PERSONAJES > LA AUTOBIOGRAFíA DE LA MONA JIMéNEZ
Personaje mítico de Córdoba que se fraguó en dictadura, estalló con la democracia alfonsinista y se consolidó en el menemismo, en Buenos Aires apenas se conoce el eco de lo que significan las canciones y los rituales en los que se transforman sus recitales. En La Mona (Editorial Raíz de Dos), Juan Carlos Jiménez Rufino firma una autobiografía jugosa en anécdotas de esa vida marginal que lo llevó a la cima pagana de la cultura popular, de sus relaciones con el hampa, la Córdoba aterradora de Menéndez, la censura y los desaparecidos, las noches de fernet, cabaret y cocaína, la discriminación, su relación con el rock, las veces en que estuvo a punto de ser matado y en que se quiso morir.
› Por Mariano del Mazo
Si es cierto que la primera frase define el tono de un libro, el comienzo de la autobiografía de Carlos Jiménez marcaría que el tono es de una puerilidad abrumadora: “Toda mi vida quise ser Tarzán y terminé siendo la Mona”.
Sin embargo, esa candidez se va desarmando, o ramificando, a medida que avanza en un anecdotario sesgado que es finalmente La Mona, para llegar a rozar asuntos un tanto más densos como el espesor de la noche cordobesa, la discriminación, la Córdoba atenazada por Luciano Benjamín Menéndez. El libro lo firma Juan Carlos Jiménez Rufino –tal el nombre completo del cuartetero–, como un intento de tomar distancia de la máscara que supone la Mona e incluso Carlitos Jiménez, máscara a la que le dedica la última frase: “... personaje que se devoró todo lo que se le puso enfrente, y con el que he tenido, a la fuerza, que aprender a vivir”. Entre la queja del Tarzanito frustrado y el sujeto omnívoro se desarrolla una fábula atrapante, más elemental que sencilla, en la que se oculta, se pone en foco, se soslaya, en fin, se cuenta lo que se quiere: como cualquier autobiografía o libro de memorias. A ojos porteños, el personaje deja de ser así el mero protagonista en tres dimensiones de una historieta de la revista Hortensia.
La Mona Jiménez es cualquier cosa menos un invento. Tuvo la desgracia o la fortuna de asomar en Buenos Aires en los destemplados años menemistas. Si bien su carta de presentación de cara al país fue en el Festival de Cosquín de 1988, ante un público familiar intoxicado de tradición, el peso específico en la escena nacional se desplegó en los ’90 mezclado y revuelto en el torbellino mediático de la movida tropical que todo lo confundió: Riki Maravilla y Alcides y las bandas de casting, la cumbia y el cuarteto, la bailanta popular y la disco posmo, Los Polvorines y Punta del Este. Todo era parecido, pero nada era igual: la correspondencia política se puede sintetizar en Menem y María Julia Alsogaray. El cuarteto de la Mona estaba tan lejos de Sombras como “Quién se ha tomado todo el vino” de “La ventanita”, o Neustadt del peronismo populista que representaba a priori Carlos Saúl.
En el Festival de Cosquín quedó claro cuál era el basamento social que sostiene –desde siempre, todavía– a Jiménez. Sin eufemismos, la clase baja: entre ellos, obreros, delincuentes, desocupados, barrabravas, desangelados varios. Alguien demasiado bienpensante consideró con razón que el cuarteto es folklore e invitó a La Mona. No pensó demasiado bien los niveles de masividad y graduación alcohólica y el Cosquín de Guarany y Los Chalchaleros fue pisoteado por un aluvión eufórico armado de fernet, ginebra y tetra. En la batahola dos Córdobas se miraron frente a frente, y semejante postal provocó al menos curiosidad en la gran Capital. Ese mismo año La Mona debutó en Buenos Aires: Atlanta y Luna Park. Y el año siguiente provocó el primer acercamiento rocker al actuar en Cemento, el antro under de Katja Alemann y Omar Chabán, entre punks que exteriorizaban cuánto lo adoraban a puro escupitajo. Estratega, Jiménez hacía una doble pinza ofensiva: atacaba por el mainstream y por el circuito alternativo (que en breve sería mainstream). El relato de su cruce con la fauna punkie es uno de los buenos momentos del libro.
El resto es historia más o menos conocida: La Mona como paladín social (sus míticas rifas de taxis), La Mona con la cintura adiestrada para esquivar cualquier tentación partidaria, La Mona manipulador de liturgias populares en cada bailongo de extramuros serranos, La Mona almorzando con Mirtha Legrand pero siempre volviendo a Córdoba, su aleph. Se puede decir que nunca pudo conquistar cabalmente Buenos Aires (como sí lo hizo Rodrigo en sólo un par de años). Sin embargo, esa incapacidad fue una de las causas de una trayectoria perdurable a lo largo de las décadas. Como ocurrió con Sandro, la lealtad al terruño y la relación cercana y cotidiana con la gente colaboraron en galvanizar el mito. La Mona también envejeció con su público. En lo musical, esa fidelidad se trasladó a no extralimitarse demasiado del ya de por sí angosto corredor del cuarteto: alguna variante, algún arreglo jugado, un viento, pero hasta ahí. Nada demasiado innovador. En lo letrístico, sí, subyace una singular fortaleza. Su poder hechizante se basa en el registro minucioso de la vida real, un realismo sucio, combinado con la picaresca, la declamación y el golpe bajo. El aguafuerte de noticiero sin más pretensión que la “cámara testigo” fue su gran hallazgo y el contenido se desprende ya desde los títulos: “Madre soltera”, “Telegrama de despido”, “Fernet con coca”, “Mujer golpeada”, “Por portación de rostro”, etc. En “Aborto”, la canción, no duda: está en contra. Y la letra es una cosa increíble. Sí, una cosa: “Soy un ángel, me contaron / ahora vivo en el cielo / ¿Qué te hice yo, mamita? / ¿Por qué cegaron los sueños?”. El que firma ese verso tiene momentos aún más sorprendentes, como la oda “El pueblo te ama Che Guevara”. “Ese es el que la pifia. Porque La Mona nunca fue progre”, dice uno de su entorno. Temas como “La bombachita” y “Tocame el clarinete” no precisan mayor análisis: es la arcana procacidad de las músicas populares, tango incluido, que comparada con los contenidos de la cumbia villera, aun la televisada por aire los sábados a la tarde, acerca la pluma de La Mona a cierta clase de lirismo callejero no muy lejano al rock chabón.
Las contradicciones se ordenan y se encolumnan como “aristas de personalidad” de su figura. De eso también va el libro. Que se puede leer además como una formidable usina de historias, con personajes que merecen ser exactamente como La Mona los describe. Un sainete lumpen, glamoroso en su decadencia. El pérfido y motoquero hermano mayor, Tito; la Turca Delia, una prostituta “que me enseñó a moverme en la noche”; Chichí, ladrona cocainómana de guantes blancos. El rumor de fondo es de tunga tunga cuartetero, con las miserias del ambiente tropical, entre agachadas y venganzas que van del Cuarteto Berna al Cuarteto de Oro, y un cóctel de drogas, alcohol y cabaret que tiene en los perfiles extraordinarios de la Turca Delia su mayor emblema. Fue ella quien le explicó que si fumaba marihuana podía terminar “encamado” con hombres y que debía tomar cocaína, “que es de machos” (“y yo le hice caso”, dice La Mona). Fue ella, locamente enamorada, quien ante una infidelidad lo corrió a tiros y a machetazos.
Esa alta noche cordobesa de rufianes y rameras despechadas que La Mona narra entre la sangre de Crónica TV y el pulso romántico de Raúl González Tuñón también incorpora el sino de la represión ilegal. Las razzias en el mejor de los casos, y la desaparición en otros, atravesaron la historia del cuarteto de la segunda mitad de los ’70. “Nos perseguían por ser negros, por ser cuarteteros.” El personaje de La Mona se fraguó en dictadura, estalló con la democracia alfonsinista y se consolidó en el menemismo. En ese tránsito se curtió de la política más rastrera, entablando relaciones nunca simétricas con militares de baja estofa hasta llegar a su semblanteo de la dirigencia actual en la que caen desde Ramón Mestre hasta Luis Juez (otro que salió de Hortensia).
En el medio, recibió un botellazo durante un combate entre la hinchada de Belgrano y la policía que casi lo mata y por el cual, dice, quedó tartamudo. Estuvo cinco meses inconsciente. El dato podría ser una anécdota más, pero La Mona lo tomó como que tenía que dar un volantazo en su vida y en su carrera. Y en el libro llega ahí la imagen inmaculada de la Juana, como la princesa de un relato infantil, como la dueña de la moraleja de la fábula. “Mi salvación tiene fecha: el 28 de diciembre de 1973, el día que Dios me puso a Juanita en el camino”.
Juana funciona como la redentora: es, cuenta casi como una obsesión Jiménez, la que lo arrancó de la noche, la que lo puso en la senda del profesionalismo y del éxito, la que le dio tres hijos. Lo cierto es que formaron una sociedad afectiva-comercial. Juana es algo así como una mezcla de la Claudia maradoniana y la Poli ricotera. “Le debo todo. Estoy muy arrepentido de haberle fallado.” A La Mona le apareció una hija natural y Juana, parece, jamás perdonó. “Me costó muy caro, me costó divorciarme de la persona que más me quiso en la vida.”
La Mona, el libro, es finalmente el relato confesional de un héroe de la clase trabajadora que planea al borde de los 60 levantar un museo en su casa con los miles de trajes brillantes originales que viene utilizando en los shows, esos que le valieron el mote de “James Brown de La Docta”. Un hechicero que no menciona en las 224 páginas del libro la palabra Rodrigo. Decíamos: una caricatura de Cognini. Que sacó 80 discos, que vendió tres millones de copias. Un jugador que sabe perfectamente el juego que juega y que puede jactarse, con Pablo Lescano pero sin ironía, del 100% negro tatuado en la piel. Un artista sin artificio que por eso se da el lujo de la repetición alevosa, de la composición como máquina de hacer chorizos. El talento en su caso es ser el chamán que conduce esas extrañas ceremonias del Atenas, el Sargento Cabral, La Kueva, Bomberos de San Francisco, donde no cabe un alfiler. Sólo su verdad.
Por alguna misteriosa razón, en Buenos Aires a La Mona Jiménez le compramos lo que vende. En Córdoba ni falta que hace: anda por ahí, en bicicleta o cenando en la San Martín, parte del aire.
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