escenario y el nudo de muchas de las preocupaciones formales y políticas de Lindner.
Lo dejamos allí, en 1990, en esa primera muestra que fue, también, según cuenta, la primera vez que se emborrachó, en ese momento de la historia del arte argentino todavía marcado por las esquirlas del neoexpresionismo y la transvanguardia en el que Lindner iniciaba su aventura con algunas referencias a Ernesto Deira, la gráfica del rock y la historieta y, sobre todo, con un sistema riguroso de fondos planos y figuras limpias que anticipaba el giro que daría la pintura en la década que estaba iniciándose: un drástico abandono de la expresividad y la materialidad pictórica, un apego renovado por el vocabulario geométrico, cierto afán de cripticismo formal y de explorar el sentido del humor, que en el caso de Lindner, le permitieron articular una mirada sobre su propio presente alejada de los tópicos de lo decorativo, lo raro y lo descomprometido a través de los cuales fue leído, en gran medida, el arte de los ‘90.
En efecto, si el tipo de dibujo, el color monocromo de blueprint y la línea rigurosa de Lindner (ver Desde una excursión a los indios necrobauhaus, de 1992) pueden parangonarse con los desarrollos de artistas como Pablo Siquier, Fabio Kacero o Fabián Burgos, su recuperación de la geometría forma un continuo con sus interrogaciones políticas, históricas y filosóficas, y eso lo separa parcialmente de su generación, en la que la actitud apolítica y cierta visión del mundo posmoderna resultaban moneda corriente, al tiempo que los temas “serios” de la historia resultaban formalmente intratables, si no directamente tabú. Lindner, que había pasado por una escuela técnica y por la carrera de diseño gráfico al momento de comenzar su carrera como artista, no solamente traía ese gusto por la emocionalidad inherente a las formas técnicas que resulta característico en su pintura, sino que había experimentado en carne propia las contradicciones de adquirir una formación técnica en un país cuya industria se estaba yendo a pique. No es casual, por eso, que se compare con Fernando Fader, el mendocino por adopción que estudió ingeniería hidroeléctrica para electrificar su provincia y, tras una serie de desavenencias políticas que coartaron el ambicioso proyecto, se dedicó a pintar ovejas pastando al aire libre. Fader era hijo de un ingeniero alemán, mientras que el padre de Lindner, también alemán, era piloto aéreo. La identificación imaginaria no es casualidad: hay algo en las formas industriales que obsesionan a Lindner que remite a la experiencia traumática de una modernidad inconclusa o interrumpida, absorbida en la cacofonía de su propia extenuación.
Es por eso que, entre las fuentes usuales de Lindner, el futurismo italiano haya sido de su particular preferencia. Una pieza como Brújula de mucamas dentadas, con el sistema tipográfico incrustado en el diseño de las galerías de un aeropuerto, es una referencia directa a Fortunato Depero. Pues el futurismo encarna, mejor que cualquier otro movimiento de las vanguardias históricas, las contradicciones que supone abrazar la fe en la modernidad en un contexto fuertemente subdesarrollado y rural como el de Italia en la segunda década del siglo XX, y donde la “dependencia estética” con respecto a los centros artísticos resulta un señuelo, pero también un obstáculo para la modernización. Lindner hablará, justamente, de la “deuda externa plástica” en muchos puntos de su abundante obra escrita, diseminada en la revista ramona, en algunos blogs y en La teoría de la madre, su autobiografía intelectual publicada en 2008 bajo el heterónimo de Lux le Fou.
De ahí que los materiales de Lindner sean normalmente residuos del conocimiento técnico en soportes editoriales obsoletos. Verdadero material de saldo: los libros de aeronáutica o ingeniería naval que Lindner encuentra tirados en mantas en los subtes o estaciones de tren, y cuyas formas transporta luego a su obra, son, de algún modo, la encarnación del proyecto de industrialización que a mediados de los ‘70 se fue a pique y cuyo corolario sería la Convertibilidad (con mayúscula, tal como escribe el mismo artista en la mencionada autobiografía), con el desenlace por todos conocido.
“Argentina debe sobrevivir aunque yo no vuelva”, anotó Lindner en otro de sus textos, fechado meses después de la crisis de 2001, mientras se encontraba en Suiza ya algo deseoso de volver, y la familia desde Argentina le recomendaba que se quedara en Europa para protegerse de la entropía en la que el país parecía disolverse. Esa experiencia casi fantasmal de naufragio colectivo, realzado por la distancia y la televisión, parece hecha a medida para un artista cuya obra insiste en los elementos traumáticos que circulan en la historia argentina: una garita de la ESMA (en Triunfo de la interioridad) o la imagen del gauchito que fue mascota del mundial ‘78 en su serie de pinturas de 2006 aparecen de repente para recordarnos que toda la obra de Lindner, por absurda y mistificatoria que pueda parecer en su formulación, se sustenta íntimamente en el terror más descarnado, y que su humor nervioso conserva los ecos de una gran devastación.
De ahí que la peculiaridad de la obra temprana de Lindner resida en que pudo asimilarse a las coordenadas epocales de los años ‘90 y a la vez poner en circulación (de una manera harto elaborada) mensajes que en ese contexto resultaban imposibles: la historia reciente del país y su conexión con el proyecto neoliberal entonces hegemónico, los crímenes de la última dictadura, el legado complejo del peronismo y la modernización: todos temas que el “arte de los ‘90” en su versión canónica (es decir, tal como fue dado a conocer en charlas, artículos y libros de la época) no hizo sino reprimir de manera enfática. No sería exagerado considerar a Lindner el inconsciente de su generación: el que puede mostrar, en el esplendor de su bufonería, los recuerdos, los anhelos y las frustraciones más insoportables que circulan silenciosos por los nervios de una sociedad.
1990-2010
Centro Cultural Recoleta
Sala 5
lunes a viernes de 14 a 21
sábados, domingos y feriados de 10 a 21
hasta el 1º de agosto
Además, el miércoles que viene, 28 de julio, Lindner dará la charla “La trementina: su relación con el inconsciente” en la sala CeDIP.
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