Dom 30.03.2003
radar

La seducción del mal

La guerra reavivó algunos interrogantes: ¿Tiene sentido contemplar imágenes de violencia? ¿Qué efecto ejercen las representaciones de la crueldad humana sobre quienes las contemplan? ¿Voyeurismo, fruición sádica o pedagogía? ¿Cómo evitar la estetización del dolor, el sufrimiento y la muerte? En el libro de ensayos que acaba de publicar en Estados Unidos –Regarding the Pain of Others–, Susan Sontag trata de dar una respuesta. Christopher Hitchens repasa sus argumentos centrales y aprovecha para disentir.

Por Christopher Hitchens

En El aplazamiento, la segunda novela de su trilogía Los caminos de la libertad, Jean-Paul Sartre plasmó la desanimada atmósfera que imperaba en Francia en vísperas de la guerra con Hitler, cuando el derrotismo solía lucir las insignias del pacifismo. El personaje, Brunet, advierte los eslóganes –"Basta de guerra. Negociación, no guerra. Primero la paz"– y reflexiona amargamente sobre cuántas de las activistas son mujeres: "Las mujeres siempre entienden todo mal: en 1914 mandaron a sus maridos al frente, cuando tendrían que haberse acostado sobre las vías para impedir que los trenes partieran, y ahora, cuando pelear tiene algún sentido, se la pasan fundando ligas de paz y haciendo lo posible para socavar la moral de sus maridos".
En circunstancias normales jamás se me habría ocurrido desplegar a Sartre contra Sontag, pero ya avanzado Regarding the Pain of Others ("Considerando el sufrimiento de los otros"), un libro hermoso pero algo confuso, la escritora plantea la pregunta siguiente: "¿Hay algún antídoto contra la perenne seducción de la guerra? Y ¿Es ésta una pregunta que las mujeres tienden a plantearse más que los hombres? (Probablemente sí.)"
Si no fuera por el "probablemente", no sería Susan Sontag. La escritora conoce tanto como cualquiera el prontuario bélico de Margaret Thatcher, Indira Gandhi y Golda Meir, así como el pacifismo de Robert Lowell, Mahatma Gandhi y Leon Tolstoi. Es de lamentar, pues, que sólo consiga contestar sus preguntas cromosómicas formulando una nueva: "¿Puede una imagen (o una serie de imágenes) empujarnos a oponernos a la guerra, del mismo modo en que la lectura de Una tragedia americana de Dreiser, pongamos, podría enrolarnos en las filas de los que se oponen a la pena capital?".
El problema aquí es usar la palabra "guerra" sin artículo definido. Fue la posición dura e intransigente de Susan Sontag ante la guerra de agresión serbia la que movió a mucha gente a tragarse su propio recelo respecto de un contragolpe militar norteamericano. En esa oportunidad, Sontag tuvo el enorme valor de ir en persona a ver qué estaba sucediendo. Pero hubo muchos fotógrafos y cineastas que contribuyeron a hacer de Sarajevo un lugar real para quienes nunca lo habían visto ni siquiera en el mapa.
Sucesor, en más de un sentido, de Sobre la fotografía (1977), este libro aborda el problema de la imagen desde perspectivas múltiples, una de las cuales es la femenina. La señora Sontag cita con aparente simpatía a la Virginia Woolf de Tres guineas (1938) que, en un intercambio epistolar con un hombre, afirmaba que el efecto de las fotografías de las atrocidades cometidas en España sería diferente según el espectador fuera un hombre o una mujer. Siempre he pensado que se trata de una afirmación muy discutible: la más feroz propagandista bélica de la España republicana fue Dolores Ibarruri, "La Pasionaria", y uno de los más bellos poemas de la época es "To the wife of a non-interventionist Statesman" ("A la esposa de un hombre de Estado no intervencionista") de Edgell Rickword, que describe la clase de desprecio que ha de sentir cualquier mujer decente hacia un hombre lo suficientemente débil como para defender la neutralidad ante el fascismo. Puede que los hombres se relacionen más con la guerra por una cuestión de orgullo o de testosterona, pero la justificación que se esgrime más frecuentemente es la defensa (o la venganza) de mujeres y niños, y ha habido tantas Pasionarias urgiendo a los hombres a pelear como Lisistratas. El gen de la guerra forma parte de nuestra naturaleza de mamíferos y de nuestra condición parcialmente evolucionada, así como también es un poderoso estímulo para la innovación. Dado el tamaño de nuestras glándulas de adrenalina, puede que algún día lleguemos a exterminarnos unos a otros por completo; sin ellas, puede que ya hubiéramos muerto. Dos veces me tocó experimentar la urgencia simultánea de desviar los ojos y seguir mirando: una vez en una corrida de toros, otra durante una ejecución. (Es el mismo dilema que solemos experimentar antes los crímenes y los accidentes.) En un momento central de su ensayo, la señora Sontag se pregunta si exponernos a la crueldad y al sufrimiento –o más bien a sus formas vicarias, representadas– ejerce un efecto brutal o pedagógico. Y en uno de sus pasajes más inteligentes compara el predominio reciente de la fotografía con las viejas escuelas de pintura. A mi juicio, la secuencia de Los desastres de la guerra de Goya es infinitivamente más poderosa que las insulsas fotos de la Guerra Civil de Matthew Brady, o que la famosa foto de Robert Capa en la que un único soldado español es alcanzado por una bala. Muchas de las primeras y más celebradas fotos de guerra estaban armadas; como señala Sontag, recién con la guerra de Vietnam pudimos estar más o menos seguros de no estar contemplando material de propaganda. Dicho de otro modo: nada puede mentir como una cámara; mientras que las pinturas goyescas del frente occidental de Otto Dix o las series de tintas de Jacques Callot, Miserias e infortunios de la guerra, del siglo XVII, quedarán para siempre como recordatorios de todo lo que hacemos cuando hacemos la guerra. Y nadie acusó jamás a los Viejos Maestros de abusar de la pintura para excitar al espectador. La señora Sontag, cuyos comentarios sobre Callot son uno de los puntos fuertes del libro, habría hecho bien en citar los versos que abren el Musée des Beaux Arts de Auden: "Acerca del sufrimiento nunca se equivocaron/ los Viejos Maestros".
Los Viejos Maestros también tuvieron vidas más breves y más peligrosas, mientras que nosotros nos la pasamos sospechando de "glamourizar" o aun de "estetizar" la violencia, y de hacerlo desde una distancia segura. Ésta es la típica clase de peligro moral que les gusta exagerar a muchos, en especial a aquellos que pretenden demostrar la superioridad de su sensibilidad. La gente quiere ver todo lo que le sea posible, y en ese instinto no hay nada que deplorar. Los fotógrafos que nos entregan los materiales más gráficos y sobrecogedores –pienso en Don McCullin, en Sebastiâo Salgado, en Susan Meiselas– no quedaron entumecidos o desafectados por exponerse reiteradamente a la crudeza, y nada hay de innoble en el hecho de que deseen compartir su trabajo con los demás. La señora Sontag señala atinadamente que los testigos de calamidades o crímenes como el ataque al World Trade Center dicen ahora que se sentían "como en una película" cuando antes solían decir que se "sentían como en un sueño". En términos de realismo, yo diría que eso representa un avance. Sontag también aboga por reducir la sensación de vergüenza respecto de la belleza de ciertas imágenes, y pone como ejemplo algunos de los hipnóticos panoramas del Ground Zero. Podríamos ir más lejos y decir que la secuencia de los aviones convirtiéndose en encumbradas piras verticales también es de una extraña belleza, y que habría que mostrarla más a menudo, aunque no por razones "estéticas".
De hecho, lo verdaderamente horrendo rara vez queda registrado. Todo el tiempo hay accidentes de avión, pero éste es el único registro real que tenemos de esa clase de acontecimientos. Los que sacaron fotos de linchamientos a manera de souvenirs decidieron mostrar únicamente las secuelas, no las interminables mutilaciones ni las incineraciones. En el Museo JFK de Dallas, la cabeza deshecha del presidente no aparece en la película de Sapruder, y la mayor parte de la gente jamás llegó a ver "realmente" ese primer asesinato televisado. No hay películas de la Solución Final ni de Ruanda con los machetes en acción. Incluso los monstruos infrahumanos que decapitaron a Daniel Pearl nos ahorraron uno o dos fotogramas cruciales de su video del crimen ritual. La ambición de la cámara –acercarse a la realidad lo máximo posible– debe recorrer algún camino antes de que se la pueda reivindicar. Seguimos estando másprotegidos que expuestos, como la señora Sontag parece reconocerlo implícitamente al detectar falsificaciones y eufemismos en el mundo de la fotografía del pasado.
Hay una o dos generalizaciones incorrectas que delatan sus ambivalencias. Tal vez sea cierto que "toda política, como toda historia, es concreta". Pero ¿no sería prudente agregar: "Sin duda nadie que realmente piense en la historia puede al mismo tiempo tomarse la política en serio"? Pero ¿es así? ¿Es cierto que "nadie puede pensar y golpear a alguien al mismo tiempo"? Muhammad Alí parece refutarlo, y también –con más contundencia– la reciente evolución de los misiles teleguiados de alta precisión.
El libro se cierra con un juicio bastante insatisfactorio: no hay modo de imaginar la guerra si no es de primera mano. Aquí el peligro es la tautología: también era inimaginable para los combatientes y los sobrevivientes hasta que, como sucede a menudo, les tocó el turno. No hay un modo verdadero de ser "antibélico"; lo que hay son diversas maneras de eludir el dilema. Dalton Trumbo escribió Johnny cogió su fusil (1939), una de las más grandes ficciones "antibélicas" del canon norteamericano, como una sátira sobre "la guerra que terminaría con todas las guerras", y muchos años después la transformó en una estupenda película. Pero al principio, cuando el libro se publicó, Trumbo quedó muy impresionado al ver cómo su obra maestra era pirateada y reimpresa por grupos fascistas norteamericanos, muchos de los cuales se disfrazaban de "Madres por la Paz" y cosas por el estilo, y trató de impedir que abusaran de su obra de ese modo. Pero, ¿era realmente un abuso tomarle la palabra? Los que más repulsión sienten por la guerra y la violencia son también los más proclives a decidir que, después de todo, hay ciertas cosas por las que vale la pena pelear. Eso es lo que tiñe los asuntos humanos de cierto color trágico, pero también de un elemento de esperanza que a menudo suele pasarse por alto.

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