Dom 30.03.2003
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HITOS

No falsificarás

Las historias del arte (y ahora los museos) tienen una sala especialmente destinada a los grandes falsificadores. Y Moses Wilhelm Shapira fue grande entre los grandes: no contento con la falsificación lisa y llana, este comerciante del siglo XIX inventó una civilización bíblica, montó talleres donde fraguar antigüedades de esa cultura, organizó expediciones en busca de tesoros arqueológicos previamente plantados y consiguió que lo más granado del coleccionismo europeo le comprara esas piezas. Como si fuera poco, también le endosó al Museo Británico fragmentos falsos de pergamino con una variante desconocida de los Diez Mandamientos, previo cobro de un millón de libras. Esta es su historia (y la del hombre que lo desenmascaró).

Por Martín Paz

La devoción religiosa del escocés William Ewart Gladstone era algo que nadie ignoraba en la Inglaterra de la segunda mitad del siglo XIX. Cuatro veces Primer Ministro durante el reinado de Victoria, se lo definía como un producto genuino de Eton y la Iglesia cristiana de Oxford.
En 1883 Gladstone promediaba su segundo mandato, cuando el Museo Británico anunció la exhibición de unos fragmentos de pergamino con una variante desconocida de los Diez Mandamientos. Excitado por la increíble noticia, aplazó todo asunto de Estado para dirigirse al museo donde una multitud de curiosos, aficionados y eruditos desfilaba frente a una vitrina débilmente iluminada, en cuyo fondo se extendían dos angostas tiras abigarradas de lo que parecía ser una extraña versión del hebreo. No existen testimonios del encuentro, pero es muy probable que el ministro se haya cruzado entre la pasmada muchedumbre con un especialista enviado por el Museo del Louvre, llamado Charles Clermont-Ganneau. El arqueólogo francés, a quien se le había negado el acceso a los restantes fragmentos de pergamino con el texto bíblico, apenas necesitó unos minutos para hacer una declaración espectacular: todo se trataba de un fraude. Por segunda vez en diez años Moses Shapira había estafado a un gran museo europeo.

EL SANTO
Moses Wilhelm Shapira tenía veinticinco años cuando decidió abandonar Kamenets-Podolski (en aquel momento Polonia, hoy Ucrania), con rumbo a Palestina, siguiendo los pasos de su padre. El viaje se hizo mucho más largo de lo previsto: a poco de salir, su abuelo, que lo acompañaba, se enfermó y murió y a las complicaciones normales que debían afrontar los viajeros de la época se le sumó una espera de meses para el otorgamiento de sus papeles. En estas circunstancias se relacionó con misioneros cristianos con quienes discutía sobre religión en las interminables horas muertas. Esto surtió un efecto insospechado: Shapira, nacido en 1830 y de familia judía, fue más allá de la curiosidad inicial por los evangelios y se convirtió a la fe cristiana. Una vez en Jerusalén, se unió a la comunidad anglicana y montó una tienda en el barrio cristiano en donde se ganaba la vida vendiendo a los peregrinos libros antiguos, manuscritos, flores de papel, crucifijos y tapas para biblias hechas con madera de olivo. Su vida transcurría en una apacible monotonía hasta que un día de 1868 todo cambió, cuando un beduino, que traficaba con piezas arqueológicas, le ofreció a un funcionario alemán que se encontraba en la región del Moab una especie de lápida de piedra negra con inscripciones. La piedra era la Estela de Mesá, de mediados del siglo 9 a.C. y resultó ser no sólo uno de los textos fundamentales para la historia de la escritura sino también el primer testimonio arqueológico de hechos relatados en la Biblia.

LA PIEDRA DEL ESCANDALO
Existía en la primera mitad del siglo XIX una fuerte polémica entre los eruditos acerca del sustento de las narraciones bíblicas. Quienes se inscribían en la corriente que defendía la interpretación literal del texto sagrado eran fuertemente cuestionados por quienes sostenían que se trataba de una colección de relatos tradicionales sin demasiado sustento histórico. La aparición de esta pieza –en ella se refiere, en disidencia con la versión bíblica (Reyes 2,3.), la sublevación del rey Mesá, vasallo del rey de Israel, y su posterior victoria sobre los israelitas con la ayuda de Chemosh, dios de los Moabitas– se tomó como una prueba irrefutable de la historicidad de los acontecimientos narrados. La difusión del descubrimiento inició una competencia, incomprensible para el traficante, entre franceses, ingleses y alemanes por ver quién se quedaba con la piedra. Finalmente, con la sospecha de que en el interior de la estela se ocultaba un tesoro, el beduino la quebró en decenas de pedazos, que luego fueron adquiridos en su mayor parte por el Louvre, en donde hoy se encuentra restaurada. La excitación que siguió aldescubrimiento de la Estela de Mesá impulsó como nunca antes el mercado de antigüedades del cercano Oriente, en el que Shapira se instaló como el intermediario más destacado. Su tienda se comenzó a poblar de todo tipo de reliquias falsas de la cultura moabita, desconocida apenas unos años antes. En sociedad con un artesano llamado Salim al-Kari, fabricó centenares de “flamantes antigüedades” que inundaron los anticuarios europeos. Sin duda, las piezas descollantes de un catálogo, que incluía vasijas y pequeñas figuras de cerámica, eran las “Cabezas de los reyes de Judea e Israel”. Estas piezas de piedra esculpida, que en algunos casos superaban el metro de altura, representaban cabezas humanas de rasgos orientales, ornadas con flores o coronas. Muchos de los objetos incluían inscripciones indescifrables que, luego se comprobó, imitaban los signos y el estilo de la famosa estela. Shapira, para despejar las suspicacias que comenzaban a circular, llegó a organizar expediciones al desierto en las que, ante la deslumbrada presencia de los compradores, descubría abundantes yacimientos cuidadosamente plantados en los días previos. Pero el gran golpe lo dio en 1873: le vendió al Museo de Berlín 1700 objetos de arcilla en el equivalente a 235.000 dólares actuales. Las piezas, que a la luz de los hallazgos posteriores serían descartadas por cualquier iniciado como torpes falsificaciones, en su momento, y ante la falta de parámetros de confrontación, dieron lugar a un intenso intercambio de especulaciones entre los estudiosos. Sin embargo, algunos especialistas descartaron la autenticidad de los objetos desde el comienzo.
Las sospechas de Clermont-Ganneau sobre el accionar de Shapira comienzan en este punto. Convencido de la estafa inició una investigación en la que recogió testimonios, identificó lugares de producción y tendió trampas en busca de la evidencia. La conclusión de la pesquisa determinó que las piezas eran fabricadas por equipos de artesanos en un taller que pertenecía a Salim al-Kari y a su padre, y envejecidas mediante un tratamiento consistente en sumergirlas durante días en una sopa salitrosa. Aunque Clermont-Ganneau estaba convencido de haber llegado a la verdad al momento de hacerla pública sus informantes negaron lo declarado, los involucrados rechazaron las acusaciones y el francés quedó en ridículo.

F DE FALSO
La historia de las falsificaciones de obras de arte probablemente haya alcanzado su punto más alto en el siglo XX. El escultor italiano Alceo Dossena (1878-1956) fue único por su versatilidad y manejo de las técnicas escultóricas de la antigüedad clásica, el medievo y el Renacimiento. Un par de sus esculturas están expuestas en el Victoria and Albert Museum de Londres en una sala reservada a las falsificaciones de excelencia. Por su parte, es probable que el holandés Hans van Meegeren (1889-1947) haya sido el mejor falsificador de cuadros del siglo pasado. Su caso se descubrió, cuando al fin de la Segunda Guerra Mundial se lo acusó de haberle vendido un Vermeer, perteneciente a un museo oficial holandés, al jerarca nazi Hermann Goering. Van Meegeren, acorralado, debió confesar que él mismo era el autor del cuadro junto con otras catorce obras atribuidas a Vermeer y a Pieter de Hooch, que los expertos habían considerado auténticas. Sin embargo, el falsificador más famoso fue el genial Elmyr de Hory (1905-1976), a quien Orson Welles dedica su película F for Fake. De Hory se jacta de haber vendido más de mil falsos Matisse, Modigliani y Picasso, entre otros pintores modernos. Según sus dichos, lo único que se puede tomar como verdadero, más de veinte de sus obras cuelgan en las paredes de un solo museo francés. De Hory no dice de qué museo se trata, pero da a entender que es el Louvre. Para no asumir el engaño, los museos prefieren no denunciar las obras fraudulentas de sus colecciones y de esta manera las convalidan. En una frase que se ajusta a la perfección a la historia de Shapira, De Hory afirma que “si no hubiera expertos, no habría falsificaciones”. Frente a estos genios de las técnicas artísticas, las rudimentarias falsificaciones de Shapira despiertan la simpatía del observador contemporáneo por su ingenuidad. Shapira no dominaba técnicas antiguas, ni hizo copias de cuadros famosos, ni emuló el estilo de los grandes maestros del arte. Sin embargo, por audacia e imaginación, la originalidad de su empresa se destaca por sobre las demás. Mientras los demás falsificaron obras, Shapira falsificó una civilización entera. En una escena de la película de Welles antes mencionada, Pablo Picasso afirma que “él también sabe hacer buenos Picassos falsos”. En el mismo sentido se puede decir que nunca nadie hizo tan buenos Shapiras falsos como M.W. Shapira.

ATRAPAME SI PUEDES
A pesar de haber salido indemne de las sospechas por fraude en el comercio de piezas arqueológicas, la reputación de Shapira se había ensombrecido. Luego de algunos años en los que se dedicó a la búsqueda y venta de manuscritos hebreos, fue que se contactó con el Museo Británico para ofrecer las quince tiras de pergamino que, según dijo había encontrado en una cueva de la región del Moab. Versiones de la época, nunca admitidas oficialmente, dejaron trascender que Shapira habría cobrado un millón de libras esterlinas por los fragmentos que integraron esa muestra que tanto desilusionó al Primer Ministro inglés. Christian David Ginsburg, una de las principales eminencias en filología bíblica de aquel momento, fue designado para revisar y traducir los textos, que aparecieron publicados en las ediciones de The Times de los días 4, 17 y 22 agosto de 1883.
Cuando Charles Clermont-Ganneau supo que M.W. Shapira estaba detrás de la exhibición anunciada por el Museo Británico decidió partir de inmediato hacia Inglaterra. Como en las historias policiales en las que el investigador persigue durante años al asesino, tuvo la corazonada de que esta vez la presa no se le iba a escapar. Al llegar al Museo solicitó permiso para examinar las tiras de pergamino compradas a Shapira. Quizás por una cuestión de rivalidad entre museos –Clermont-Ganneau pertenecía al Louvre–, quizás previendo el escándalo que se avecinaba, las autoridades le negaron el acceso al material completo. Horas más tarde, los mismos funcionarios que habían sufrido el engaño crearon una comisión encabezada por el mismo Ginsburg, que esta vez dictaminó que se trataba de una falsificación. Nadie pudo pedirle explicaciones a Moses Wilhelm Shapira ya que, cuando estalló la controversia, había abandonado Londres. Expuesto a la humillación pública, deambuló sin rumbo durante meses. En cartas enviadas a amigos, se consideró la primera víctima y confesó que no creía poder sobrevivir al oprobio. El 9 de marzo de 1884, en el Hotel Bloemendaal de Rotterdam, se suicidó de un tiro en la sien.

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