Domingo, 6 de abril de 2003 | Hoy
Renata Schussheim x 3: no sólo piensa completar su trilogía de megamuestras y conservar la casa abierta llamada ESPACIORENATA sino que el jueves pasado reestrenó la versión teatral que hizo junto a Oscar Araiz de Boquitas pintadas. En un imperdible diálogo con María Moreno, la dibujante, vestuarista, escenógrafa e inclasificable Renata repasa su carrera, de aquella noche en plena dictadura a bordo de un auto con Lorena Paola y una decena de chanchos drogados, a los platos diseñados por ella misma que hoy se venden en Recoleta, pasando por la asamblea en Siete Días durante la guerra de Malvinas para discutir si sus producciones “atentaban contra la imagen del ser nacional”, sus incursiones en el Luna Park y el trabajo con Charly García. Y, como si fuera poco, desempolva la obra inconclusa que escribía a cuatro manos con Manuel Puig.
Por María Moreno
Como en la caja de Quaker,
de una Boquitas pintadas sale otra Boquitas pintadas y la gente recuerda menos
el libro de Puig que la película de Torre Nilsson, y aunque el personaje
de Pancho en la versión de Oscar Araiz y Renata Schussheim lo haga Leonardo
Haedo, siempre pensarán en el Negro Lavié. Qué mayor fidelidad
a Puig, que recreaba discursos cristalizados (leer entonces era en parte evocar)
a través de cartas de amor, expedientes, entregas de folletín
y partidas de defunción para construir un best seller que, a fines de
los sesenta, se jactó de leer hasta Libertad Leblanc. Una Renata fetichista
guarda por toda la casa cajas y cajones con las cartas de Vinicius, de Julio
Cortázar y de Manuel Puig. ¿Pero dónde?
–Pensar que cuando me quedaba sola en su casa, le revolvía los cajones
y saltaban cartas de Pablo Neruda y de Rafael Alberti hechas un bollo, y yo
le recriminaba como una defensora del patrimonio cultural: “¿Cómo
tenés todo esto desordenado? ¿No ves que es material histórico?”.
Y ahora soy yo la que no encuentro nada. A veces –dos o tres por año–
anoto en mi Libro de los Deseos las cosas que quiero, y muchas se cumplen. Durante
el 2001 y el 2002 anoté: “Abrir cajones”. ¿Vos me viste?
Renata suele postrarse ante talentos de gran formato con reverencia de discípula
incondicional, aunque sus intenciones suelen ser siempre construir un vieux
marié con fondo de Plan Trabajar como los que construyó a lo bígama
con Jean François Casanovas y Oscar Araiz. Si fueron las innumerables
cartas que componen Boquitas pintadas las que inspiraron un complejísimo
espectáculo teatral que se reestrenó el jueves en el Teatro Alvear
(estrenado en 1997 por el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín
y presentado el año pasado en II Festival Buenos Aires de Danza Contemporánea),
también Renata y Oscar podrían reconstruir su amable simbiosis
profesional a través de las suyas. Verbigracia: “Empecemos por el
arte, que es mucho más digno porque la vida, puaf, se me quedó
atragantada, como merluza fría en alguna página de la agenda del
día en que yo nací. Continuemos con la parodia de la creación,
que por ahora es el único rol posible de jugar con un relativo respeto
por parte de uno mismo (...). Yo te contesto de hombre a hombre, de cosa a cosa,
de máscara a máscara, desde mi vulnerable guarida ginebrina, como
si fuéramos dos maniquíes que juegan a crearse un rostro. Osculos
de fuego. Oscar”.
–Y mis cartas, ¿él las tendrá?... A Manuel lo conocí
cuando fui a Río para hacer un espectáculo con Jean François
que se llamaba No problem y que tuvo todos los problems habidos y por haber.
En una cena me presentaron a Manuel y lo invité a ver el espectáculo.
Recuerdo que estaba sentada junto a él, mirándolo. De pronto sentí
algo así como una garra en el brazo y escuché: “Tenemos que
hacer algo juntos”. (Manuel no estaba contento con nada de lo que se había
hecho con su obra.) “Parlemi d’amore, Mariu”: esa música
nos unía a Manuel, a mí y a Jean François. Volví
a Buenos Aires con la idea de que él quería escribir una obra
para el grupo Caviar. Entonces lo fui a ver a Lino Patalano, a quien no conocía.
En algún momento él dijo: “Vamos a brindar”, y trajo
un balde con champagne –todas las cosas relacionadas con Manuel tienen
para mí una carga mágica– y estalló la botella. Manuel
empezó a escribir un guión de un espectáculo que no llegó
a tener nombre. Mezcla de cuento de hadas y novela de detectives donde aparecía
una tijera mágica y un submarino.
Un libro blanco, pesado como un ladrillo, registra apuntes en lápiz con
ese estilo telegramático de dos que intentan dejar sentados, bajo los
goces de la asociación libre, la estructura mínima, lo que Renata
llama “el carozo” de lo que nunca pudo verse.
“Laboratorio alemán. Científicos esclavos de un Poder Superior.
Se escucha voz de la bruja. Se le da vida a la muñeca rubia y se la dota
de cosas bastante malignas. Se para y funciona, pero se quiebra (...). Casita
de barrio (Villa Urquiza). Dos costureras. La dueña es flaca, exigente
ytierna. Sueña el gran amor. La otra, su acólita, agarraría
lo que venga. Gorda, tetas, culo (algo, mi marido). Vienen las vecinas del barrio
a quejarse, ya que todos los vestidos de quince que realizaron son exageradamente
sexies y prostibularios, casi de putas. La tijera las dominó, sus almas
y sus deseos están en esa tijera en medio del caos. Irrumpe la rubia
sangrante (¿es la muñeca o la real?) y escapa de la policía
y ruega que lo salven a él. Muestra foto de galán, da una clave
absurda en italiano y suplica que salven a su amor, él, el cartero. Ella
muere. Con la frase famosa, como por ejemplo, ‘añolotis a la putanesca’,
recalan estas dos mujeres en el consulado italiano en Buenos Aires.”
Manuel dormía la siesta, luego se levantaba, iba hasta el mar, nadaba
y volvía dispuesto a trabajar. Renata recuerda la casa austera, sin iconografías
cinematográficas, las veladas acurrucados en casa de Male Puig ante los
videos de Entre bastidores con Katharine Hepburn y Ginger Rogers, La casta Susana
con Henri Garat y Meg Lemmonier o El secreto de la Pompadour con Kathe von Nagy.
–De pronto un stop, Manuel se fue a México y se murió. Pero
siempre recordaba el cuaderno blanco. Lo que anoté ahí, ¿me
lo dictaba él? ¿Era lo que yo escribía mientras él
contaba y contaba maravillosamente? Mirá, ni yo me entiendo la letra:
“Consulado. Agitación. El cónsul decreta fiesta a último
momento. Nadie tiene qué ponerse. Empleadas. Burocracia. Máquinas
de escribir-muñecos. La tijera mágica entra en acción y
resuelve este drama. Sótano, consulado. Cartero-galán-carceleros-sufre.
(Canción de presentación.) Le dan de tomar o le inyectan un elixir
por el cual imagina su ideal amoroso: la diosa. Coincide con la entrada de Jean,
que deseará materializar esa fantasía. Simultáneamente
la gorda es perseguida por un viejo verde. El canta serenata a... Fiesta italiana
chic. (Ver cuántos temas.) Aparece delegación alemana con la rubia.
¿Cuál es la muñeca? Número de Kurt Weill. Rubia
seduce y lleva galán, pero ahí aparece el Poder Supremo. Es Teacher-Jean
en una orgía de poder. El galán no está porque lo raptó
la rubia. Teacher se enoja y amenaza. Fin del primer acto.”
–Con Oscar queríamos hacer algo bien argentino. Luis Pico Estrada
me sugirió Boquitas. Ya se había hecho la película. Ciertas
partes del texto, que nos hacía reír a carcajadas, están
exactos en la obra, como el diálogo entre Pancho y Mabel o el monólogo
de Juan Carlos cuando regresa de Cosquín.
Una cosa es bailar sobre zapatos plataforma, pero bailar con los labios (la
obra incluye fonomímica: los bailarines mueven la boca al ritmo de voces
grabadas que no son las de ellos)...
–En eso ayudó mucho Jean François. Para lograr la fonomímica
hay que escuchar la grabación miles de veces, para tener en el inconsciente
hasta las respiraciones. No sólo eso sino meterte en la manera de hablar
del original. Además, Oscar pide a veces una disociación que quiebre
eso. Que el bailarín quede mudo mientras sigue sólo con la mímica.
Lo que termina de definir un estilo es la cabeza y los pies. Los auténticos
zapatos viejos de los años treinta son número 34 y 35 porque la
gente era más pequeña. Mandé hacer las hormas para que
los zapatos terminen en una punta redondita, tal cual eran. Al personaje de
Celina –pobre– la hice caminar sobre zancos como una cigüeña.
Hice una carpeta con recortes de la revista Sintonía donde se veían
avisos de Glostora, una foto de Sociales con una Reina de la Primavera que justo
se llamaba Nélida, modelos donde los pantalones se llevaban debajo de
los sobacos para que los bailarines no protestaran pensando que era un invento
mío. Les pasé una y otra vez películas argentinas para
que pescaran no sólo la manera de hablar sino el candor del prototipo:
Juan Carlos, que, si te fijás bien, con ligeras variantes, aparece en
todas. El seductor, lindo, comprador, que promete,pero que en realidad es chorro
y mantenido por el padre hasta los treinta años, pero “¡qué
buen muchacho!”.
Una especie de Isidoro Cañones pueblerino.
–Engominadito, guapo, atorrante. Una marca del zorro que nos quedó.
De la versión anterior, ¿qué escenas
volaron?
–La de Nené en Bariloche. Imaginate la nieve artificial, el baile
con skies. Para más inri, los hijos de Nené antes eran muñecos
movidos por cuatro manipuladores que estaban a la vista. Tuvimos que hacer un
curso intensivo con la gente del Periférico de Objetos. Volamos la parte
de la agenda de Juan Carlos con eso de: “Miércoles 15, San César
mártir. Pedí adelanto de 15 pesos para regalo vesina viuda, Domingo
23, San Alberto mártir. Ir salida de misa, pedir disculpas Clarita”.
Si hasta me acuerdo las faltas de ortografía, que no se bailan.
Cómo no iba a terminar Jean François Casanovas compartiendo el
mítico destino sudamericano. Con esa máscara que funciona como
una especie de movie de divas nacionales, desde Libertad Lamarque hasta Niní
Marshall, y ese cuerpo donde las hombreras semivacías, los ademanes de
pudor estudiado y de modales reprimidos parecen ser el producto mediúnico
de las buenas chicas de familia que cantaban por la radio, conservando bien
firme entre las piernas (o fingiéndolo) el virgo custodiado por un padre
con el rostro de Francisco Alvarez. Esa figura trágica con cejas y boca
de teatro kabuki siempre sobresale, aunque en este caso no sea la primera bailarina
sino la viuda sacrificada que limpió de la almohada de pensión
la sangre del muchacho tuberculoso.
¿Cómo fue el encuentro Puig-Casanovas?
–Raro.
ANTES QUE AHORA
En los ochenta, hacer el vestuario de Romeo y Julieta para Oscar Araiz
al mismo tiempo que se exhibían autorretratos en una megaexposición
que incluía tanto maniquíes con cara de perro como producciones
fotográficas con estrellas del rock, y además se decoraba un hotel
alojamiento, era visto como una especie de diletantismo, un traspié del
arte “serio” en las tentaciones del éxito a través de
las fórmulas de la farándula. Tampoco existían los estudios
culturales para defender con sus teorías el trabajo de ambiguación
que Renata realizaba sobre sus modelos vivos, ya fueran Luis Alberto Spinetta
o Federico Moura, en quienes derrochaba turbantes de tul, calas, todo de un
blanco bahiano. Ahora, los géneros saltan para glorificar a los degenerados
y la palabra performance es tan común como el che (nada que ver con el
comandante).
–Me acuerdo cuando fui al Festival Internacional de Caracas y hubo una
especie de catarsis tropical donde se mezcló el teatro kabuki con la
Orestíada de Peter Stein, a Lindsay Kemp con Pepe Soriano... Allí
era evidente que no se podía trazar una raya entre teatro, plástica
y ópera. Trabajando con Oscar descubrí que es tan importante la
expresión dramática como la coreografía. En Romeo y Julieta,
durante la escena de la muerte, Teobaldo –un bailarín japonés–
pegaba un grito desgarrador que tenía algo de karate, porque un ballet
es algo siempre a punto de recurrir a la voz. Después, si se piensa en
la importancia que se le da al vestuario, al maquillaje, a las máscaras,
a los disfraces, podés pensar que son como un actor más. Ya no
visten. La relación de cada personaje con sus movimientos –y cuando
diseñás, tenés que fijarte muy bien en eso–, con la
sala y con el público que asiste a la representación, van haciendo
una totalidad que, me parece, no es un instrumento, o la parte decorativa, como
si hablaras de figura-fondo, forma-contenido. Eso murió con Alan Ladd.
Cuando pensé en el vestuario de Madame Capuleto, por ejemplo, hice un
corselete y una falda muy Evita. O sea, cambié lo anterior que respetaba
la época y era más barroco, “vestía” más.
En el Gran Teatro de Ginebra, la imagen era un poco la de la revista Hola. En
los palcos estaban Rainiero, Carolina yStephanie, cada una con el hijo de Rossellini
y de Delon. Y estaban vestidos de una manera un poco retro y muchas joyas. Strass,
un color muy contemporáneo. Madame Capuleto estaba vestida de rojo y
tenía un casquete, una calva. Su aspecto era el de una señora
que asistió a la fiesta de la Cruz Roja en Mónaco.
Esas calvas a lo Lindsay Kemp...
–Un rostro sin el pelo, como marco, está más expuesto, no
simula nada. Está desnudo: es decir, tiene que confiar en sus rasgos.
La pelada siempre sugiere una experiencia pura. Los que entran en un secta se
rapan, los sabios a veces están rapados como los prisioneros.
En Boquitas, la pelada significa, a través de la tirada de cartas de
la gitana, La Desgracia.
–¿Y no es ésa una experiencia pura? El teatro de imágenes
crea parentescos. Lindsay Kemp vino a ver la muestra que hice en la galería
de los espacios cálidos del Ateneo y le gustó. Ese teatro de imágenes
se puede ver también sin comprender la lengua. Cuando vi La Orestíada
de Stein, que dura ocho horas, lo hice con el corazón en la boca. Veía
a Lisístrata aparecer a través de una puerta que había
en un muro, a los ancianos que eran en realidad muy jóvenes, a Orestes
que era alto como un Dios pero que después me encontré en el cine,
y me parecía asistir al verdadero teatro griego. Ese murmullo casi inhumano
que escuchaba, más impresionante por ser ininteligible, sonaba –creía–
como debía ser el coro en la Antigüedad.
Nunca entraste en el realismo
de living comedor.
–Donde se hace una obra en la que hay un militante político que
se tiene que ir. Exilio, pobreza, sacrificio, todo gris. Luego vuelve y se encuentra
con que el padre, un oficinista, ha “concedido”, es decir, le ha entregado
un poco el alma al diablo. La madre sigue pegada a la Singer con el “no
te metás”, la hermana sale con un hombre casado que la humilla,
el hermano es un ejecutivo corrupto por consumidor. Basta. El teatro no puede
ser un calco grosero de la realidad. Esa tragedia eterna alrededor de la mesa
del comedor de diario. Hay que terminar con el relato liso como una raya, o
en el que unos franceses con un suéter negro discuten una película
de Bergman.
QUÉ VA A SER TILINGA
Cuando no vivía en el departamento que alguna vez fue de Gogó
Rojo, ella dibujaba, sentada en la cama bajo unos fanales con mariposas disecadas,
en una habitación de su casa chorizo. Una soga atravesaba el cuarto y
de ella colgaba el traje de La reina de la noche (¿para una producción?,
¿para un ensayo general?, ¿para una noche de estreno?). En la
televisión estaba la imagen de Víctor Laplace, pero Víctor
Laplace estaba sentado ante un escritorio hablando por teléfono. Un perro
afgano comía la moquette; el profesor del perro afgano le explicaba a
un discípulo cómo hay que hacer para que un perro afgano no coma
una moquette. La presidenta de la Kiss Army (club de admiradoras de Kiss) hacía
las tareas de la casa (salchichas). Damián, el hijo de Renata, argumentaba
la necesidad de los perros afganos de comer moquettes. Era posible pensar mirando
las imágenes. “Son prerrafaelistas, si los prerrafaelistas hubieran
hurgado bajo las lápidas de los pecadores confesos y no en las de los
mártires por obsecuencia.”
Las primeras puestas teatrales de Renata –dibujante famosa desde los quince
años– eran planas y ocupaban las páginas centrales y en color
de la revista Siete Días. Por allí pasaron por lo menos Graciela
Borges, Bárbara Mujica, Moria Casán, Marilina Ross y Andrea Del
Boca.
Un día, la luminaria fue a la revista a pedido de los directivos de la
empresa y por transparentes razones de marketing. Tenía un metro de altura
y venía en uniforme de pupila.
–¿Así que me van a hacer posar con chanchos? ¿Es porque
soy gorda? Renata había alquilado una decena de chanchitos rosados para
una sesión fotográfica de estudio en la que una princesita porqueriza
sería recompensada de la agresión decorativa al permitírsele
posar de cocotte y de flapper. Lorena Paola se las arregló para dejar
a sus padres a un costado y negociar.
–O soy tapa o me voy.
–Nena, no sos tapa, pero tenés
cuatro páginas.
—Seis.
–Cuatro.
–¡Seis!
–Bueno, seis.
Y se fue a cambiar al baño. Por el camino, en puntas de pie y con sus
zoquetitos blancos, iba pisando los soretitos que los chanchos esparcían
luego de una dosis de Lexotanil (llamados a la inmovilidad y sin entrenador,
podían enfurecerse).
–¿Alguien me puede subir al inodoro que no alcanzo la cadena? –llamó
la diva desde el baño. Luego se miró en el espejo y como una heroína
punk, agarrándose la grasa de los pechitos, espetó a la productora
y a la cronista malignas:
–Y pensar que cuando sea grande voy a ser un monstruo.
No lo fue. Véanla en Hansel y Gretel. A los ocho años era la más
profesional de las modelos cuya producción encaró Renata. Lo difícil
fue devolver los chanchos. La policía paró esa camioneta sospechosa
con una muchacha de rulos y camiseta con purpurina y otra que llevaba anteojos
de plástico plegadizo. Los policías enfocaron con sus linternas
a los chanchos de la cabina, que intentaban dar unos pasos y se caían.
–Es que están drogados –dijo la cronista de anteojos plegadizos.
Los policías dudaban ante la mención de Siete Días, de
Lorena Paola: desde el asalto al Policlínico Bancario todos sabían
que la guerrilla era capaz de cualquier cosa. Días antes, la quiromántica
y hoy lacaniana Finita Ayerza había sido detenida porque nadie le creyó
que los palos que llevaba en el baúl de su auto no eran para usar en
una manifestación sino varitas mágicas. Renata se ríe y
no se ríe al recordar esos tiempos de la dictadura militar en los que
no existía el género frívolo. Una oscura asamblea de la
revista Siete Días marcó, durante la guerra de Malvinas, no el
comienzo de la apertura democrática sino un juicio a esas producciones
de Renata Schussheim en las que la imagen de Federico Moura y Paco Jamandreu
“atentaban contra la imagen del ser nacional”.
Renata no diferencia entre sus zonas “altas”, que la han llevado a
lo largo de su vida tanto al Gran Teatro de Ginebra como al albergue transitorio
Voitú de Beccar, donde diseñó una suite toda en tonos de
azul con figuras del arte de amar en las paredes y donde la luz negra rebotaba
en las lentejuelas de las paredes provocando un efecto de suspensión
en el espacio. O al Luna Park, donde hizo para Charly García un Piano
Bar.
–Mucho rocanrol. Mucha internación allá. Yo, como no pedía
nada, veía el escenario igualito al de El baile de Scola. Y fui y me
encontré con uno de seis por cuatro, abierto a los costados porque, si
no, de las populares no se ve, con unos ricos carteles de Coca-Cola arriba,
allá arriba y distancias de cientos de metros. “Probá ponerle
unos zoquetitos rosa a una bailarina, a ver quién los divisa”, comprendí.
¿Cómo instalar una poética en un ring? Era pasar de pensar
en un plano a pensar en un cubo donde el público está alrededor
y no enfrente. Y lejos, muy lejos, querida. Y todo con fondo de fotos de Gatica,
de tipos con toalla al cuello, todo varón de pantaloncitos-protector-aceite
de masajes. Llegué a hablar como un boxeador. Conseguí todo. El
Luna, una semana antes. Que Charly se pusiera gomina.
Con el mismo desprejuicio, mientras piensa en completar su trilogía de
megamuestras (la primera fue Travesía; la segunda, Nave), conserva unacasa
abierta llamada ESPACIORENATA (en Malabia al 1800), especie de comedor de elite
y autobiografía en arte. Y ha puesto vajilla de su firma en el local
de Morph sin importarle que se ganó el Konex.
Ahora, al menos en los retratos, los muchachos ambiguos no tienen nombre ni
apellido. Hay uno en ESPACIORENATA, el típico efebo a punto de estar
desnudo en un pedazo de gasa.
–Dibujo gente linda para aliviar
mi corazón.
¿Y quien posó para el dibujo?
–Nadie, es totalmente imaginario.
Ah, yo creía que era el viejo truco de “desnúdese que lo
dibujo”.
–No, me da vergüenza. Lo he usado tanto... Pero a ese chico no lo
vendo. Es mío, me lo dibujé para mi propio placer. Pero insisto
con un paisaje que pinté unas treinta veces con una pequeña diferencia
de ángulos. En una quinta que alquilamos con Oscar en San Miguel había
una pequeña fronda con una entrada muy oscura. Y muy poco cielo. Saqué
una foto. A ese paisaje lo pinté, lo pinté y siento que no terminé
de pintarlo todavía. Qué placer. Porque dibujar es como escribir,
esa tortura del papel en blanco, cualquier error y se arruina, es como trabajar
sin red.
Hablá por vos. Para escribir hay
computadoras.
–Pero la pintura (tomá) es más sensual, menos fría,
menos intelectual. Claro que no se trata de cualquier sensualidad. Para mí
la sensualidad es esa uña pintada que Pancho ve bajo la chinela de Mabel,
en Boquitas. Pintar es sensual, te equivocás, tapás, te dejás
llevar, vas modificando. Con ese paisaje, repito, descanso de mi propia cabeza
y de la figura humana. Porque yo soy demasiado narrativa. Siempre tengo que
pensar quién es, qué cuento, qué es. Por ejemplo: ¿qué
hay en el fondo del paisaje que está tan oscuro? No sé si alguna
vez, si sigo pintando, voy a saber qué hay atrás. Qué importa.
El lenguaje separa. La imagen está en el centro del universo.
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