HITOS
Las historias del arte (y ahora los museos) tienen una sala especialmente destinada a los grandes falsificadores. Y Moses Wilhelm Shapira fue grande entre los grandes: no contento con la falsificación lisa y llana, este comerciante del siglo XIX inventó una civilización bíblica, montó talleres donde fraguar antigüedades de esa cultura, organizó expediciones en busca de tesoros arqueológicos previamente plantados y consiguió que lo más granado del coleccionismo europeo le comprara esas piezas. Como si fuera poco, también le endosó al Museo Británico fragmentos falsos de pergamino con una variante desconocida de los Diez Mandamientos, previo cobro de un millón de libras. Esta es su historia (y la del hombre que lo desenmascaró).
Por Martín Paz
La devoción religiosa
del escocés William Ewart Gladstone era algo que nadie ignoraba en la
Inglaterra de la segunda mitad del siglo XIX. Cuatro veces Primer Ministro durante
el reinado de Victoria, se lo definía como un producto genuino de Eton
y la Iglesia cristiana de Oxford.
En 1883 Gladstone promediaba su segundo mandato, cuando el Museo Británico
anunció la exhibición de unos fragmentos de pergamino con una
variante desconocida de los Diez Mandamientos. Excitado por la increíble
noticia, aplazó todo asunto de Estado para dirigirse al museo donde una
multitud de curiosos, aficionados y eruditos desfilaba frente a una vitrina
débilmente iluminada, en cuyo fondo se extendían dos angostas
tiras abigarradas de lo que parecía ser una extraña versión
del hebreo. No existen testimonios del encuentro, pero es muy probable que el
ministro se haya cruzado entre la pasmada muchedumbre con un especialista enviado
por el Museo del Louvre, llamado Charles Clermont-Ganneau. El arqueólogo
francés, a quien se le había negado el acceso a los restantes
fragmentos de pergamino con el texto bíblico, apenas necesitó
unos minutos para hacer una declaración espectacular: todo se trataba
de un fraude. Por segunda vez en diez años Moses Shapira había
estafado a un gran museo europeo.
EL SANTO
Moses Wilhelm
Shapira tenía veinticinco años cuando decidió abandonar
Kamenets-Podolski (en aquel momento Polonia, hoy Ucrania), con rumbo a Palestina,
siguiendo los pasos de su padre. El viaje se hizo mucho más largo de
lo previsto: a poco de salir, su abuelo, que lo acompañaba, se enfermó
y murió y a las complicaciones normales que debían afrontar los
viajeros de la época se le sumó una espera de meses para el otorgamiento
de sus papeles. En estas circunstancias se relacionó con misioneros cristianos
con quienes discutía sobre religión en las interminables horas
muertas. Esto surtió un efecto insospechado: Shapira, nacido en 1830
y de familia judía, fue más allá de la curiosidad inicial
por los evangelios y se convirtió a la fe cristiana. Una vez en Jerusalén,
se unió a la comunidad anglicana y montó una tienda en el barrio
cristiano en donde se ganaba la vida vendiendo a los peregrinos libros antiguos,
manuscritos, flores de papel, crucifijos y tapas para biblias hechas con madera
de olivo. Su vida transcurría en una apacible monotonía hasta
que un día de 1868 todo cambió, cuando un beduino, que traficaba
con piezas arqueológicas, le ofreció a un funcionario alemán
que se encontraba en la región del Moab una especie de lápida
de piedra negra con inscripciones. La piedra era la Estela de Mesá, de
mediados del siglo 9 a.C. y resultó ser no sólo uno de los textos
fundamentales para la historia de la escritura sino también el primer
testimonio arqueológico de hechos relatados en la Biblia.
LA PIEDRA DEL ESCANDALO
Existía
en la primera mitad del siglo XIX una fuerte polémica entre los eruditos
acerca del sustento de las narraciones bíblicas. Quienes se inscribían
en la corriente que defendía la interpretación literal del texto
sagrado eran fuertemente cuestionados por quienes sostenían que se trataba
de una colección de relatos tradicionales sin demasiado sustento histórico.
La aparición de esta pieza –en ella se refiere, en disidencia con
la versión bíblica (Reyes 2,3.), la sublevación del rey
Mesá, vasallo del rey de Israel, y su posterior victoria sobre los israelitas
con la ayuda de Chemosh, dios de los Moabitas– se tomó como una
prueba irrefutable de la historicidad de los acontecimientos narrados. La difusión
del descubrimiento inició una competencia, incomprensible para el traficante,
entre franceses, ingleses y alemanes por ver quién se quedaba con la
piedra. Finalmente, con la sospecha de que en el interior de la estela se ocultaba
un tesoro, el beduino la quebró en decenas de pedazos, que luego fueron
adquiridos en su mayor parte por el Louvre, en donde hoy se encuentra restaurada.
La excitación que siguió aldescubrimiento de la Estela de Mesá
impulsó como nunca antes el mercado de antigüedades del cercano
Oriente, en el que Shapira se instaló como el intermediario más
destacado. Su tienda se comenzó a poblar de todo tipo de reliquias falsas
de la cultura moabita, desconocida apenas unos años antes. En sociedad
con un artesano llamado Salim al-Kari, fabricó centenares de “flamantes
antigüedades” que inundaron los anticuarios europeos. Sin duda, las
piezas descollantes de un catálogo, que incluía vasijas y pequeñas
figuras de cerámica, eran las “Cabezas de los reyes de Judea e Israel”.
Estas piezas de piedra esculpida, que en algunos casos superaban el metro de
altura, representaban cabezas humanas de rasgos orientales, ornadas con flores
o coronas. Muchos de los objetos incluían inscripciones indescifrables
que, luego se comprobó, imitaban los signos y el estilo de la famosa
estela. Shapira, para despejar las suspicacias que comenzaban a circular, llegó
a organizar expediciones al desierto en las que, ante la deslumbrada presencia
de los compradores, descubría abundantes yacimientos cuidadosamente plantados
en los días previos. Pero el gran golpe lo dio en 1873: le vendió
al Museo de Berlín 1700 objetos de arcilla en el equivalente a 235.000
dólares actuales. Las piezas, que a la luz de los hallazgos posteriores
serían descartadas por cualquier iniciado como torpes falsificaciones,
en su momento, y ante la falta de parámetros de confrontación,
dieron lugar a un intenso intercambio de especulaciones entre los estudiosos.
Sin embargo, algunos especialistas descartaron la autenticidad de los objetos
desde el comienzo.
Las sospechas de Clermont-Ganneau sobre el accionar de Shapira comienzan en
este punto. Convencido de la estafa inició una investigación en
la que recogió testimonios, identificó lugares de producción
y tendió trampas en busca de la evidencia. La conclusión de la
pesquisa determinó que las piezas eran fabricadas por equipos de artesanos
en un taller que pertenecía a Salim al-Kari y a su padre, y envejecidas
mediante un tratamiento consistente en sumergirlas durante días en una
sopa salitrosa. Aunque Clermont-Ganneau estaba convencido de haber llegado a
la verdad al momento de hacerla pública sus informantes negaron lo declarado,
los involucrados rechazaron las acusaciones y el francés quedó
en ridículo.
F DE FALSO
La historia
de las falsificaciones de obras de arte probablemente haya alcanzado su punto
más alto en el siglo XX. El escultor italiano Alceo Dossena (1878-1956)
fue único por su versatilidad y manejo de las técnicas escultóricas
de la antigüedad clásica, el medievo y el Renacimiento. Un par de
sus esculturas están expuestas en el Victoria and Albert Museum de Londres
en una sala reservada a las falsificaciones de excelencia. Por su parte, es
probable que el holandés Hans van Meegeren (1889-1947) haya sido el mejor
falsificador de cuadros del siglo pasado. Su caso se descubrió, cuando
al fin de la Segunda Guerra Mundial se lo acusó de haberle vendido un
Vermeer, perteneciente a un museo oficial holandés, al jerarca nazi Hermann
Goering. Van Meegeren, acorralado, debió confesar que él mismo
era el autor del cuadro junto con otras catorce obras atribuidas a Vermeer y
a Pieter de Hooch, que los expertos habían considerado auténticas.
Sin embargo, el falsificador más famoso fue el genial Elmyr de Hory (1905-1976),
a quien Orson Welles dedica su película F for Fake. De Hory se jacta
de haber vendido más de mil falsos Matisse, Modigliani y Picasso, entre
otros pintores modernos. Según sus dichos, lo único que se puede
tomar como verdadero, más de veinte de sus obras cuelgan en las paredes
de un solo museo francés. De Hory no dice de qué museo se trata,
pero da a entender que es el Louvre. Para no asumir el engaño, los museos
prefieren no denunciar las obras fraudulentas de sus colecciones y de esta manera
las convalidan. En una frase que se ajusta a la perfección a la historia
de Shapira, De Hory afirma que “si no hubiera expertos, no habría
falsificaciones”. Frente a estos genios de las técnicas artísticas,
las rudimentarias falsificaciones de Shapira despiertan la simpatía del
observador contemporáneo por su ingenuidad. Shapira no dominaba técnicas
antiguas, ni hizo copias de cuadros famosos, ni emuló el estilo de los
grandes maestros del arte. Sin embargo, por audacia e imaginación, la
originalidad de su empresa se destaca por sobre las demás. Mientras los
demás falsificaron obras, Shapira falsificó una civilización
entera. En una escena de la película de Welles antes mencionada, Pablo
Picasso afirma que “él también sabe hacer buenos Picassos
falsos”. En el mismo sentido se puede decir que nunca nadie hizo tan buenos
Shapiras falsos como M.W. Shapira.
ATRAPAME SI PUEDES
A pesar de haber
salido indemne de las sospechas por fraude en el comercio de piezas arqueológicas,
la reputación de Shapira se había ensombrecido. Luego de algunos
años en los que se dedicó a la búsqueda y venta de manuscritos
hebreos, fue que se contactó con el Museo Británico para ofrecer
las quince tiras de pergamino que, según dijo había encontrado
en una cueva de la región del Moab. Versiones de la época, nunca
admitidas oficialmente, dejaron trascender que Shapira habría cobrado
un millón de libras esterlinas por los fragmentos que integraron esa
muestra que tanto desilusionó al Primer Ministro inglés. Christian
David Ginsburg, una de las principales eminencias en filología bíblica
de aquel momento, fue designado para revisar y traducir los textos, que aparecieron
publicados en las ediciones de The Times de los días 4, 17 y 22 agosto
de 1883.
Cuando Charles Clermont-Ganneau supo que M.W. Shapira estaba detrás de
la exhibición anunciada por el Museo Británico decidió
partir de inmediato hacia Inglaterra. Como en las historias policiales en las
que el investigador persigue durante años al asesino, tuvo la corazonada
de que esta vez la presa no se le iba a escapar. Al llegar al Museo solicitó
permiso para examinar las tiras de pergamino compradas a Shapira. Quizás
por una cuestión de rivalidad entre museos –Clermont-Ganneau pertenecía
al Louvre–, quizás previendo el escándalo que se avecinaba,
las autoridades le negaron el acceso al material completo. Horas más
tarde, los mismos funcionarios que habían sufrido el engaño crearon
una comisión encabezada por el mismo Ginsburg, que esta vez dictaminó
que se trataba de una falsificación. Nadie pudo pedirle explicaciones
a Moses Wilhelm Shapira ya que, cuando estalló la controversia, había
abandonado Londres. Expuesto a la humillación pública, deambuló
sin rumbo durante meses. En cartas enviadas a amigos, se consideró la
primera víctima y confesó que no creía poder sobrevivir
al oprobio. El 9 de marzo de 1884, en el Hotel Bloemendaal de Rotterdam, se
suicidó de un tiro en la sien.
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